TINTA LIBRE
Federalismo obstruido, autonomía desnortada
La incomprensión política de la cultura federal hizo que la demanda de descentralización política inherente a la España democrática, primero en 1931 y después en 1978, se canalizase a través de una vía propia y particular. Un camino original (el Estado de las autonomías) mediante el que se pretendía alcanzar un resultado semejante al de otros Estados políticamente descentralizados sin tener que acudir a las piezas estructurales del desconocido y repudiado pensamiento federal, sobre todo, tras la desastrosa experiencia de la Primera República.
La clave de tan singular modelo consistió en invertir el fundamento teórico del federalismo. En vez de pensar el proceso de descentralización política de “abajo a arriba”, como en el federalismo clásico, es decir, desde la pluralidad a la unidad, se perseguía transitar ese mismo camino en la dirección contraria (“de arriba a abajo”), partiendo de la indisoluble unidad de la Nación española (art. 2 de la CE) para habilitar en su interior ámbitos de autogobierno de base territorial, cuyo número, definición y contenidos se concretarían en el futuro. No se trataba de unir piezas, sino de liberar espacios dentro de una pieza única.
En apariencia, la alteración del orden no debiera cambiar la calidad del producto, razón por la que es habitual escuchar que la España autonómica ya es, en cierto modo, un Estado de tipo federal. Ahora bien, que tenga una estructura organizativa semejante no quiere decir que lo sea. La propiedad conmutativa no es aplicable a los procesos de descentralización política.
Nos acercamos a los cincuenta años de Estado autonómico, tiempo suficiente para evaluar los pros y contras de una solución que, hoy en día, por exceso o por defecto, parece no satisfacer a nadie. Uno de los motivos, el más invocado por la política y percibido por la ciudadanía, es que, al ser un proceso descendente, cuanto más se avanza, más debilitada parece la unidad del Estado, en lugar de reforzarse, como ocurre cuando la ruta se recorre en dirección inversa. Pero existe una segunda y no menos relevante razón, sobre la que se habla menos y en la que creo que conviene detenerse.
En efecto, en el federalismo, los esfuerzos políticos y jurídicos se centran en la definición, limitación y alcance de los poderes de la federación o, por utilizar una expresión más próxima a nosotros, de los órganos generales del Estado. En el modelo autonómico, sin embargo, como la unidad y el poder del Estado son un presupuesto originario, el debate político se focaliza en la progresiva y siempre inacabada delimitación del autogobierno de las CCAA, de suerte que carecemos de una imagen definida y estable de las competencias del Estado, es decir, de las potestades y políticas públicas que fraguan nuestro proyecto común de convivencia. Y no solo eso: puesto que la unidad es un a priori y no un logro, no se ha tomado en serio la necesaria articulación de mecanismos efectivos de cogobierno y de facultades de nivelación en manos de los órganos generales del Estado que aseguren, cuando menos, el “Estado social” (art. 1 CE).
El remedio paliativo que se aplicó en todos estos años ha consistido en una expansión de la legislación básica estatal más allá de lo constitucionalmente razonable, en la convocatoria de conferencias sectoriales cuyos acuerdos solo vinculan a las CCAA que han votado afirmativamente y, desde el año 2004, en las intermitentes e irregulares conferencias de presidentes, que se convocan cuando existen fondos que distribuir o en situaciones de emergencia en las que, por la naturaleza de las decisiones a tomar, nadie quiere decidir en soledad, optándose por la responsabilidad compartida. De la reforma del Senado, mejor callar.
Esta dinámica, más deconstructiva que constructiva, ha conducido a un modelo muy poco flexible de distribución del poder. Cada sentencia favorable del Tribunal Constitucional (auténtico creador del actual Estado de las autonomías) es considerada por el vencedor como un territorio definitivamente conquistado. Además, la alineación de los gobiernos autonómicos en función del eje Gobierno de España/oposición, ha contribuido decisivamente a la innegociabilidad de la competencia, como si la España necesitada de libertad de finales del pasado siglo tuviese los mismos retos y necesidades que la del presente (vivienda, dependencia, digitalización, migración…). La resolución de conflictos competenciales a golpe de sentencia ha hecho que la invocación a Santa Rita (“lo que se da no se quita”) sea una de las reglas más sólidas del modelo autonómico.
Curiosamente, nuestro sistema ha sido capaz de sobrevivir al impacto de la incorporación de España a la UE. Tanto el Estado como las CCAA han asumido con relativa quietud interna que ciertas competencias se cediesen a Bruselas. Pero la tensión se recupera de inmediato cuando se vuelve al hogar.
Cultura colaborativa
Una de las principales virtudes del federalismo es su capacidad de innovación y adaptación evolutiva, modulando la imprescindible tensión entre la federación y las entidades federadas. Cuando se necesita una legislación común y un presupuesto estatal fuerte para afrontar una situación de crisis económica, social o de seguridad exterior, el poder federal se incrementa y, cuando esas situaciones se relajan, el sistema tiende a recuperar el equilibrio perdido. La resiliencia del modelo federal descansa sobre dos factores principales: la lealtad federal, que no se identifica necesariamente con la lealtad a la Constitución, y una cultura colaborativa resistente a la competencia política entre partidos.
Desde su origen, el Estado autonómico ha sido incapaz de generar esa cultura política y ciudadana, sencillamente, porque no fue diseñado para eso. El posicionamiento político de las CCAA parece regir su única lealtad al Estado, que varía en función de la fuerza o fuerzas políticas de las que dependa el Gobierno de España. Esto es algo que ocurre en todos los Estados políticamente descentralizados, pero no con la intensidad y las consecuencias que se producen en el nuestro.
Con tal de frustrar la acción política del Gobierno de España, las CCAA gobernadas por la oposición radicalizarán la defensa a ultranza de sus competencias y el Gobierno estará dispuesto a ampliar o reducir el autogobierno de las CCAA si con ello contenta a sus aliados, asegurándose una mayor permanencia.
Recientemente hemos podido comprobar cómo el Gobierno ha acordado ceder determinadas competencias en materia de migración a Cataluña y también cómo las CCAA gobernadas por el Partido Popular, con el fin de proteger su decidida apuesta en favor de la privatización del sistema universitario español, han salido al unísono invocando la intangibilidad de sus competencias sobre universidades ante el anuncio del Gobierno de endurecer ciertos requisitos y condiciones para su creación y funcionamiento. El autonomismo no es, como el federalismo, una cultura política dotada de significación propia, sino una pose instrumental al servicio de otros intereses.
Los constituyentes de 1978 consiguieron descentralizar España rehuyendo el discurso federal. Pero su modelo de federalismo obstruido, ¿conduce realmente a alguna parte?
*Francisco Caamaño es profesor, abogado y exministro de Justicia. Su último libro es ‘Federación y reforma’, (Tirant Lo Blanch, 2020).