TINTA LIBRE

Israel, de la destrucción a la autodestrucción

Manifestación de protesta contra el gobierno de Netanyahu el pasado 19 de marzo en las calles de Jerusalén.

Gaza reducida a escombros, Cisjordania aterrorizada por patrullas de colonos, Beirut bombardeada, Siria invadida, Egipto al borde de otra guerra y el mundo entero bajo la amenaza de ser acusado de antisemitismo si alza la voz contra una orgía de sangre y destrucción que ha dejado decenas de miles de muertos civiles palestinos, además de sirios y libaneses: la pregunta que suscita el horror desencadenado por Benjamin Netanyahu y su gobierno tras los atentados perpetrados por Hamás el 7 de octubre de 2023 no es si el Estado de Israel y los israelíes tienen derecho a la seguridad, sino si, aparte de Israel y los israelíes, hay algún otro Estado y otro pueblo en el mundo que lo tenga. Porque la inalterable letanía de que Israel se defiende de enemigos más poderosos que quieren destruirlo se revela como la hoja de parra con la que su gobierno trata de encubrir crímenes atroces, que incluyen la limpieza étnica y el genocidio. A tenor del balance de daños padecidos por un lado y por otro, los bombardeos israelíes sobre Gaza no guardan ninguna proporción, absolutamente ninguna, con el ataque terrorista de Hamás, hasta el punto de que la inequívoca lógica a la que responden no es la de la legítima defensa contra una milicia, sino la del castigo colectivo contra una población indefensa. 

Antes de los atentados, se sabía que Israel disponía de uno de los ejércitos más poderosos del mundo, armado sin restricciones por Estados Unidos, que ha perdido en el lance la aureola de potencia a la que inspiraba la moral y no sólo la fuerza. Ahora se sabe, además, que esa formidable máquina de guerra ha caído en manos de un gobierno para el que ninguna vida, ni palestina ni israelí, vale tanto como el mito de que un dios, uno entre tantos, prometió una tierra a un pueblo que la perdió según sus textos sagrados, y que en 1948 la recuperó gracias a que en esa fecha se hizo realidad una utopía, el sionismo, imaginada apenas medio siglo antes por el periodista vienés Theodor Herzl. Fue la búsqueda de la completa realización de esa utopía, no la seguridad de Israel y los israelíes, lo que permitió forjar antes de los atentados de Hamás una improbable coalición de fanáticos encabezada por Netanyahu, que se ha sostenido en el poder mediante un precario equilibrio de chantajes mutuos. En el caso de algunos ministros, la causa que los anima a permanecer en ese gobierno es el extremismo. En el de Netanyahu, según la prensa israelí, la voluntad de aferrarse a la inmunidad que conlleva el cargo de primer ministro para eludir un proceso penal por corrupción. Netanyahu, sigue diciendo esa prensa, fue informado de que Hamás preparaba una matanza y no hizo nada por impedirla, bien porque prefirió prestar cobertura militar a los colonos que, desde los asentamientos ilegales en Cisjordania, organizan razzias contra los palestinos, bien porque pensó que, de producirse el ataque, distraería la atención de los miles de israelíes que se manifestaban cada semana contra su intento de someter a la justicia, en busca de impunidad. Ahora, y siempre según la misma prensa, tampoco hace nada para conseguir la liberación de los rehenes, condenándolos a una muerte segura mientras intenta anexionar más territorios y expulsar a los gazatíes para avanzar en la creación del Gran Israel, culminando la utopía.

