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La izquierda necesaria

Portada de 'La izquierda necesaria', de Patxi López

infoLibre

El candidato a la Secretaría General del PSOE Patxi López publica el libro La izquierda necesaria (Catarata), que saldrá a la venta el próximo 24 de abril.

infoLibre adelanta aquí uno de sus capítulos.

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El argumento de los hechos es siempre el argumento de los fuertes

Decía Bobbio que profundizar en la democracia significa decidir más gente sobre más temas que nos incumben.

 

Las democracias occidentales hemos recorrido a lo largo del siglo XIX y el XX un largo camino sumando personas a las decisiones colectivas; de los propietarios iniciales pasamos a integrar a todos los hombres, y, muy tardíamente, demasiado tardíamente, hemos integrado a la otra mitad: a las mujeres. Pero aún nos queda esa herida democrática de los ciudadanos demediados, de los ciudadanos que tienen las mismas responsabilidades pero que no tienen aún los mismos derechos; los colectivos de emigrantes que trabajan en nuestras sociedades europeas. Pero sí podemos decir que la historia de las democracias occidentales es un caminar incesante para ampliar el número de personas que participan en las decisiones colectivas.

Pero en la otra faceta que plantea Bobbio, es decir, decidir sobre más cosas que nos afectan a todos, estos últimos treinta años han sido de un claro y drástico retroceso. Se nos ha dicho una y otra vez que la economía tiene sus propias leyes y que la política no le puede poner límites sin poner en grave riesgo el progreso. Y se nos ha pedido a la gente renunciar al control ciudadano de algo que condiciona de forma sustancial nuestras opciones de vida.

Durante los últimos treinta años estas tesis han sido difundidas de forma masiva y han logrado ser asumidas por mucha gente como verdades autodemostradas. Se han aplicado políticas desreguladoras que han dejado las manos libres a los poderes económicos. Hemos caído en la tentación de Fausto vendiendo nuestra alma a la economía.

Pero es hora ya de hacer balance. Comprobar a qué nos han conducido estos treinta años de alegría neoliberal. Porque la verdad abrumadora es que las sociedades democráticas occidentales estamos peor que hace treinta años.

La desigualdad en la distribución de la riqueza está adquiriendo niveles insoportables en amplios colectivos. Paul Krugman considera que Estados Unidos ha vuelto a niveles de desigualdad y concentración de renta similares a la muy injusta década de los años veinte. Los datos estadísticos de PIB global no pueden ocultar que el progreso ha sido costeado por la marginación y miseria de muchos.

Wilkinson y Pickett nos advierten en Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva de que “los problema de los países ricos no son la consecuencia de que estas sociedades no sean lo suficientemente ricas, sino que las diferencias materiales entre las personas, dentro de cada so ciedad, son excesivamente grandes. Lo importante es qué posición ocupamos en relación con los demás, dentro de nuestra propia sociedad”.

Las sociedades actuales son sociedades fragmentadas, con ciudadanos organizados en grupos de interés y la inmensa mayoría vagando en solitario por la vida.

La crisis que estamos sufriendo en la actualidad no es fundamentalmente una crisis económica. Es un fracaso de un modelo social determinado. Es el fracaso de una ideología que ha fraccionado las sociedades modernas, que ha roto la solidaridad ciudadana y ha dejado al individuo aislado. Es el ejemplo claro de que si dejamos sin control a los poderes económicos, estos crean desigualad, división social y terminan poniendo en riesgo todo el sistema.

Estos últimos treinta años han sido un incremento constante de desigualdad, han invertido la tendencia de los cuarenta años anteriores en los que se iba limitando la pobreza, en los que las clases populares estaban accediendo al bienestar común. Se han creado nuevos espacios de marginación y pobreza que a finales de los setenta nos parecían desterrados para siempre.

Las clases medias que hoy disfrutan de bienestar han decidido, en gran medida, romper con su propio pasado. Han cortado el puente de la movilidad social después de haberla cruzado. Reivindican su ascenso social únicamente a su mérito personal, olvidando que son el producto de la solidaridad del Estado de bienestar.

La situación de las clases medias actuales es el resultado de una larga historia de solidaridad y construcción de estructuras públicas para garantizar la igualdad de oportunidades. Son el resultado de los sistemas de pensiones que han permitido que los hijos pudieran estudiar en vez de trabajar para mantener a sus padres. Son el resultado de los servicios públicos de enseñanza que han garantizado a todos igualdad de acceso al conocimiento. Son el resultado de los sistemas de salud universales que han proporcionado seguridad ante la vida, permitiendo poder invertir recursos en el propio proyecto de vida.

