Jeff Bezos: la termita mecánica

Al igual que otros grandes líderes tecnológicos de nuestra era, como Steve Jobs o Bill Gates, Jeff Bezos conoce bien el poder de cultivar una cierta narrativa sobre su vida. Al fin y al cabo, comenzó vendiendo libros a través de internet. Dice la leyenda, mil veces repetida, que a los 30 años abandonó un excelente trabajo en Wall Street, voló a Texas, se subió a un Chevrolet y, mientras su primera esposa MacKenzie Scott conducía hasta la Costa Oeste, él desarrolló en el asiento de copiloto el plan de negocio de lo que acabaría siendo Amazon.
Para cuando llegaron a Seattle ya tenía listos los mimbres de la primera gran tienda de internet, un monstruo del comercio electrónico que cambiaría para siempre los paisajes humanos, despoblándolos de ciertos establecimientos físicos para llenarlos de furgonetas, paquetes y mensajeros, intrincándose en nuestras vidas de tal forma que, por sus inmensas ramificaciones –también es suya la división de servicios en la nube para empresas Amazon Web Services (AWS), con una cuota del 30% del mercado que supera ampliamente a sus competidores, Google Cloud y Microsoft Azure– nos resultaría difícil prescindir de él. En EEUU, casi el 40% de todas las compras online se realizan en Amazon. En España, según datos de la CNMC, el 68% de los compradores a través de internet usan la plataforma.
Justo treinta años después de ese viaje iniciático, Bezos regresó a la Costa Este el año pasado. Se estableció en un lugar donde ya había vivido, Miami. Pero él ya no era el mismo: por el camino se había convertido en la segunda mayor fortuna del mundo, valorada en más de 200.000 millones de dólares por Forbes, una escala difícil de imaginar concentrada en un solo hombre y que simboliza la extrema desigualdad contemporánea.
Tampoco le acompañaba en el trayecto la misma mujer. Ahora planea su segunda boda con Lauren Sánchez, la expresentadora de origen mexicano junto a la que acudió a la segunda investidura de Donald Trump, quedando ambos retratados para siempre junto a Mark Zuckerberg y Priscilla Chan, Elon Musk, Sundar Pichai, Sam Altman y el resto de tecnooligarcas ultrarricos que definen hoy el poder en los Estados Unidos de Trump. Ni rastro del tipo de perfil bajo que se mantuvo discreto durante décadas.
También ha cambiado, desde luego, el mundo que él mismo ha ayudado a conformar según su visión. Ni siquiera su foco empresarial es idéntico. A principios de julio de 2021 abandonó la gestión cotidiana de Amazon para, quince días después, viajar diez minutos al espacio, cumpliendo así su sueño de toda la vida. Desde entonces dedica casi todos sus esfuerzos a Blue Origin, la empresa aeroespacial que fundó dos décadas antes y que, a pesar de ser más conocida por sus viajes de turismo espacial que por sus avances tecnológicos, aspira a hacerle la competencia al Space X de Elon Musk –la otra gran fortuna del momento, su némesis, con quien comparte una relación complicada y muchos intereses comunes–. Opera lanzamientos para la NASA, y a principios de año consiguió poner en órbita un gran cohete lanzadera que le acerca a la primera línea aeroespacial. Ya no piensa que Amazon será la aventura de su vida. “Creo que este va a ser mi gran negocio”, dijo sobre Blue Origin en una entrevista a The New York Times, “pero tomará un tiempo”.
Un mito americano
Bezos explicó en su Instagram que su mudanza se producía para estar más cerca de los lanzamientos y también de sus padres. Florida es un detalle importante en la mitología familiar. Fue el primer lugar que pisó su padre adoptivo, Miguel Bezos, tras su exilio en solitario de Cuba a los 16 años, después de que Fidel Castro expropiara el aserradero a su abuelo Salvador, nacido en el pueblo vallisoletano de Villafrechós. Miguel fue uno de los menores que acogió EEUU como parte de su Operación Peter Pan, que permitió que con la colaboración de la Iglesia católica y el exilio cubano cientos de niños de la isla se establecieran en el país.
