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45 años de la Semana Negra

"Si se hiciera un test de paternidad a la democracia, Ruiz, Nájera o los abogados de Atocha serían sus padres"

Entierro de los abogados laboralistas de Atocha.

Madrid, 23 de enero de 1977. En un pueblecito ubicado en pleno Valle de Lozoya, al noroeste de la capital, el hambre aprieta y el joven Manuel Ruiz, que por aquel entonces tenía veinte años y acababa de volver de la mili, se encuentra poniendo tranquilamente la mesa. De fondo, el telediario. Probablemente se hablase de la huelga de profesores no numerarios o de las conversaciones entre el Gobierno y la oposición alrededor del proyecto de ley electoral. Pero no fue ninguna de esas noticias la que paralizó por completo al chaval. "Un estudiante ha muerto en una manifestación en Madrid...", fue la locución que cambió su vida para siempre. Aquel muchacho asesinado por la espalda era su hermano. Y su fallecimiento marcaría el inicio de lo que se conoce popularmente como Semana Negra de la Transición.

Hacía un año y dos meses que el dictador había muerto. Y las calles eran un hervidero. En diciembre, el joven estudiante Ángel Almazán había fallecido tras recibir una brutal paliza por parte de agentes de la Policía Armada en el transcurso de una manifestación convocada en Madrid por el PTE. Una muerte que daba continuidad a una senda de violencia que ya había arrebatado la vida a otros tantos jóvenes. Estudiantes como Carlos González, asesinado por un comando terrorista de extrema derecha cuando participaba en una manifestación contra los últimos fusilamientos del franquismo. O Javier Verdejo, que murió por disparos de la Guardia Civil en Almería tras haber comenzado a hacer una pintada con el lema "Pan, Trabajo, Libertad".

Arturo Ruiz tenía la misma edad que el muchacho almeriense. Con diecinueve años, combinaba sus estudios con algunos trabajos que le salían como albañil. Era muy activo políticamente. "Habitual en las manifestaciones", recuerda su hermano Manuel. A pesar de la tensión en las calles, aquel domingo negro acudió al centro de la capital para reclamar la amnistía total de los presos antifranquistas. A media mañana, un tipo, entre gritos de "¡Viva Cristo Rey!", trata de intimidar a los manifestantes con un disparo al aire. Acto seguido, un segundo ultra que lo acompañaba agarra el mismo arma y dispara por la espalda contra Arturo. Poco después, la noticia llega a casa de los Ruiz. "Ninguno nos la creímos hasta que mi padre reconoció el cuerpo", cuentan.

Al chaval lo enterraron un día después en la más estricta intimidad. "De lo único que se preocupó el Gobierno fue de buscarnos una sepultura y de llevarnos al cementerio en coche de policía", rememora su hermano, con el que se llevaba un año. Aquel lunes, las calles eran una olla a presión que pedía justicia. "Todo el barrio estaba en pie", recuerda Manuel. Las manifestaciones y actos de protesta se repetían por toda la ciudad. Y fueron especialmente potentes en las universidades madrileñas, donde se calcula que unos 100.000 alumnos abandonaron sus pupitres.

En una de esas marchas se encontraba María Luz Nájera. Era media mañana. La joven estudiante de tercer curso en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Complutense protestaba, junto a algunos compañeros, en la Avenida José Antonio, lo que actualmente es la Gran Vía. De pronto, un coche de las Fuerzas de Seguridad aparece en escena, se escucha un disparo y la joven se desploma. Un bote de humo lanzado a corta distancia, de los que empleaba la Policía Armada para disolver manifestaciones, impacta directamente sobre su cabeza. La muchacha entra en la clínica de La Concepción en estado de coma. Y fallece pocas horas después, convirtiéndose en la segunda víctima de una semana negra.

Han pasado más de cuatro décadas. Pero aquella jornada está grabada a fuego también en la memoria de Alejandro Ruiz-Huerta. "Se respiraba una enorme tensión. Aquella mañana había fallecido Nájera y habían secuestrado al general Emilio Villaescusa, entonces presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar", señala. En el segundo piso de la calle Atocha número 55, donde se encontraba uno de los más importantes despachos de abogados laboralistas –junto con el de Españoleto y el de Lista– de la capital, no se hablaba de otra cosa. Eran las 22.45 horas. Y allí, nueve personas, entre ellas Ruiz-Huerta, se encuentra afrontando la última reunión del día.

El timbre interrumpe las conversaciones. Al abrir la puerta, dos pistoleros de extrema derecha acceden al domicilio y un tercero se queda vigilando la entrada. Buscan a Joaquín Navarro, el líder de Transportes de CCOO en Madrid y uno de los impulsores de la huelga de transporte privado que paralizó la capital haciendo frente a los intereses del Sindicato Vertical. "Luego, vino un infierno de balas", relata el letrado. El atentado se salda con cinco víctimas mortales y cuatro heridos. Un bolígrafo guardado en la camisa, que desvió la primera bala, y el cuerpo de uno de sus compañeros tendido sobre él cubriendo sus zonas vitales salvaron la vida a Ruiz-Huerta.

Cuatro décadas y dos fugados

Casi dos meses después del atentado, la policía detuvo a seis personas, entre ellas José Fernández Cerra, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada. Los dos primeros, condenados a 193 años de prisión, fueron los autores de los disparos, mientras que el tercero fue el que se quedó a la entrada del despacho. La versión de la Dirección General de Seguridad obviaba la implicación política en el ataque. Parecía no importar la vinculación de varios de los detenidos con la ultraderecha de Fuerza Nueva y la Falange. "Rafael Gómez Chaparro –el magistrado que se hizo cargo de la instrucción hasta que le apartaron– no quiso investigar más a fondo las raíces políticas", dice el abogado.

