Siento un vacío apacible donde antes tenía opiniones sobre Internet. Tal vez sea un efecto del insomnio intermitente: demasiadas madrugadas conducen como un corredor de la muerte a horas de scroll. Las imágenes y textos que desfilan por la pantalla se han despegado de cualquier causa y sentido. Flotan libres en un magma opaco, inmune a la interpretación. Su relación con el mundo físico, con secuencias de eventos que tal vez indican tendencias o cambios en el orden social, es tenue y difusa. A ratos veo el medio digital como una obra de arte ingente y colectiva, una revancha de las masas contra la “manera moderna de comprender”, la que Susan Sontag describe como una manía contemporánea por interpretar a destajo, de empequeñecer el mundo reduciéndolo todo a un significado. En cualquier caso, mi mente ha desertado. No es que las palabras hayan perdido el poder de jerarquizar la información que obtengo del medio virtual, sino que ya no recuerdo por qué había que hacerlo.
No hace falta decir que este entumecimiento es todo menos casual. El exceso de estímulos conduce a un aturdimiento apolítico, y sobre todo acrítico con los individuos concretos que se lucran convirtiendo Internet en un gigantesco y adictivo vertedero. ¡Lo sé demasiado bien! He leído los artículos, visto los tiktoks de denuncia. Forman parte del contenido desconectado de la realidad que ameniza mis madrugadas, junto a píldoras como estas:
-Inauguran una estatua dorada de Trump sosteniendo un bitcoin frente al Capitolio.
–Los Macron prometen pruebas de que Brigitte Macron es efectivamente una mujer.
–El supuesto asesino de Charlie Kirk era aficionado a videojuegos de ‘porno furry’.
–Ministro israelí destaca el potencial inmobiliario de la Franja de Gaza.
De todas las partículas que flotan en el magma, OnlyFans parece a primera vista la más transparente. Una navaja de Ockham de la economía digital. Sus turbios fundadores la presentaron en 2016 como una plataforma inocente al estilo Patreon, donde “creadores de contenido” compartirían su “contenido” con suscriptores de pago. Muy pronto devino en un picadero virtual en el que mujeres venden sexo —en forma de vídeos, fotografías o experiencias— y hombres lo compran. Se consolidó así la era del porno influencer. La ecuación parecía beneficiar a todos: a los usuarios (más de 200 millones, la mayoría hombres), la promesa de un acceso íntimo y personalizado a sus modelos favoritas, con quienes incluso podían chatear en privado; a las modelos (unos dos millones, casi todas mujeres), la posibilidad de amasar ingresos desorbitados vendiendo contenido explícito o semiexplícito, ajustado a la cartera de cada cliente. Durante un tiempo, incluso se recubrió con una pátina de empoderamiento feminista: chicas jóvenes o casi jóvenes —estudiantes, madres solteras, trabajadoras exhaustas de jornadas interminables— podían ahora convertirse en sus propias chulas.
Y, sin embargo, incluso esta aplicación que facilita la transacción más elemental e inequívoca —dinero a cambio de sexo— abre una ventana al misterio insondable del comportamiento humano. La diferencia entre OnlyFans y el porno de toda la vida es, en teoría, la intimidad exclusiva del intercambio. El chat es el verdadero producto estrella: un señor en Cornellà puede conversar de madrugada con Mia Khalifa, contarle sus sueños y aspiraciones y pedirle, por favor, un vídeo contrapicado de su orgasmo. Solo que, en realidad, no está hablando con Mia Khalifa, sino con un filipino en pantuflas a quien pagan cinco euros la hora por fingir que lo es, y por lograr que su interlocutor se exceda en su propina. Los chatters —autónomos contratados para encarnar digitalmente a las actrices porno— forman ya un ejército global, una industria floreciente en sí misma. Y el señor de Cornellà, en el fondo, debe intuirlo: no paga por hablar con Mia Khalifa, sino por la ilusión de estar hablando con Mia Khalifa.
Con todo, para la mayoría de los mortales —o, mejor dicho, para la minoría de internautas que no pertenece a sus filas— OnlyFans sigue siendo un concepto vagamente sórdido, asociado a titulares grotescos de la prensa digital. Nuevo documental de Channel 4 muestra a la estrella de OnlyFans Bonnie Blue teniendo sexo con 1.057 hombres en menos de doce horas. El tipo de titular escandaloso —al menos lo habría sido antes de mi Gran Deserción mental— que logra colarse en la consciencia y las conversaciones de los normies. Bonnie Blue, nombre de escena de la británica de 26 años Tia Billinger, levantó un imperio en la selva competitiva de OnlyFans gracias a su falta de escrúpulos a la hora de venderse en el mercado de la atención. Su modelo de negocio consistía en citar a sus seguidores anónimos, grabar los encuentros sexuales y ofrecer los vídeos a los suscriptores de pago. Su especialidad eran los hombres casados y los adolescentes de 18 años recién cumplidos — los “apenas legales”, como les llama con cariño—, un modus operandi que le valió una expulsión de Australia. Como muchas actrices porno de OnlyFans, cuyo motor de búsqueda es muy rudimentario, recurría a plataformas como Twitter o Instagram para ampliar su base. El método era infalible: cabrear a las mujeres para que hablaran de ella y a sus hijos y maridos les picara la curiosidad.