No parece muy descabellado rastrear en estos hechos los posibles orígenes del profundo liberalismo económico en el que cree Bezos. En febrero de este año, Bezos dio instrucciones claras a sus periodistas sobre la nueva línea editorial de The Washington Post, el gran periódico que había adquirido en 2013 por 250 millones de dólares y al que no hizo demasiado caso hasta que resultó vital en su nuevo apoyo a Trump –a quien, por cierto, se opuso públicamente en su primera legislatura–: “Os escribo para informaros de un cambio que se producirá en nuestras páginas de Opinión. Vamos a escribir todos los días en apoyo y defensa de dos pilares: las libertades personales y el libre mercado. Por supuesto, también trataremos otros temas, pero los puntos de vista opuestos a esos pilares serán publicados por otros”, anunció.
Algunos periodistas relevantes dejaron sus puestos como protesta. Unos 250.000 suscriptores ya habían cancelado sus suscripciones pocos meses antes en respuesta a la decisión del periódico de cancelar su apoyo a Kamala Harris, lo que se interpretó como una capitulación ante Trump. Asegurándose el control editorial de una de las grandes instituciones de la prensa, cuyo trabajo es supuestamente vigilar a los grandes poderosos como él, Bezos expresaba su puesta a disposición del régimen republicano, igual que hizo Elon Musk transformando X en la gran herramienta de propaganda del trumpismo, o Mark Zuckerberg eliminando cualquier rasgo de conciencia social en sus redes sociales. Quedaba claro que los magnates de la tecnología eran también los dueños de la información.
Del rancho a la luna
Bezos nació en Alburquerque, Nuevo México, de Jacklyn Gise y Ted Jorgensen, una muchacha de 17 años y un joven de 19 no muy centrado. Cuando el niño tenía cuatro años, Jacklyn se casó con Miguel Bezos, a quien conoció en la escuela nocturna, y que adoptó al crío. La familia se trasladó a Houston, Texas, y después a Miami, Florida, debido al trabajo de Miguel, que había sabido aprovechar las becas de las que disponía como refugiado para licenciarse en computación y entrar a trabajar en la petrolera Exxon. El hoy milmillonario habla a menudo de una infancia idílica con largos veranos en el rancho texano de su abuelo paterno, un director regional retirado de la Comisión de Energía Atómica estadounidense, y donde ambos se entretenían encargándose de forma autosuficiente de las labores de mantenimiento de la propiedad, desde arreglar la maquinaria a cuidar los animales.
El niño Bezos vio con cinco años al hombre pisar por primera vez la Luna. Hijo de su época, se obsesionó totalmente con el espacio, y devoró sin parar libros de ciencia-ficción. En cuanto llegó a su instituto de Florida avisó a la clase de que tenía previsto dar el discurso de fin de curso. Lo hizo. Habló de la conquista espacial y de cómo en el futuro los humanos habitarían fuera de la Tierra, que quedaría convertida en una especie de reserva natural.
No ha cambiado de idea un ápice. Como él mismo explicó en una larga entrevista en el podcast de Lex Friedman, cree que la humanidad solucionará el problema del fin de los recursos naturales extrayendo materias primas del espacio. Viviremos, opina, en grandes plataformas y viajaremos de vez en cuando de vacaciones a nuestro explaneta como si fuera un resort, una visión idílica y extractivista del espacio que parece dar por perdida la Tierra y que resulta muy similar a la mantenida por Elon Musk, aunque este último prefiere colonizar Marte.
Dicho de otro modo, para ambos la respuesta al problema del agotamiento del capitalismo y la imposibilidad del crecimiento infinito se encuentra fuera de nuestra atmósfera. Bezos se imagina construyendo esa solución y facilitando a otras empresas el acceso al espacio a bajo coste, del mismo modo que Amazon conquistó y optimizó internet y se lo ofrendó a otras compañías a cambio de una situación de debilidad que, en muchas ocasiones, las ahoga. “Me encantaría ver un millón de millones de seres humanos viviendo en el sistema solar. Si tuviéramos un millón de millones de personas, tendríamos, en cualquier momento, a mil Mozarts y mil Einsteins. Nuestro sistema solar estaría lleno de vida, inteligencia y energía. Y podemos sostener fácilmente una civilización de ese tamaño con todos los recursos que hay en el sistema solar”, dijo a Friedman.