Ausencia de proporcionalidad

De ser ciertas estas y otras informaciones, la ausencia de proporcionalidad con la que está actuando Netanyahu contra Gaza no deriva de ninguna firmeza contra el terrorismo, según sugiere la retórica que emplea, sino del desprecio hacia lo único que las sociedades civilizadas aprendieron a respetar, la vida y la instituciones, sacrificadas hoy en Israel al interés espurio de un solo hombre, su primer ministro. Las trágicas consecuencias para los palestinos y para los habitantes de la región están a la vista, por más que el mundo no se decida a intervenir y puede que sólo se resuelva a hacerlo cuando la barbarie que se tolera a Israel como respuesta a la barbarie que se condena en Hamas termine por hacer de eso, de la barbarie, el único lenguaje para resolver las controversias. Pero las consecuencias para Israel serán trágicas también, por más que aún permanezcan latentes y en penumbra. Para eludir el proceso penal que pesa sobre su cabeza, las decisiones de Netanyahu como jefe máximo de unas fuerzas armadas que están sirviendo de instrumento a una de las más crueles masacres de civiles desde el final de la segunda guerra mundial acabarán por convertir a Israel en algo así como una secta de juramentados, en la que la responsabilidad por los crímenes cometidos estará tan extendida que, llegado el momento de rendir cuentas, que llegará seguro, los ciudadanos que puedan decir “yo no hice”, “yo no participé”, “yo no avalé ni consentí”, tendrán que ser silenciados y despreciados como traidores. Porque si no son silenciados y despreciados, si no son declarados traidores a un país que Netanyahu y su gobierno quieren encadenar para siempre a una culpa colectiva irredimible, como el nazismo a los alemanes, los israelíes que hayan servido en la campaña contra Gaza sólo podrán proclamarse inocentes en un supuesto: en el supuesto, en el escalofriante supuesto, de que Israel no deje de ser una excepción internacional porque acepte finalmente respetar las reglas que aún rigen en este mundo, sino porque en ese otro mundo que Netanyahu y su gobierno han comenzado a delinear en Gaza, las reglas, todas las reglas, habrán sido abolidas.

Por el momento, una mayoría de gobiernos rechaza y trata de conjurar ese horizonte hobbesiano. Sin embargo, son cada vez más numerosas las fuerzas populistas y de ultraderecha que lo están abrazando como programa y que, decididas a ponerlo en práctica, no sólo ven en Netanyahu a un aliado posible, sino a un adelantado, a un precursor. Putin es otro, y no por razones diferentes: también Putin exhibió un flagrante desprecio de las reglas al invadir Ucrania el 24 de febrero de 2023 y, al igual que Netanyahu en Gaza, no pierde ocasión de reiterarlo bombardeando escuelas, hospitales, mercados, edificios, centrales eléctricas o depósitos de agua y de alimentos, sin distinguir entre objetivos civiles y militares. Que esas fuerzas populistas y de ultraderecha rugiendo a las puertas de los sistemas democráticos coincidan en su admiración hacia Putin y Netanyahu no es una siniestra casualidad, sino la manifestación de una corriente de fondo que amenaza el futuro de todos. 

Así, el cuestionamiento de las reglas en Gaza y en Ucrania está desencadenando una acelerada reorganización de los equilibrios internacionales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, de manera que antiguos aliados están rompiendo sus compromisos y viejos enemigos forjando nuevas alianzas en torno a ideas liberticidas. En virtud de esta corriente de fondo, de esta reorganización de los equilibrios, los Estados Unidos de Trump y la Rusia de Putin han alcanzado una entente tras la que han corrido a colocarse Viktor Orbán en Hungría, Javier Milei en Argentina o Nayib Bukele en El Salvador, entre otros. Por desconcertante que pueda resultar, esa entente es el campo que Netanyahu ha elegido para Israel, pasando por alto el hecho de que, entre sus nuevos afines, no son pocos los líderes y gobiernos que condescienden con el fascismo y el nazismo históricos, y que no dudan por ello en adoptar algunos de sus símbolos y gestos más característicos, como el saludo romano. Si Netanyahu no se siente incómodo en compañía de quienes apoyan partidos neonazis en Europa porque, a cambio, le extienden carta blanca para asesinar y destruir en Gaza ¿con qué legitimidad puede acusar de antisemita a nadie que le recuerde que bombardear poblaciones civiles es un crimen? ¿O es que para Netanyahu lo único aberrante del nazismo fue el odio a los judíos, de manera que, si ese odio es sustituido por otros, como el odio a los inmigrantes o los homosexuales, sus herederos declarados adquieren de pronto credenciales intachables para convertirse en socios y amigos de Israel?

