El régimen legal de la televisión privada en España contiene una paradoja. La concesión y la renovación de licencias de televisión privada, a diferencia de lo que sucede en otros países de nuestro entorno, depende directamente del Consejo de Ministros, lo que en teoría otorga al Gobierno de turno un poder enorme a la hora de configurar el espacio mediático audiovisual convencional.
Pero, en realidad, nadie vigila el cumplimiento de las exigencias legales que entraña una concesión de televisión. Y ni siquiera el Gobierno puede retirar o cancelar una licencia, aunque los contenidos de una emisora incumplan reiteradamente la Ley Audiovisual.
En un mundo cada vez más volcado en las plataformas de contenido, en el que cada vez se consume menos televisión en directo, el asunto puede parecer poco relevante. Pero las cifras dicen lo contrario. En la última temporada de televisión convencional en España, cada persona dedicó 169 minutos al día (2 horas y 49 minutos) a esa actividad, según datos de Barlovento. El consumo ha caído un 30% en una década, pero alcanza todavía a 27,5 millones de espectadores diarios. Y eso es una cifra aún muy importante en términos de mercado publicitario e influencia política.
Antena 3, Telecinco, Cuatro y La Sexta, por citar solamente las emisoras privadas más importantes, están obligadas por ley a respetar normas básicas en su programación que nadie vigila. Entre ellas destaca no incitar a la violencia, al odio o a la discriminación contra un grupo o miembros de un grupo por razón de edad, sexo, discapacidad, orientación sexual, identidad de género, expresión de género, raza, color, origen étnico o social, características sexuales o genéticas, lengua, religión o creencias, opiniones políticas o de cualquier otro tipo, nacionalidad, patrimonio o nacimiento.
También deben respetar el honor, la intimidad y la propia imagen de las personas y no emitir ninguna provocación pública a la comisión de ningún delito, en particular de terrorismo, pornografía infantil o incitación al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por motivos racistas, xenófobos, por su sexo o por razones de género o discapacidad.
El caso de Torre-Pacheco
¿Recuerdas las movilizaciones ultras de Torre-Pacheco (Murcia) y las declaraciones y consignas contra los extranjeros que emitieron en aquellos días televisiones públicas y privadas? La ley no prohíbe informar sobre manifestaciones o reproducir declaraciones de interés público, pero exige que se haga sin amplificar ni legitimar el discurso de odio. Es decir, informar sí, pero difundir o alentar no. Lo mismo puede decirse de la emisión de insultos o de la incitación al odio contra dirigentes políticos o periodistas.
Nadie, sin embargo, vigila lo que hacen los programas. No hay una autoridad audiovisual específica encargada de hacerlo porque el Gobierno (la última reforma la llevó a cabo el Ejecutivo de Pedro Sánchez) prefirió dejarlo en manos de la Comisión Nacional del Mercado y de la Competencia (CNMC), que se limita a actuar cuando alguien le plantea una denuncia, nunca por propia iniciativa, y que reduce su atención al cumplimiento de las normas sobre protección de menores y publicidad.
Ni siquiera existen los códigos de conducta de autorregulación y corregulación que debería haber promovido la CNMC para, entre otras cosas, proscribir los contenidos que atenten contra la dignidad de la mujer o fomenten valores sexistas, discriminatorios o estereotipados, o para fomentar una imagen ajustada, respetuosa, apreciativa, inclusiva y libre de estereotipos de las personas de minorías raciales o étnicas. O para proteger a los usuarios de la desinformación.
Es verdad que la ley prevé sanciones para quienes no cumplan con sus obligaciones, pero hasta ahora la CNMC no ha pasado de perseguir las emisiones que puedan perjudicar a menores o que incumplan las normas de publicidad. Y la única sanción muy grave prevista en la ley que puede llevar aparejada la pérdida de la licencia de emisión no tiene que ver con los contenidos, sino con los dueños de la emisora.
Solamente se puede revocar, por ejemplo, por haber perdido la licencia en los dos años precedentes o haberla vendido, cedido, transferido o alquilado sin permiso. Defender en los informativos que la Tierra es plana, que España sufre una invasión de africanos o decir que el presidente del Gobierno es un hijo de puta al que hay que echar, aunque sea de La Moncloa, solo da lugar a multas. Suponiendo que alguien pida a la CNMC que actúe y que este organismo lo haga.
Manos atadas en España
En España es imposible, con la ley en la mano, que alguien pierda la licencia porque en un programa de televisión se insulte, se hagan afirmaciones xenófobas o negacionistas del cambio climático y en el que haya espacio para la desinformación propia de la extrema derecha. Pero no es un exotismo: en Francia ha pasado.
La Autoridad Reguladora de la Comunicación Audiovisual y Digital (ARCOM), responsable de garantizar la libertad de comunicación y el cumplimiento de las leyes en el sector en Francia —y quien además concede las licencias, no como en nuestro país— decidió expulsar a un canal de la TDT —C8— a partir de este año.
