Análisis

La imagen importa más que el contenido en el debate electoral

José Luís Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy durante un debate electoral en 2008.

Todos los especialistas (politólogos, medidores de opinión pública, periodistas peritos en las diversas formaciones políticas...) coinciden: los debates en campaña electoral solo pueden beneficiar a quienes parten en desventaja. Otra cosa es que sepan aprovechar la oportunidad, o potencien sus malas expectativas. Para el que sale como ganador lo primordial es no cometer errores que disminuyan, o incluso eliminen, su ventaja.

Para los primeros es fundamental la iniciativa, salir al ataque, sorprender, acorralar al adversario, sacarle de su zona de confort, evidenciar sus presuntas contradicciones: no pretende tanto convencer a la audiencia como perjudicar el discurso del rival. Si para ello tiene que saltar las reglas acordadas, lo hará. Para los segundos, lo ideal es que no haya debates. Si no tiene más remedio, obstaculizará el encuentro con exigencias de todo tipo: fechas no convenientes, participantes, reglas que encorseten el desarrollo, y un largo etcétera de inconvenientes. Si finalmente tiene que entrar en la pelea, su última línea de defensa estará en reducir el número a uno solo, lo más lejano posible de la votación en urna.

Si vas ganando, elude el debate

Así lo entendió, a partir de 1993, José María Aznar. Ganó el primer debate ante un Felipe González prepotente y desganado, que cometió varias torpezas, como cuando afirmó que las cifras que ofrecía su contrincante eran "falsas" y Aznar respondió: "Las he cogido de su ministerio". Nueve millones de espectadores siguieron el encuentro favorable a Aznar en Antena 3, pero a la semana siguiente ambos comparecieron en Telecinco, que había publicitado el evento como El Debate Decisivo. Y lo fue.

Diez millones de personas contemplaron a un Felipe González bien distinto. Con aplomo, pero sin suficiencia, esperó el error de su crecido rival y lo aprovechó cuando Aznar lanzó su mayor reto apoyado en su programa electoral:  "Son 120 páginas, podemos leerlo si quiere, pero estaríamos tres horas". Era la oportunidad para el ataque que González esperaba: "No vamos a tardar ni un segundo. Yo le pido que lo abra por la página donde exponen sus medidas de apoyo a los desempleados. Y esa página no existe". Aznar perdió esas elecciones... pero aprendió la lección: nunca más aceptó un debate mientras fue candidato.

Quince años después, fue Mariano Rajoy el encargado de oponerse a un Rodríguez Zapatero que venía crecido por cuatro años de gobierno plenos de medidas sociales y avances ciudadanos, que el candidato del PP no fue capaz de contrarrestar, a pesar de la crisis económica, que ya ofrecía claros signos y que terminaría deteriorando al PSOE.

Al punto que casi cuatro años después poco pudo hacer Pérez Rubalcaba frente a Rajoy, apoyado por en el desastroso estado de la economía. El PP volvía al poder frente a un PSOE hundido en su propia crisis interna.

En 2015 habían irrumpido dos formaciones nuevas que intentaban romper la hegemonía del bipartidismo: Ciudadanos y Podemos. El debate planteado entre las cuatro fuerzas políticas conoció un paso atrás inédito: Rajoy se negó a participar junto a los recién llegados y envió en su lugar a la entonces vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría. Él se reservó para el cara a cara con Pedro Sánchez, junto al que protagonizó un encuentro bronco, que llegó al insulto personal cuando el candidato socialista le calificó de "indecente" y Rajoy replicó calificando la afirmación de "ruin".

Tras unas elecciones sin ganador claro, y después de que el líder popular se negara a presentarse a la investidura, se volvió a convocar nueva cita con las urnas en 2016. En esa ocasión, Rajoy sí acudió al debate a cuatro, en el que, según todos los analistas, el entonces presidente no salió a ganar, pero consiguió el objetivo principal: no perder.

Lo que importa es la forma

A estas alturas de nuestra democracia, con legislaturas fallidas y la consiguiente repetición de elecciones, los debates electorales minusvaloran los contenidos programáticos. Todos los contendientes han dejado en manos de sus asesores de imagen la iniciativa; ellos son los que deciden en qué medios tienen lugar, los formatos del encuentro, los bloques temáticos, los tiros de cámara, la iluminación...

