Cataluña ante el 1-O

Aquella época en la que los políticos se ponían de acuerdo para incumplir la Constitución

El presidente del Gobierno Adolfo Suárez y el entonces secretario general del PSOE, Felipe González.

Fernando Varela

El celo del Congreso de los Diputados y de los partidos políticos por hacer que las leyes se ajusten a lo dispuesto en la Constitución, especialmente en materia de referéndums, como intentan hacer ahora el Gobierno y los jueces en el caso de Cataluña, no siempre ha sido igual.

Hace ahora 37 años, en plena Transición democrática, la Cámara baja no tuvo ningún inconveniente en tramitar, debatir y aprobar dos leyes que contradicen la Constitución española con el único objetivo de garantizar que Andalucía tuviese acceso a la autonomía en igualdad de condiciones con las llamadas comunidades históricas (Cataluña, Euskadi y Galicia).

Para entender lo ocurrido hay que remontarse en el tiempo. El texto constitucional aprobado en 1978 establecía dos maneras de acceder a la autonomía. Un vía lenta, con menos requisitos pero también con un nivel inferior de competencias y estatus político, que se podía tramitar aplicando el artículo 143, y una vía rápida, a través del artículo 151, que garantizaba a quien la eligiese la categoría administrativa que la Carta Magna reservaba a las comunidades históricas, aquellas a las que la dictadura franquista había privado del Estatuto de Autonomía conquistado en los años de la II República.

La vía del 151 prometía acceso a la primera división autonómica, pero elevaba los requisitos con el objetivo de impedir que se multiplicasen las reivindicaciones de autogobierno fuera de Galicia, Euskadi y Cataluña. Uno de ellos era que la autonomía debía aprobarse en todas las provincias de la comunidad aspirante por "mayoría absoluta de los electores" (no de los votantes), para que no hubiese dudas sobre el apoyo de los ciudadanos a la iniciativa.

Andalucía, deseosa de situarse al mismo nivel que las comunidades históricas, se la jugó al 151. Y perdió. En el referéndum del 28 de febrero de 1980, todas las provincias andaluzas cumplieron el requisito fijado por la Constitución (mayoría absoluta de censo). Todas menos una: en Almería sólo apoyaron el "sí" el 42,07% del total de electores (119.550 votos), casi ocho puntos por debajo de lo necesario. La única conclusión legal posible era aceptar que Andalucía no podía acceder a la autonomía por la vía del 151 (a menos que dejase fuera a Almería), usar la vía del 143 o esperar al menos cinco años antes de intentarlo de nuevo por el 151.

¿Qué hacer? La frustración política de los andaluces y la necesidad de los partidos políticos de la época, bien entrenados en la mano izquierda y en el pacto para sacar adelante la arquitectura política de la joven democracia española, forzó la solución: dos leyes orgánicas ideadas, tramitadas y aprobadas para, contradiciendo abiertamente la Constitución, sacar adelante la autonomía andaluza. Y así se hizo. Al frente del Gobierno estaba Adolfo Suárez. El líder de la oposición era el socialista andaluz Felipe González.

El 12 de noviembre de 1980, apenas ocho meses después del traumático referéndum que constitucionalmente dejaba a Andalucía fuera de las comunidades autónomas de primer nivel, todos los partidos votaron a favorvotaron a favor de un cambio en la legislación que no sólo sustituía la voluntad de los electores de Almería por la de la mayoría de sus diputados y senadoresdiputados y senadores sino que establecía que este cambio tendría efectos retroactivos. Es decir: que el referéndum celebrado 258 días antes era de aplicación, aunque hubiese incumplido la previsión constitucional.

Toda la maniobra política se apoyaba en una interpretación libre del texto constitucional: donde la Carta Magna decía (y sigue diciendo) que sólo era posible acceder a la autonomía por el artículo 151 si la iniciativa era “ratificada mediante referéndum por el voto afirmativo de la mayoría absoluta de los electores de cada provincia”, los partidos decidieron que, en realidad, lo que la Constitución quería decir es que “se entenderá ratificada [la iniciativa] siempre y cuando los votos afirmativos hayan alcanzado la mayoría absoluta del censo de electores en el conjunto del ámbito territorial que pretenda acceder al autogobierno”. Es decir: donde la Carta Magna exige la voluntad de todas y cada una de las provincias, la ley se conforma con la voluntad del conjunto del territorio que quiere constituirse en comunidad autónoma, en este caso Andalucía.

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El acuerdo entre todos los partidos y el clima político de la época, marcado por la necesidad de satisfacer las aspiraciones políticas andaluzas, consumaron lo imposible: la aprobación de dos leyes orgánicas contrarias a la Constitución. Un “esfuerzo interpretativo” que buscaba “evitar” que una aplicación “literalista pudiera provocar el resultado de la frustración de la voluntad autonómica andaluza”, en palabras del exministro centrista Manuel Clavero, entonces diputado del grupo mixto, que fue el encargado de defender la reforma.

Todos los grupos se felicitaron y apoyaron la decisión. Y los socialistas, por boca de su portavoz, Manuel Gracia, celebraron incluso que la votación hubiese “dado carta de naturaleza legal al hecho político fundamental que es el desbloqueo del proceso autonómico andaluz”.

Eran otros tiempos. Entonces era posible alcanzar acuerdos políticos para otorgar a las Cortes un poder de decisión en la definición del Estado autonómico aunque eso supusiese pasar por encima de la Carta Magna.

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