Las clases medias actuales son la demostración más contundente del triunfo del Estado de bienestar.  Pero el Estado de bienestar no surgió por generación espontánea; fue el resultado de decisiones colectivas. Fueron acuerdos políticos generalizados que optaron por definir un modelo social de progreso compartido. El Estado de bienestar es un modelo social que pone al servicio de la gente los recursos públicos y la economía. Y pide a cambio, a todos, colaboración y esfuerzo.

Debiera darnos vergüenza tener que recordar que el Estado de bienestar con sus servicios públicos e igualdad de oportunidades no generó pobreza, como los neoliberales nos quieren hacer creer en la actualidad, ocultando el pasado. Ha sido el sistema que mayor nivel de progreso y para más gente ha proporcionado en toda la historia conocida.

Esa es la verdad: no hay época histórica en la que mayor número de pobres han dejado de serlo. No hay época histórica en la que las personas han tenido mayor igualdad de oportunidades. Pero en algún momento de los ochenta hemos permitido dinamitarlo corriendo detrás de un sueño para ricos.

Rorty nos dice que “es como, si en algún momento alrededor de 1980, la gente de los hijos que se abrió paso a lo largo de la gran depresión hasta llegar a los barrios residenciales, hubieran decidido demoler ese puente después de haberlo cruzado. Decidieron que aunque la movilidad social había sido apropiada para la generación de sus padres, ya no se consentiría a la próxima generación”.

La esperanza en mejorar en el futuro se ha quebrado: somos la primera generación que cree que nuestros hijos vivirán peor que nosotros. Tenemos amplios colectivos de jóvenes que creen que su futuro ha sido arrebatado por la generación de sus padres y que no tiene ninguna opción en el progreso.

¿Qué nos ha pasado estos años?

Fausto, al darse cuenta de su error, no pudo recuperar su alma, pero nosotros sí podemos.

Yo planteo reivindicar la capacidad de la ciudadanía para decidir su propio futuro colectivo. Las realidades sociales no son hechos materiales como los montes, son el resultado de decisiones políticas. La realidad social actual se puede y se debe cambiar y los socialdemócratas no renunciamos a ello. Por eso planteo la necesidad de que la ciudadanía coja con sus manos la decisión de construir su propio destino. Estoy planteando más democracia. Estoy planteando una democracia de la gente frente la gestión pública de las cosas. Los acuerdos públicos no deciden cosas; deciden vidas de los ciudadanos. Queremos decidir cómo queremos ser y no resignarnos a gestionar lo que, fuerzas ajenas a la voluntad ciudadana, nos dejan ser.

La política es el ámbito privilegiado donde la ciudadanía pude recuperar el control de las fuerzas económicas que están actuando al margen de todo control.

La política es el lugar donde podemos plantear que la economía debe ser una actividad para generar riqueza colectiva. Esto no quiere decir que la economía dominada por la política pueda con cualquier cosa, pues su propia

naturaleza la limita. Lo que aquí se plantea es la gobernanza de la economía desde la política.

Me parece que es hora de renovar el gran pacto ciudadano entre personas, instituciones y agentes económicos con objetivos colectivos claros. Nos hacen falta instituciones democráticas y sociedades unidas y fuertes. Como decía Bauman, el Estado de bienestar es la última encarnación de la idea de comunidad. Después de los desastres causados por los nacionalismos que definieron la pertenencia por elementos identitarios, el Estado de bienestar ha sabido crear una sociedad en la que las personas se sentían miembros de la misma aventura. Pertenecientes a un “nosotros” solidario que creaba progreso y aportaba confianza en el futuro.

Hoy, en la medida en que estamos desmontando el Estado de bienestar, los servicios públicos y la garantía de la igualdad de oportunidad deja de ser una responsabilidad colectiva; nos encontramos con personas que se convierten en individuos aislados; ya no tienen razones para sentirse solidarios entre sí. No hay tareas colectivas que unan los esfuerzos de todos.

Es hora de impulsar los valores sociales del esfuerzo compartido, la solidaridad interna y la confianza en el futuro.

¿Alguien cree que los millones de obreros y empleados que en los años cincuenta y sesenta levantaron Europa estaban preocupados y ocupados en cómo defraudar a los servicios públicos o a sus empresas? No. Han sido los años en los que más personas han aceptado el esfuerzo como un valor positivo. Han sido los años donde más se ha valorado el esfuerzo personal bien hecho. Nunca las clases humildes han estado tan orgullosas de su trabajo.