Una resolución aún más llamativa porque desafía a Vincent Bolloré, el multimillonario responsable del todopoderoso grupo Vivendi, bien conocido en su país por su proximidad con la extrema derecha.
Vivendi, por cierto, lleva tiempo queriendo ampliar su presencia en España. Ya posee un 11,8% de Prisa, la sociedad matriz de El País y la Cadena SER, y no es ningún secreto que le gustaría hacerse con el control de ambos medios. Periódicamente, aparece citado, además, como un firme candidato a hacerse con el control de Mediaset, la compañía propietaria de Telecinco y Cuatro.
Aquí, en cambio, las televisiones privadas campan a sus anchas, sin que nadie se plantee siquiera revisar si han cumplido las obligaciones que conlleva su licencia antes de volver a concedérsela.
Sin examen
Es lo que hizo el Gobierno de Pedro Sánchez el pasado mes de junio: renovar el derecho de Atresmedia (cinco canales), Mediaset (seis canales), Veo Televisión (dos canales) y Net TV (dos canales) a seguir emitiendo durante los próximos quince años, lo que, al menos sobre el papel, perpetuará el ecosistema audiovisual español, al menos el convencional, hasta el año 2040.
Un plazo muy largo, casi una generación, justificado en nombre de la seguridad jurídica a los operadores, pero que también da menos oportunidades a la competencia. Y muy superior a los tiempos que rigen el sector en nuestro entorno: diez años en Reino Unido, entre cinco y diez en Alemania y Francia, seis en Italia y ocho en Estados Unidos.
El único cambio previsto en ese panorama es la previsión del Gobierno de licitar una nueva licencia de TDT para un canal en abierto con cobertura nacional, lo que podría reconfigurar el panorama televisivo en el corto plazo. La fecha inicialmente prevista se había ido retrasando, pero este martes el Consejo de Ministros ha abierto el concurso: a partir del 20 de octubre y hasta el 20 de noviembre, cualquier operador interesado podrá presentar su candidatura a través de la sede electrónica del Ministerio para la Transformación Digital.
Una vez cerrado el plazo, el Ejecutivo tendrá un año para decidir quién se lleva el codiciado espacio. ¿El objetivo oficial? Aumentar la representatividad de los “intereses y corrientes de opinión de la sociedad” a través de una oferta audiovisual con mayor número de contenidos y más diferenciada, asegura el Gobierno. Esta es la televisión a la que iba a aspirar Prisa, y a la que su presidente, Joseph Oughourlian, acabó renunciando.
El modelo español dista mucho de los principales europeos. En Italia manda la Autorità per le Garanzie nelle Comunicazioni (AGCOM), que se encarga, entre otras cosas, de regular y vigilar la actividad de radios, televisiones y plataformas audiovisuales, proteger el pluralismo informativo y el derecho a la información.
Tiene competencias sancionadoras, elabora informes y códigos de conducta, y asesora al Parlamento y al Gobierno italianos sobre políticas de comunicación y medios. Es el Gobierno el que decide la concesión de una licencia, pero siempre previo análisis y evaluación de AGCOM, que también puede proponer la revocación al ministerio correspondiente.
Francia, Alemania, Reino Unido
En Francia vigila y dilucida directamente el organismo independiente, Autorité de régulation de la communication audiovisuelle et numérique (ARCOM), con potestad efectiva para autorizar o renovar licencias y también para excluir canales por razones fundadas. Lo mismo sucede en el Reino Unido, donde es la Office of Communications (OFCOM) la que decide las licencias de emisión de las televisiones privadas.
En Alemania rige el modelo federal. Deciden las autoridades independientes de cada Land (Landesmedienanstalten), con una normativa marco que ha modernizado licencias y regulaciones.
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En Estados Unidos existe una autoridad formalmente independiente, la Federal Communications Commission (FCC). Es quien resuelve sobre licencias y regulación, sin necesidad de aprobación posterior por parte de nadie. Pero su composición, aunque se renueva escalonadamente, la pone bajo sospecha, porque sus miembros son nombrados por el presidente y confirmados por el Senado.
En la práctica, parece cualquier cosa menos independiente. El pasado mes de septiembre, el presidente Donald Trump instruyó al máximo responsable de la FCC, Brendan Carr, para que presionase a la cadena ABC con el fin de suspender el programa Jimmy Kimmel Live! tras unos comentarios del presentador sobre su actitud ante el asesinato de Charlie Kirk.
Carr, en una entrevista en un podcast conservador, advirtió que la FCC podría tomar medidas contra las emisoras afiliadas a ABC si no se actuaba contra Kimmel: “Podemos hacerlo por la vía fácil o por la difícil”, amenazó. La cadena, propiedad de Disney, dio marcha atrás ante las protestas que generó su decisión inicial y acabó reponiendo el programa de Kimmel.
El régimen legal de la televisión privada en España contiene una paradoja. La concesión y la renovación de licencias de televisión privada, a diferencia de lo que sucede en otros países de nuestro entorno, depende directamente del Consejo de Ministros, lo que en teoría otorga al Gobierno de turno un poder enorme a la hora de configurar el espacio mediático audiovisual convencional.