Desde sus orígenes, el sionismo y su utopía fueron contestados entre los propios judíos por razones teológicas, puesto que la profecía del Libro señalaba que el Reino perdido no sería recuperado hasta que el Mesías no regresara. Si durante más de un milenio el judaísmo se mantuvo firme en esta creencia y no reconoció a Jesús de Nazaret como Mesías, según harían aquellos otros judíos que, más crédulos, dieron lugar al primer cisma del monoteísmo, fundando la fe cristiana, aceptar la creación de un nuevo Reino, de un Estado propio, a partir de un texto profano como el de Herzl, constituía un flagrante desafío a la tradición. De ahí que, desde sus primeras manifestaciones, el sionismo se viera obligado a tomar distancia de la profecía religiosa y a configurarse como lo que sigue siendo en estos días, una utopía política en línea con otras utopías que surgieron a caballo entre dos siglos, como la que proponía crear una patria para el proletariado o la que fantaseaba con erigir un Reich milenario para los arios. De estas utopías, la única que se mantiene en pie es el sionismo, quizá porque fue la última en hacerse realidad y porque, sólo por eso, ha sido también la última en precipitarse en el mismo círculo del que las otras no pudieron escapar, y que las llevó de la destrucción a la autodestrucción. Bajo las ruinas de la utopía soviética, sin embargo, reapareció Rusia, lo mismo que reaparecería Alemania bajo las de la pesadilla del Reich. En manos de Netanyahu y su gobierno, también la destrucción provocada por la utopía a la que rinden culto está transformándose en autodestrucción. ¿Habrá entonces alguien en Israel capaz de mirar lo que reaparecerá bajo las ruinas?

Una desposesión continuada

Los líderes laboristas israelíes acostumbran a decir que los palestinos nunca pierden la ocasión de perder una ocasión, reprochándoles que no acepten convalidar mediante una aparente negociación entre dos partes con idénticos derechos la desposesión continuada de la que ha sido víctima una de ellas. Lo que, en contrapartida, nunca se ha preguntado el sionismo, laborista o no, es si imponer a los palestinos el mito en el que se funda su utopía y su consiguiente reclamación sobre una tierra que es preciso arrebatarles era viable sin recurrir a la violencia. Cuando la utopía se convirtió en realidad en 1948, pocos en el campo sionista se hicieron la pregunta y, entre los pocos que se la hicieron, fueron menos aún los que se atrevieron a confesar la respuesta. Cuando, después, Israel emprendió una carrera hacia delante anexionando ilegalmente nuevos territorios, no fueron muchos tampoco en el campo sionista quienes se preguntaron si esta estrategia resolvía, en lugar de agravar, la cuestión de qué hacer con los palestinos que los habitaban. Netanyahu y su gobierno son, sin duda, el resultado de estos y otros silencios, que están en la base del género de Estado que Israel ha llegado a ser. Pero también son algo más: la demostración palpable de que, al final, quienes nunca perdieron una ocasión de perder una ocasión fueron los israelíes. Desde la creación del Estado, todos sus gobiernos ignoraron la evidencia de que cuanto más tardaran en reconocer el mito en el que se fundamenta el sionismo como lo que es, un mito, un mito que sólo se podía imponer a sangre y fuego, menos posibilidades tendrían sus herederos de alcanzar un arreglo con los palestinos basado en el reconocimiento y la justicia. Ahora, al arrasar Gaza y colocar a los gazatíes ante la disyuntiva del exilio o el exterminio, Israel no busca garantizar su existencia como Estado, sino afirmar su hegemonía como potencia. Una potencia, por lo demás, desentendida en razón de su poder militar de cualquier regla y cualquier responsabilidad.

Llegados a este punto, la nueva fractura que divide al mundo ante el siniestro espectáculo de la destrucción de Gaza no tiene que ver con qué posición adoptar ante los crímenes que Israel está cometiendo, sino con qué mundo queremos. Nada garantiza que las principales potencias sean capaces de dirimir esta cuestión a través de procedimientos pacíficos, según pactó en 1945 un mundo sobrecogido y en ruinas. Y lo que es peor aún, nada garantiza que, de precipitarnos otra vez en la catástrofe, la victoria vuelva a corresponder, como en 1945, a quienes creen todavía que la libertad, la igualdad y la fraternidad no es la divisa que guió una época que acaba, sino la esperanza imprescriptible que debería alentar mientras la humanidad aspire, sencillamente aspire, a merecer ese nombre.  

*José María Ridao es escritor y diplomático. Su última obra publicada es ‘Cuadernos de Malakoff’ (Galaxia Gutenberg, 2024).

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