En la introducción al libro Crea y divaga, donde se recogen algunos de los escritos de Bezos, en su mayoría cartas y reflexiones internas sobre Amazon, el escritor Walter Isaacson lo compara con Einstein o Leonardo por su creatividad e imaginación, capaz de revolucionar varias industrias, desde el retail a la computación. Pero donde él encuentra un genial rasgo de carácter (“nunca ha dejado atrás sus años de asombro. Conserva una curiosidad insaciable, infantil y alegre por casi todo”) es fácil vislumbrar fantasías inmaduras y éticamente cuestionables: el mundo actual sufre serios problemas, y algunos de ellos son directamente acelerados por una empresa del volumen de Amazon. O, como le dijo una vez el senador Bernie Sanders, después de que se supiera que una décima parte de sus trabajadores en Pennsylvania y Ohio recurrían a cupones de comida para subsistir: “En lugar de intentar explorar Marte o ir a la Luna, ¿qué tal si Jeff Bezos paga a sus trabajadores un salario digno?”.
La lista de críticas a Amazon es amplia y está bien documentada: apenas paga impuestos, pero aprovecha las infraestructuras públicas para su negocio; hace lo posible por impedir la sindicación de unos empleados exprimidos e hipervigilados que trabajan en condiciones extenuantes (fue famoso el caso de repartidores tan presionados que orinaban en botellas de plástico porque no podían perder un minuto); sus prácticas monopolísticas y su trato a terceros están en la mira de las autoridades europeas y estadounidenses; el impacto ecológico de sus envíos y sus centros de datos es descomunal. Por ejemplo, la ampliación de las tres instalaciones de la compañía en Aragón consumirá más energía que toda la comunidad autónoma, además de unas cantidades de agua ingentes. A cambio, promete 17.500 nuevos empleos. Aunque Bezos anunció en 2022 que donará en vida gran parte de su fortuna, sus esfuerzos filantrópicos han sido muy cuestionados, por insuficientes y tardíos. En 2020 donó 10.000 millones para la iniciativa contra el cambio climático Bezos Earth Fund.
Cómo cambiar el mundo
Dos anécdotas juveniles dan cuenta del carácter y la visión de Bezos, basada en la “búsqueda de la verdad”, generalmente a partir de datos, y la toma de decisiones pese a quien pese. De niño, harto de que su abuela no le hiciera caso cuando le suplicaba que dejara de fumar, calculó los años de esperanza de vida que había perdido por su mal hábito. Ella se puso a llorar y su abuelo le dijo: “Jeff, un día entenderás que es más difícil ser amable que ser inteligente”. La segunda historia ocurrió en Princeton, cuando llegó como un alumno modélico dispuesto a convertirse en físico teórico y se encontró, por primera vez, con un obstáculo inesperado. Se dio cuenta de que no era el más listo de la clase, así que decidió cambiar de carrera, porque creyó que en la informática tendría más oportunidades de ser el mejor. Tras unos años trabajando en finanzas, leyó que los servicios de un incipiente internet estaban creciendo a un ritmo de un 2.300% anual y se subió a la ola tecnológica contemporánea.
La tienda de libros iniciada en un garaje y financiada con el dinero de sus padres, a quienes también hizo ricos, fue un éxito inmediato, y pronto añadió todo tipo de productos a su catálogo. Se benefició de la larga cola de internet, es decir, de la capacidad de los comercios electrónicos de dar salida a todos esos productos que no son ni los más vendidos ni de uso diario, pero que desearemos en algún momento. Amazon sobrevivió a la crisis de las punto com.
Llegaron la compra en un solo clic, que eliminaba fricciones en el comprador y facilitaba enormemente la venta; el marketplace, es decir, la posibilidad de que terceros usaran su plataforma para vender; Amazon Prime, una gran novedad en la distribución y la relación con el cliente. Creó Amazon Web Services, la división de alojamiento y computación en la nube que transformó el modo en el que trabajan los equipos técnicos y supuso en realidad otra gigantesca empresa hermana. Vinieron también el Kindle, con su servicio instantáneo y casi mágico de descarga de libros; su asistente de voz Alexa, inspirada por Star Trek; la productora Amazon Studios (que incluye Metro-Goldwyn-Mayer) y la distribuidora Amazon Prime Video; la plataforma de streaming Twitch; la compra de los supermercados Whole Foods, que permitió enviar productos frescos. La tienda de libros se transformó en un ecosistema completo.