El neoliberalismo solo nos ha traído la ostentación obscena de la riqueza lograda sin esfuerzo.

Nos dicen que es la hora de la responsabilidad individual. Que el Estado no tiene que resolver nuestros problemas. Esta afirmación biensonante parte de una ficción social. Tendría sentido si todas las personas nos encontráramos al inicio de nuestra vida en igualdad de oportunidades. Si todos iniciáramos la carrera de la vida desde el mismo punto de partida.

Al individuo que está sujeto a la tiranía de la necesidad, que no tiene margen para competir en igualdad con otro, no podemos pedirle la misma responsabilidad, pero sí el mismo esfuerzo. Solo una sociedad solidaria y unas instituciones públicas pueden garantizar a todos la posibilidad de progresar. Pero es un pacto de corresponsabilidad en dos direcciones: de todos con todos. Lo que debe definir las relaciones sociales no es tanto la responsabilidad individual como la corresponsabilidad de todos. Una sociedad solidaria no es una sociedad de vagos, se basa en la ética del esfuerzo personal, pero la responsabilidad es compartida.

El dejar exclusivamente en manos de la responsabilidad individual las posibilidades de cada uno es iniciar una cacería inmoral en la que solo los más fuertes y crueles se quedan con la pieza.

Si quitamos el Estado, si renunciamos a los servicios públicos no surge, como nuevo amanecer, una sociedad vigorosa: quedan a un lado, en la penumbra que no queremos ver, los ciudadanos abandonados a su suerte que no consiguen salir de la pobreza, y en el centro una contienda sin normas de todos contra todos. Pero, además, desde el fondo, surge un nuevo Estado provisto, esta vez, de policías, de jueces y de videocámaras para poner control en el desconcierto.

Resumiendo lo que he dicho, planteo que los europeos debiéramos iniciar una regeneración de las democracias y de la política. Recuperar al ámbito del debate público todas las cosas que nos incumben. Tener el valor de definir qué sociedad queremos para nosotros y nuestros hijos y adoptar las decisiones para lograrlo.

Los socialdemócratas debemos perder los complejos acumulados. Debemos entender la gestión pública como el espacio para la reforma y el cambio social. Debemos abandonar la resignación de gestionar la res publica solo como el medio de minimizar los daños.

Sabemos que el neoliberalismo ha fracasado. Sabemos que una sociedad dividida no puede ser solidaria. Sabemos que si no logramos definir tareas colectivas no es posible que los ciudadanos se sumen a la solidaridad común. Sabemos también que ya no estamos en los cincuenta ni en los sesenta. Que tenemos nuevos y diferentes problemas: la demografía, el impacto de la globalidad. Pero sabemos, sobre todo, que la sostenibilidad del Estado de bienestar no es solo, ni sustancialmente, cuestión de números: es cuestión de decisión colectiva. Si decidimos que queremos, podemos mantenerlo. Deberemos hacer las reformas necesarias, algunas dolorosas, pero sabremos para qué hacemos los esfuerzos.

La decisión no es si hay dinero o no. La cuestión no es si queremos desmotar el Estado de bienestar o no. La decisión que debemos adoptar es si queremos una sociedad en la que las personas puedan tener igual dignidad. Si queremos vivir en una sociedad donde el mero hecho de nacer en una determinada familia suponga una condena perpetua a la pobreza o no.

Y sí, para eso hace falta trabajar. Y trabajar mucho. Y sí, para eso queremos ciudadanos laboriosos capaces de hacer esfuerzos hoy para garantizar progreso mañana. Y sí, tenemos que depurar los servicios públicos de las perversiones que han ido acumulando. Tenemos que hacerlos más eficientes. Tenemos que lograr recuperar la confianza ciudadana en la administración pública. La ciudadanía debe poder ser controlador y juez de su buen funcionamiento. Debemos abrir las ventanas de la administración para que no se puedan enquistar privilegios bajo el lenguaje de la burocracia. La administración pública debe ser la mano que distribuye la solidaridad común y se debe hacer de forma transparente y equitativa.

Sí. Todo eso lo tenemos que hacer para que el Estado de bienestar sea sostenible.

'El lento aprendizaje de Podemos'

'El lento aprendizaje de Podemos'

Los socialdemócratas no queremos ser los que reparten la pobreza, queremos progresar, pero queremos progresar juntos.

Queremos libertad pero queremos libertad para todos.

Queremos oportunidades de futuro, pero queremos igualdad de oportunidades para todos.

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