TINTALIBRE
Medicamentos: cuando el mercado nos hace sentir enfermos y nos enferma

En los últimos 20 años en todo el mundo –y sobre todo en los países ricos–el consumo de medicamentos se ha duplicado. Ha aumentado el número de personas que consumen algún fármaco, los tratamientos son más largos, a veces para toda la vida, y mucha gente consume varios fármacos al mismo tiempo. De las personas mayores de 70 años, la mitad toma cinco o más medicamentos de manera continuada. En los últimos 10 años se ha duplicado el consumo de analgésicos y el de los analgésicos derivados del opio se ha multiplicado por mil en 20 años. Seis de cada diez mayores de 65 años toman omeprazol. Una de cada diez personas toma un medicamento para dormir; el consumo se concentra en las personas mayores, las mujeres, las personas pobres y las personas en paro. Y crece el consumo de medicamentos para la depresión: en 2023 en Cataluña (8 millones de habitantes) fueron recetados a más de 1,2 millones de personas.
Lejos de ser debido a avances científicos o médicos, el crecimiento del consumo de medicamentos está siendo el resultado de la presión de la industria farmacéutica para asegurar la expansión del mercado. Las compañías farmacéuticas, que constituyen el tercer sector de la economía mundial tras el narcotráfico y el armamento, han logrado que se modificaran profundamente los criterios de su legislación, regulación y prescripción médica. El consumo ha alcanzado niveles que van mucho más allá de las necesidades sanitarias y ponen en peligro la salud pública.
Se tiende a pensar que los fármacos son como balas mágicas, que llegan allí donde hay una alteración causante de una enfermedad, reparan el proceso estropeado y no tienen otras acciones ni efectos. Esta concepción es intencionadamente simplista. En realidad, un fármaco es una molécula extraña al organismo que ejerce múltiples acciones biológicas. Cada una de estas acciones da lugar a varios efectos, según la dosis. Por tanto, todos los fármacos pueden ser causa de los efectos beneficiosos que de ellos se esperan, pero también de efectos adversos. Por ejemplo, la morfina y otros productos similares pueden calmar un dolor, pero a dosis excesivas también pueden causar la muerte, porque deprimen la respiración.
Todos los fármacos pueden ser causa de efectos adversos; si alguno está desprovisto de ellos es que no tiene acción farmacológica. Al mismo tiempo, los fármacos pueden ser causa directa o contribuir en mayor o menor medida a todo tipo de enfermedades: digestivas (por ejemplo, hemorragia intestinal), cardíacas (infarto de miocardio, insuficiencia cardíaca, arritmias), respiratorias (asma, neumonía), neurológicas (ictus, demencia, parkinsonismo, movimientos anormales, vértigo, etc.), psiquiátricas (todas), etc. En nuestro medio, los efectos adversos graves de los medicamentos son muy frecuentes: de cada cinco pacientes que ingresan en un hospital, uno padece una enfermedad causada por un medicamento. Los medicamentos son causa de una epidemia de efectos adversos, los cuales se han convertido en una de las principales causas de enfermedad, incapacidad y muerte.
En España, de un total de unos 5 millones de ingresos anuales en hospital, entre 500.000 y 800.000 serían causados por medicamentos. Solo en hospitales mueren unas 16.000 personas al año a causa de efectos adversos de fármacos, una cifra parecida a la de las muertes por enfermedad de Alzheimer o por enfermedad respiratoria crónica (y diez veces más alta que la de muertes por accidente de tráfico). La lista es interminable: cada año, decenas de miles de casos de fractura de fémur atribuibles al consumo de psicofármacos, omeprazol y otros, miles de casos de neumonía atribuibles al consumo de psicofármacos, corticoides y otros, miles de casos de arritmia cardíaca (fibrilación auricular) y de muerte súbita por arritmia cardíaca, miles de casos de diabetes, centenares de miles de disfunción sexual, etc.
Centenares o miles de estudios publicados en revistas científicas muestran que más de la mitad de los medicamentos que se prescriben son innecesarios, están contraindicados, no son los adecuados para aquella persona o son prescritos a dosis demasiado altas. Una gran parte de las enfermedades causadas por los medicamentos es pues imputable a unos sistemas sanitarios cuya inteligencia ha sido secuestrada por las empresas proveedoras, en primer lugar las compañías farmacéuticas.
En mi libro Crónica de una sociedad intoxicada describo elementos sistémicos de alcance global que a mi juicio se encuentran en el origen de esta epidemia:
-El sistema de patentes instaurado por la Organización Mundial del Comercio desde su creación en 1995 otorga a la compañía titular el derecho exclusivo de explotación de cada nuevo fármaco durante 20 años. El sistema global de las patentes está en el origen de los precios estratosféricos de algunos nuevos medicamentos, con la tensión que esto supone para la economía de los sistemas sanitarios. Lejos de ser un estímulo para la innovación terapéutica, las patentes han promovido la comercialización de nuevas moléculas que no suponen avances terapéuticos reales. Las patentes han inhibido la investigación sobre problemas capitales de salud pública global, como por ejemplo las infecciones resistentes a los antibióticos. Además, han multiplicado el poder y la influencia de la industria y han estimulado la agresividad del marketing para promover un consumo masivo de estos fármacos.
