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Milei, su ley y su selva

Simpatizantes asisten a un acto de campaña de Javier Milei, en el Monumento Nacional a la Bandera en Rosario.

Martín Caparrós

Los escritos, a menudo, cambian de sentido. Este iba a ser un encendido panfleto contra el Mal encarnado, una elegía, un gemío desgarrado por la desgracia final de la Argentina; ahora, tras su derrota relativa, es una mezcla de necrológica aterrada y suspiro de alivio y los dedos cruzados. El monstruo ya no parece irreductible, pero tampoco ha sido reducido. Como en el cuento del maestro Monterroso, sigue allí.

Él habla y habla y habla. Sabe que la lección de Goebbels es cada vez más cierta: “Miente, miente, miente que algo queda; cuanto más grande sea una mentira, más gente la creerá”. Joseph Goebbels fue el ministro de “Ilustración Pública y Propaganda” de Adolf Hitler y no contaba, pobre, con los medios de difusión actuales. Él, en cambio, sí. Así que habla y habla y habla, miente y miente y miente y sabe que algo queda. Como unos días atrás, cuando dijo que una de sus rivales había sido terrorista y “puesto bombas en jardines de infantes”. Los que saben saben que eso nunca sucedió; los que no saben –muchos más– se horrorizan y condenan a la arpía. Miente, que algo queda.

Javier Gerardo Milei nació en la Ciudad de Buenos Aires el 22 de octubre de 1970: acaba de superar su cumpleaños quincuagésimo tercero –sí, así son las palabras– con más nervios que nunca, preguntándose si los argentinos lo nombrarían su jefe. ¿Qué hace un hombre cuando millones están por decidir su vida? ¿Qué hace cuando su vida amenaza con volverse tan distinta? ¿Qué hace cuando no? ¿Qué se dice para creer que casi sí?

El licenciado Milei viene de una familia de aquella clase media argentina cuyo quebranto ahora le da alas: su padre era un chofer de autobuses que prosperó y se compró el suyo propio y después más; su madre se ocupaba de la casa y sus dos perros pekineses y sus vestidos apretados; su hermana mayor se ocupaba de él. El chico era tímido, retraído, y su padre le pegaba mucho y le explicaba que era un inútil absoluto. (Esos padres desdeñosos y/o agresivos reaparecen: Cristina Fernández tuvo, su marido Kirchner también tuvo, también Mauricio Macri; quizá sea la manera de formar un líder argentino).

El niño Milei fue a una escuela católica de varones solos: no tenía amigos y lo burlaban hasta que se peleaba en remolinos. Su historia, durante años, fue vulgar. Quiso ser futbolista; fracasó enseguida. Después quiso ser baterista de una banda que tocaba covers de los Rolling Stones: fracasó prontito. Entonces entró a estudiar en una universidad privada de segunda y consiguió terminarla: se volvió economista.

Yo lo vi por primera –y única vez– hace cuatro o cinco años, en una radio porteña. Me habían entrevistado, me preparaba para irme y vi llegar un señor con unos pelos estrepitosos, producidos para que nadie pudiera no mirarlos. Me quedé mirándolos, los olvidé enseguida. Mientras me tomaba un café junto al estudio oí unos gritos tremebundos. Miré de nuevo: sentado ante un micrófono, el Señor de los Pelos contestaba –¿contestaba?– las preguntas de los periodistas con un mix de citas de predicador evangelista y puteadas de barra brava. Lo escuché un ratito: no pude discernir, en sus ladridos, ninguna idea, me aburrí, me fui.

Después me contaron quién era: un economista neoliberal, me dijeron, muy extremo, algo así como esos libertarian norteamericanos que se la pasan chillando contra el Estado a menos que lo necesiten para matar negros, latinos o iraquíes. ¿Y de qué trabaja? Bueno, ahora está mucho en los medios, me dijeron, lo traen porque es un buen payaso pero también maneja algunas inversiones de Eurnekián. (Eduardo Eurnekián, 91, sigue siendo uno de los hombres más ricos de la Argentina, dueño de campos y de televisiones y de todos los aeropuertos del país y alrededores: su corporación cotiza en Wall Street. Y fue él quien financió la aparición de su empleado con vaya a saber qué intenciones. Aunque últimamente se disgustó y salió a condenarlo: “En la Argentina no estamos para aguantar a otro dictador”, dijo a la prensa propia y ajena. Las lealtades están hechas para ser traicionadas).