Con los años, Bezos se ha ido convirtiendo entre algunos en un ídolo empresarial no solo por estos éxitos, sino también por sus teorías sobre el management y su implacable ejercicio. Isaacson destaca cinco claves en su filosofía: el trabajo a largo plazo (además de su carrera de fondo con Blue Origin, esto se ejemplifica con el reloj de los 10.000 años, una especie de obra de arte futurista que está instalando en su rancho de Texas para representar el paso del tiempo); la obsesión con el cliente (y, por tanto, con el precio bajo); el odio al Power Point (es famoso por preferir informes escritos de seis páginas que cada participante en una reunión lee en silencio antes de comenzar a hablar); el foco en las grandes decisiones (que divide en reversibles y no reversibles); y la insistencia en contratar a las personas adecuadas. También es famosa su idea del day one, que viene a decir que las empresas comienzan a acomodarse desde el segundo día de su nacimiento, y que hay que trabajar siempre como si fuera el primer momento.
La mítica obsesión por la atención al comprador de Amazon tiene, desde luego, otra cara. “Constantemente les recuerdo a nuestros empleados que deben tener miedo, que deben despertarse cada mañana aterrados. No de nuestra competencia, sino de nuestros clientes”, escribió él mismo. Todos los trabajadores están sometidos a un sistema de evaluación continua a través del análisis de datos en una especie de darwinismo corporativo que acaba con el despido de los más débiles y una amplia rotación laboral. En realidad, a Bezos tampoco le interesa demasiado conservar a los trabajadores: sus experimentos con el reparto con drones son casi una parodia de la idea de eliminar al intermediario humano, y llevan tiempo investigando la forma de automatizar del todo sus centros de logística, una innovación que creen que estará lista dentro de unos años. En EEUU, Amazon es el segundo empleador privado. En España, tiene en nómina a 25.000 personas fijas.
Una vía de escape
En su obra The end of reality, Jonathan Taplin defiende que los tecnócratas que hoy conjugan el poder económico y político están construyendo cuatro peligrosas fantasías escapistas sobre el futuro, redirigiendo hacia ellas cantidades ingentes de capital real: las criptomonedas, el Metaverso, el transhumanismo y –la más relevante en el caso de Bezos– la huída de la Tierra para colonizar el espacio exterior.
Ninguna de ellas resuelve los retos actuales de la humanidad; todas son peligrosas en términos morales, políticos y económicos. “Aquí está el problema que Gramsci comprendió: la transición de lo viejo (economía extractiva, dominio blanco, medios de comunicación verticales) a lo nuevo (energías renovables, sociedad pluralista, medios de comunicación horizontales) está llena de síntomas morbosos, que van desde la violencia política hasta políticos oportunistas como Trump, pasando por dislocaciones económicas inesperadas, a medida que la destrucción creativa de los disruptores entra en escena. En medio de este caótico interregno, tanto empresarios como políticos han creado fantasías para ayudar a guiar a la sociedad hacia los fines que buscan”, escribe. Y esos fines no son, para él, en absoluto democráticos. Tradicionalmente, “el fascismo se ha apoyado en la propaganda, el mito y una sensación de irrealidad”, dice.
Existe una ironía que escapa a la narrativa construida por Bezos sobre sí mismo. El pragmático ingeniero que construyó un imperio afinando la maquinaria de la compra online se dedica ahora a fantasear sobre el espacio; como si después de dedicar su vida a perfeccionar el capitalismo –precio, consumo, distribución, productividad, crecimiento– ahora necesitara buscar una solución grandilocuente a los problemas que él mismo ha contribuido a crear, enfocando el resto de su tiempo en una huída hacia adelante (o mejor dicho, hacia arriba, hacia el espacio). Pero cómo convencer a un hombre que se ha contado a sí mismo la historia de que su inteligencia, su trabajo duro y su voluntad de hierro han sido recompensados con una fortuna ingente de que puede, quizás, estar fatalmente equivocado.
*Delia Rodríguez es periodista especializada en tecnología en ‘El País’.