Para evitar sorpresas o deslices de sus candidatos han llegado a imponer la desaparición del ejercicio profesional de los moderadores. Primero pactaron que los periodistas no pudieran hacer preguntas a los políticos; después, y ante el rechazo de los profesionales, concedieron que sí se hicieran, pero Ana Blanco (TVE) y Vicente Vallés (Antena3) tendrán que lanzarlas al aire, sin estar dirigidas a ninguno de los líderes.

Así las cosas, se producirán una sucesión de mítines individuales, difíciles de casar con una confrontación de ideas y propuestas, y mucho menos una intervención profesional que pueda corregir afirmaciones controvertidas de cualquier político. Todo queda centrado en los aspectos formales. Lo que importa es cómo se dice, muy por delante de qué se dice. Así cobra relevancia la postura, los movimientos de cada cual, el uso de las manos, los gráficos que aporten, el tono de voz, la expresión facial... Y, sobre todo, los errores que puedan cometer: quién parece crispado o nervioso; quién suelta la frase equivocada para sus intereses... Quizás sea Estados Unidos, la democracia que mayor relevancia da a los debates, la que ofrezca mejores ejemplos de cómo se gana o se pierde este tipo de confrontaciones.

La imagen es lo primero

Año 1960: se enfrentan John F. Kennedy y Richard M. Nixon. El primero ofrece juventud, abolengo familiar, soltura ante las cámaras. El segundo, experiencia —había sido vicepresidente con Eisenhower durante los ocho años de mandato—, conocimiento del funcionamiento del gobierno y solidez argumental... pero fue el primer debate televisado.

Importaba menos lo qué se decía que el cómo se decía, y a Nixon le traicionó su postura envarada, incomoda, hasta sudorosa. Al día siguiente los que habían seguido el evento por radio le dieron como ganador, pero los espectadores de televisión dieron la victoria a Kennedy... y con ella la Presidencia.

Frases que hunden (o lanzan) a un candidato

Tras 16 años sin debates, en Estados Unidos se aprobó una normativa para que fueran obligatorios no solo entre candidatos a la Presidencia, sino también para los aspirantes a la Vicepresidencia y los que contendían en las primarias de los partidos Demócrata y Republicano.

Así, en 1976 Gerald Ford se enfrentaba a Jimmy Carter. En esta ocasión no fue la imagen, sino la palabra la que decidió el debate. En concreto, la afirmación de Ford: "No hay dominación soviética en Europa del Este y nunca la habrá con la Administración Ford", cuando aún faltaban 13 años para la caída del Muro de Berlín, y los medios se referían a esa zona como el Telón de Acero. Carter obtuvo la Presidencia.

Así hemos contado en directo el debate a cinco del 10N

Así hemos contado en directo el debate a cinco del 10N

En el lado contrario, la frase puede llevar al triunfo, si se sabe utilizar en el momento clave. En la campaña de 1984, Ronald Reagan era, a sus 73 años, el presidente de más edad que había ocupado la Casa Blanca. Tras un primer encuentro, nada positivo para el antiguo actor, en el segundo se produjo ese instante decisivo cuando el moderador le preguntó si su edad debía estar presente en la campaña. "No voy a explotar por razones políticas la juventud e inexperiencia de mi contrincante". Hasta su contrincante, Walter Mondale, de 56 años, se rió tras escucharlo. Los medios repitieron la respuesta una y otra vez y Reagan se alzó con un segundo mandato. (Paradoja entre la frase ingeniosa y la realidad: años después supimos que durante buena parte de ese segundo mandato Reagan estuvo aquejado de alzheimer en fase muy avanzada).

Con todo, lo más importante a día de hoy para cualquier formación política no es el debate en sí, sino el reflejo que de él quede en medios de comunicación y redes sociales, que puede marcar el sentido del voto. Tradicionalmente, medios y analistas realizan sus valoraciones subjetivas, lo que conlleva incluir el sesgo ideológico de cada cual, que paliará los errores de los afines, y magnificará los aciertos. Ahí jugará un importante papel de convencimiento la credibilidad que cada cual otorgue al emisor de opiniones. En los últimos años, la omnipresencia de las redes sociales ha trasladado a ellas la batalla.

De hecho, durante el debate y las horas inmediatamente posteriores, lo menos relevante serán las opiniones individuales autónomas. La contienda se realiza entre los equipos de apoyo mediático de las distintas formaciones, que desplegarán todas sus disponibilidades para que los mensajes y aciertos de sus líderes superen a los adversarios en número de menciones y apoyos. La importancia de esta —relativamente— nueva realidad se demuestra, de nuevo, con el ejemplo de EEUU: todos los analistas coinciden en que fue el arma decisiva para que Donald Trump ganara la Presidencia.

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