Hace ocho o nueve años el licenciado Milei intentó ser consejero de un viejo político peronista, Daniel Scioli, pero perdió con él aquellas elecciones y se buscó otros derroteros: básicamente, insultar a los viejos políticos. Hace cinco o seis años, siempre con el apoyo moral y económico del señor Eurnekián, el licenciado Milei empezó a aparecer mucho en radios y televisiones. Les servía a su patrón y otros patrocinadores para llevar adelante operaciones políticas de acoso y derribo; a muchos jóvenes hartos, porque decían que por lo menos “dice lo que piensa, dice la verdad”; a sí mismo, porque por fin pudo cambiar el pisito que le había regalado su padre veinte años antes en un barrio modesto, donde sus cuatro mastines no cabían y producían un olor insoportable, por un chalet elegante en un barrio privado y demostrarle que no era tan inútil. Su prédica contra el lucro político le resultó muy lucrativa. Y pudo comprarse trajes nuevos, pero no por eso dejó de aparecer, de vez en cuando, disfrazado de Batman o de Wolverine o de viejo rockero. Traía rating, porque sus insultos eran entretenidos, así que resultaba un gran producto: garantizaba por lo menos una barrabasada, algún disparate que todos los demás comentarían, que las redes sociales difundirían a miles o millones.

La conducta privada de Javier Milei puede hacernos creer que está algo trastornado: su convivencia con sus cuatro mastines ingleses –sus nietos, dice–, clones del primero. Su aversión, dice, por el sexo común y su sola aceptación del sexo tántrico. Su soledad empecinada. Sus cabreos constantes, insistentes. Y sus proyectos políticos pueden hacernos verlo como un troglodita de la supuesta libertad, un alienado del mercado que no cree en otra forma de convivencia fuera del intercambio de bienes y dineros –aunque sirva para la compraventa de personas. Sus discursos públicos son de una pobreza franciscana, emitidos con el tono del jefe de una barra futbolera. Deploran la decadencia nacional, condenan a “políticos chorros y periodistas ensobrados” y, sobre todo, al Estado, proponen “abrazar la libertad” y prometen, a cambio, “volver a ser la primera potencia mundial en 20 o 30 años”.

El licenciado Milei es una persona peculiar –y la palabra peculiar es tan amable. Juan Luis González, su biógrafo más leído, cuenta una entrevista de televisión donde pusieron en pantalla fotos de un mastín inglés, una especie de perro. Y que entonces el señor Milei empezó a balbucear “Ahí está Conan, está Conan, ese es Conan”, y lo definió como su hijo, Conan Milei, su “verdadero y más grande amor”. Lo que no dijo fue que el perro llevaba varios años muerto. Quizá porque, dice, se comunica regularmente con él a través de una médium especializada en animales y le pide consejo en los asuntos importantes de la política y la vida. Y el perro Conan, que está sentado junto al Uno –dice Milei, para decir su dios– le anunció que el Todopoderoso le había asignado una misión: tenía que salvar a la Argentina y, para eso, debía ser su presidente. Algo parecido le había dicho Jesús en las tres visitas que –dice que– le hizo pero que no cuenta demasiado para que no lo den por loco. Los argentinos siempre siguieron a sus dioses –ya sea el israelita, el palestino, Maradona, Messi–: si uno lo había ordenado correspondía intentarlo.

En 2021 se lanzó al camino: decidió presentarse como candidato a diputado por un partido nuevo y suyo, “La libertad avanza”, y, oh sorpresa, se ganó un lugar. Fue muy poco al Congreso, no presentó proyectos, pero usó esa silla para mostrarse más: desde entonces, la imagen del Señor de los Pelos –a veces rubios, otras veces quién sabe–, con los ojos excesivamente azules y el reflejo, en cuanto viene foto, de levantar los dos pulgares cual Churchill tartamudo y bajar la cabeza para esconderse la papada, empezó a aparecer por todas partes.