Billinger llegó así al top 100 de OnlyFans, con ingresos que alcanzaban el medio millón de dólares mensuales. Pero en su línea de trabajo no hay espacio para la complacencia. Mantener la atención de las masas exige una reinvención constante. De esa lógica nació el reto de los mil hombres en doce horas, una performance publicitaria con la que batiría un récord no oficial, y atraería a miles de curiosos a su página. El documental de Channel 4 sigue a Billinger en el antes, durante y después de la gesta. El resultado es un retrato tan logrado como inquietante. Billinger aparece como lo que es: una empresaria que conoce a la perfección el ecosistema en el que se mueve y sabe qué teclas debe pulsar para pasarse el juego. Una de esas figuras singularmente contemporáneas que transforman la indignación y el rechazo ajeno en gasolina. La película podría proyectarse sin problema en una facultad de ADE: aunque las imágenes son explícitas, el contenido es extrañamente asexual. Las escenas orgiásticas sólo despiertan preocupaciones fisiológicas. Los desnudos de ella están desprovistos de cualquier carga erótica.
A raíz de la polémica de los mil hombres, OnlyFans cambió sus estatutos y prohibió la línea de trabajo de Billinger. Ya no le sería posible ofrecer su producto estrella, el sexo con hombres anónimos: todos sus compañeros tendrían que ser “creadores de contenido” certificados. Como un ángel caído, con un disco duro repleto de doce horas de gangbangs bajo el brazo, Billinger tuvo que buscar un nuevo hogar para su negocio. También dar con nuevos experimentos publicitarios. Uno de los últimos: participar como invitada en un pódcast con el proxeneta convicto Andrew Tate. La rueda no deja de girar; menos de un año después, “1.057 hombres en doce horas” no significa nada. Podrían haber sido 10.057 o apenas cien como en la hazaña anterior de su competidora, la también británica Lily Philips
En YouTube circula el documental que Josh Pieters le dedicó a la gesta de Philips. Al principio todo es perfectamente frívolo: cuando interrogan a uno de los hombres que espera su turno de cópula, frente a un Airbnb en el centro de Londres, éste contesta con voz distorsionada: “Nunca pienso las cosas antes de hacerlas. Simplemente las hago y luego pienso, ¿estuvo bien eso?”. Y luego llega la escena final. Philips exhausta, con los ojos enrojecidos e hinchados —según ella, por la cantidad de semen con que entraron en contacto—, intentando sin éxito encontrar palabras para describir lo que acaba de vivir. El llanto y lo que parece un estado de shock le impiden expresarse. Ese fue el fragmento que se hizo viral, el que la masa enfurecida utilizó como prueba de la depravación del experimento. Meses más tarde, Philips explicaría aquellas lágrimas como una mera válvula de escape, “el llanto típico después de un día duro de trabajo”.
El encargo de escribir sobre OnlyFans —encontrar una perspectiva nueva, fresca, inesperada sobre la aplicación más teorizada del ecosistema digital— me llevó de inmediato al centro del desierto interpretativo. ¿Qué queda por decir acerca de la nada? El ángulo político remite solamente a los viejos debates moralistas sobre pornografía y prostitución (en Suecia, donde es legal vender sexo pero no comprarlo, el Parlamento anunció el pasado mayo una ley para prohibir los pagos en OnlyFans). Me he divertido imaginando qué pensaría Camille Paglia, orgullosa defensora de la calidad transgresora del porno y de las putas, acerca de creadoras de contenido como Bonnie Blue y Lilly Philips. No fui la primera en preguntárselo: una búsqueda rápida de Google remite a una publicación en Reddit con el mismo planteamiento.
Entonces el fragmento final del documental de Philips me devolvió a las palabras de un examigo, que solía repetir que “las cosas son lo que parecen”. Un epígrafe adecuado para aquello de Oscar Wilde: “el misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”.
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*Anna Pazos es escritora y periodista. Su último libro es ‘Matar el nervio’ (Random House, 2023).
Siento un vacío apacible donde antes tenía opiniones sobre Internet. Tal vez sea un efecto del insomnio intermitente: demasiadas madrugadas conducen como un corredor de la muerte a horas de scroll. Las imágenes y textos que desfilan por la pantalla se han despegado de cualquier causa y sentido. Flotan libres en un magma opaco, inmune a la interpretación. Su relación con el mundo físico, con secuencias de eventos que tal vez indican tendencias o cambios en el orden social, es tenue y difusa. A ratos veo el medio digital como una obra de arte ingente y colectiva, una revancha de las masas contra la “manera moderna de comprender”, la que Susan Sontag describe como una manía contemporánea por interpretar a destajo, de empequeñecer el mundo reduciéndolo todo a un significado. En cualquier caso, mi mente ha desertado. No es que las palabras hayan perdido el poder de jerarquizar la información que obtengo del medio virtual, sino que ya no recuerdo por qué había que hacerlo.