Ruiz también conoce bien al juez. Fue el mismo que se encargó de investigar el asesinato de su hermano. No es, sin embargo, el único aspecto en el que ambas historias se entrelazan. Cerra también fue visto por varios testigos en las inmediaciones del lugar donde murió el estudiante. Y, en ambos casos, no todos los implicados se sentaron en el banquillo. En el de Ruiz, solo fue condenado el argentino Jorge Cesarsky, quien realizó el primer disparo al aire. El considerado como autor material, José Ignacio Fernández Guaza, se esfumó. Igual que hizo Lerdo de Tejada aprovechando un permiso de cinco días que se le concedió para salir de la prisión en la que se encontraba a la espera de juicio por el crimen de Atocha.

Cuarenta y cinco años después del asesinato, el pistolero que acabó con la vida del estudiante sigue desaparecido. "Las autoridades no se han esforzado nunca en encontrarlo", se lamenta Manuel Ruiz. Y eso que la familia lo ha intentado una y otra vez. A finales de los noventa, y ante el miedo de prescripción de los delitos, pidieron la reapertura con diligencias para localizar al ultraderechista. La Policía se desplazó hasta su último domicilio conocido, pero nadie sabía nada. Luego, solicitaron intervenir el teléfono de sus parientes, pero la petición no fue atendida. El caso acabó archivado. Y la Audiencia Nacional terminó certificando la prescripción. Por eso, acabaron acudiendo ante la justicia Argentina. "La única jueza que se ha sentado a escucharnos ha sido a miles de kilómetros", dice Ruiz.

El hermano del estudiante también lamenta que en su caso no se investigase a fondo la implicación de las Fuerzas de Seguridad. Y eso que había indicios. Durante el proceso, familiares del fugitivo aseguraron que trabajaba para ellas, realizando "funciones que la policía no podía hacer". Ruiz también recuerda que el pistolero se puso en contacto con su novia tras el crimen desde Euskadi pidiéndole que le mandase dinero a través de un amigo, que resultó ser Guardia Civil. Una relación con las fuerzas del orden que también estuvo presente en el caso Atocha. De hecho, el conocido Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, tuvo que declarar por su supuesta relación con uno de los asesinos.

"La Transición fue durísima, con una represión brutal"

La familia Ruiz solo consiguió que se considerase a Arturo como víctima del terrorismo y una indemnización a comienzos de siglo. Por lo demás, Manuel, que dice que le "sigue costando" no tener a su hermano al lado, sostiene que siempre han estado "solos" y se han sentido "abandonados" por las instituciones. "Lo que une a estas víctimas, sobre todo, es que el Estado no les ha pedido perdón", reflexiona Olivia Carballar, autora de Yo también soy víctima. Estampas de la impunidad en la Transición, una obra en la que la periodista, a través de ocho historias, plasma esas "heridas sin cerrar" que todavía en la actualidad siguen presentes en las víctimas de este periodo.

Porque aquella etapa previa a la instauración definitiva de la democracia no fue, ni mucho menos, idílica. "La Transición pacífica fue un montaje de algunas plumas que tenían esa necesidad de olvidar. Fue durísima, con una represión brutal", asevera Ruiz-Huerta. "Históricamente se ha hablado de la Transición como algo ejemplar y modélico, pero de lo que nos habla la calle es de asesinatos, violencia, tramas negras, terrorismos, represión en manifestaciones", señala Mariano Sánchez Soler, autor de La transición sangrienta (Península). Y la conocida como Semana Negra, apunta el periodista, fue la intensificación en pocas horas de esa "estrategia de tensión" permanente.

La historiadora Sophie Baby, en El mito de la transición pacífica (Akal), cifra en al menos 714 las muertes causadas por la violencia política entre 1975 y 1982, de las cuales 536 fueron provocadas por lo que llama "violencia contestataria" –desde la extrema derecha al nacionalismo radical pasando por la izquierda revolucionaria– y 178 provienen de la violencia del Estado. Un número que el Sánchez Soler rebaja en su obra hasta las 591. "Y más de 2.000 heridos, con nombres y apellidos", recuerda.

Tapar "la impunidad"

Para Carballar, con ese discurso idílico lo que se pretende es "tapar la impunidad en muchos casos". "La Transición tuvo momentos de éxito, eso es innegable. Pero también de fracaso absoluto. Si niegas esta parte, estos hechos, pretendes ocultarlos", señala la periodista, que considera "inadmisible", más que lo que no se hizo entonces, "lo que seguimos sin hacer ahora". Coincide con ella el autor de La transición sangrienta: "El problema de los asesinatos en este periodo es que han sido tapados oficialmente, se ha tratado de desactivar su efecto".

Crímenes que, en opinión del abogado laboralista, no buscaban otra cosa que hacer saltar por los aires cualquier intento de avanzar hacia un sistema democrático. Pero no lo consiguieron. Y, para Ruiz, eso fue gracias a tantos y tantos que perdieron la vida en la calle: "Si se hiciera un test de paternidad a la democracia, sus padres serían Arturo, Mari Luz, los abogados de Atocha y todos aquellos que pelearon por la libertad".

Personas a las que, en opinión de Sánchez Soler, se las ha matado dos veces: la primera, cuando se les quitó la vida; la segunda, cuando se les sometió al olvido. Un cerco de silencio que las familias, con su empuje, se han encargado de romper. "Seguiremos peleando. Por Arturo y por el futuro de mis hijas o mis nietas", sentencia Ruiz.

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