-Los nuevos fármacos son descubiertos y estudiados por la compañía titular de su patente. Casi siempre los resultados obtenidos en la investigación clínica son secretos. Si no son favorables, no son publicados, o bien se publica una versión maquillada, o simplemente inventada. Desde principios de siglo se acumulan las pruebas de que la investigación clínica publicada sobre los nuevos fármacos es a menudo fraudulenta y casi siempre engañosa. A pesar de ello, las autoridades reguladoras los dan por buenos, sin que exista un control efectivo sobre la veracidad de los datos recogidos.
-En los últimos años la industria farmacéutica ha inspirado las legislaciones y las normas de la regulación y el consumo de medicamentos, de manera que los estándares para obtener la autorización de un nuevo fármaco han sido rebajados. Legisladores, reguladores, políticos y gestores del sistema sanitario son literalmente comprados. Los profesionales sanitarios son seducidos por mensajes de falsa ciencia, con el eslogan seguro y eficaz, con la colaboración de sociedades médicas y expertos corruptos. La industria ha capturado a las agencias reguladoras las que conceden la autorización de comercialización, que a menudo son financiadas en más de un 80% por fondos aportados por las compañías reguladas. A pesar de que pueda parecer que los medicamentos son estrictamente regulados, se autoriza la comercialización masiva de nuevos productos con eficacia y seguridad insuficientemente evaluadas y demostradas.
-La influencia del mercado ha promovido la fascinación por los medicamentos y otras tecnologías, entre los profesionales y en el conjunto de la sociedad. Ha contribuido a cultivar una medicina que aplica protocolos pretendidamente basados en pruebas científicas. Se tiende a convertir a la persona en una (o varias) etiqueta diagnóstica, que es evaluada y tratada con protocolos e intervenciones que consideran poco o nada la trayectoria, el contexto y la situación de cada persona. Al mismo tiempo, los sistemas sanitarios han renunciado a ser empresas basadas en el conocimiento y se han convertido en uno de los principales causantes de enfermedad, incapacidad y muerte en la sociedad actual.
-Los Estados no ejercen la función que se les supone. Miran hacia otro lado cuando se exageran o se inventan enfermedades para que millones de personas sanas sean convertidas en pacientes que toman medicamentos que no necesitan. Miran hacia otro lado cuando las compañías promueven entre los médicos la prescripción de sus productos en indicaciones no autorizadas. Apenas intervienen sobre su prescripción innecesaria. La vigilancia de los efectos adversos es deficiente. No reclaman o denuncian a las empresas responsables por estafa cuando se descubre que habían ocultado los efectos adversos de sus medicamentos o que habían manipulado sus resultados con el fin de demostrar eficacia allí donde no la había.
-En los sistemas sanitarios el conocimiento es un valor esencial. Las decisiones que toma el médico al pedir una prueba de laboratorio o de imagen, referir a otro especialista, prescribir un medicamento, etc. se basan teóricamente en el conocimiento. A pesar de ello, los sistemas sanitarios públicos han renunciado a ser creadores de conocimiento y se han convertido en clientes ignorantes en el mercado global de las tecnologías. Compran humo (fármacos de eficacia y seguridad inciertas) a precio de oro (motivado por las patentes). Por otro lado, sus prioridades programáticas atienden más a los intereses industriales que a las necesidades sanitarias de la población. Han dejado en manos de la industria la información sobre los medicamentos y la formación continuada de sus profesionales, con la complicidad de algunos miembros de la profesión y de sociedades médicas compradas o incluso creadas ad hoc.
Las patentes pesan más.
El consumo de fármacos es un reflejo de las esperanzas que la sociedad deposita en la capacidad de la medicina para preservar la salud y para curar o aliviar la enfermedad. Esperanzas (ciertas vacunas, medicamentos para el colesterol, la menopausia, la obesidad, el niño desatento, etc.) que no son casuales, sino causales, es decir, alimentadas por los aparatos de la ideología dominante, pensamiento único o como se le quiera llamar. Lo vimos durante la epidemia de covid-19, en la que se desvió la atención del escándalo de las residencias a los confinamientos, las mascarillas y el pasaporte de vacunación covid.
En mi opinión, profesionales y pacientes deberían evitar la tecnoidolatría y ser más escépticos en relación con las tecnologías y en particular los medicamentos. No incrédulos, solo escépticos. Escépticos para saber reconocer la perversión del lenguaje, para desear y exigir pruebas más convincentes de la efectividad y la seguridad de los medicamentos y las vacunas, para reclamar una acción más decidida contra el fraude, para dignificar las profesiones sanitarias y evitar los conflictos de intereses, y para que los sistemas sanitarios promuevan un uso más saludable de los medicamentos y otros recursos terapéuticos.
*Joan-Ramon Laporte es médico farmacólogo (UAB) y autor del libro ‘Crónica de una sociedad intoxicada’ (Península, 2024).