Pero, por supuesto, esa cara laboriosa y rebuscada se hacía escuchar por las estupideces que decía: que había que quemar el Banco Central, que estaba a favor de la venta de órganos y armas, que no estaba en contra de la de niños pobres, que era obvia la superioridad moral de los capitalistas frente a esos zurdos hijos de mil putas –así, en francés en el original–, que había que reemplazar la educación pública –clave de la Argentina– por un sistema de vouchers para que las escuelas compitan entre sí, que la salud también debía privatizarse y el aborto –“un homicidio calificado agravado por el vínculo”– debía prohibirse, que no existía ninguna brecha salarial entre hombres y mujeres, que había que abolir el salario mínimo porque es una intromisión intolerable del Estado, que el papa Francisco era “un enviado del Maligno”, que el cambio climático era un invento comunista, que los militares genocidas de los 70 pelearon una guerra y cometieron algunos excesos.

Y que Donald Trump es su aliado porque todos los que luchan contra el socialismo y el colectivismo lo son y que “el Estado es una organización criminal a gran escala que vive de una fuente de ingresos coercitiva llamada impuestos” –y que “la justicia social es una aberración” y que por eso querría fundir los ministerios de Educación, Salud, Trabajo y Familia en uno solo, que llamaría “de Capital Humano”, basado en la competencia entre los proveedores.

Y, sobre todo, que hay que “dolarizar”, reemplazar el peso argentino por el dólar norteamericano. “El peso es la moneda emitida por el político argentino y por eso vale menos que el excremento, porque esas basuras no sirven ni para abono”, dijo en estos días, y que eliminarlo es la única forma de que Argentina vuelva a ser un país rico. Seguiría, para eso, el ejemplo de las grandes potencias de este mundo: ya lo han hecho El Salvador, Ecuador, Micronesia, Islas Marshall, Kosovo, Montenegro, Palaos, Panamá y Timor Oriental.

(El licenciado Milei se identifica como anarcocapitalista, una de las mayores falacias de esta época de identidades falaces. El anarquismo se define, sin ninguna duda, contra el poder. No solo el poder del Estado sino todo tipo de poder: de los patrones, del dinero, de los hombres, de los sacerdotes, de las razas, de las armas. Y el capitalismo es la forma más eficaz de consagrar el poder de la plata y sus dueños. Es obvio que no se puede ser anarquista y capitalista al mismo tiempo, salvo para engañar a los ingenuos. Que son cada vez más más y lo son cada vez más).

Tantas de sus propuestas parecen delirantes: él habla y habla y habla y después la realidad lo ataca por la espalda. Al principio sus numerosos asustados creímos que alcanzaba con contar quién era y qué decía para neutralizarlo. Fue nuestra culpa: no solo de los periodistas sino de todos los que nos espantamos ante sus barbaridades. Las difundimos porque nos parecían el mejor argumento contra él y resultaron su mejor argumento. El señor no ha conseguido tantos votos a pesar de todas esas cosas: los consiguió por todas esas cosas. El problema no es él sino los millones que quieren votar a un desquiciado, esos millones que no sabemos entender.

No importa que sea conservador, machista, negacionista de tantas verdades: es lo nuevo, no es uno de esos que arruinaron la Argentina. Por eso lo sostiene el viejo adagio de cuanto peor, mejor

Su pensador de cabecera, el libertario americano Murray Rothbard, escribió por ejemplo –y lo citó Ernesto Tenembaum en Infobae– que un padre tiene derecho a dejar morir de hambre a su hijo deforme: “Esta norma nos permite resolver algunas cuestiones espinosas, entre otras si les asiste a los padres el derecho a dejar morir (por ejemplo, no dándole alimentos) a un hijo deforme. La respuesta es, por supuesto, afirmativa, en virtud de un a fortiori derivado del derecho, mucho más general, de permitir que muera cualquier niño, deforme o no”. Milei dice este tipo de cosas: los votos de millones solo se explican porque no tienen ni idea de lo que están votando. Si a cada uno de ellos les preguntaran si está bien que un padre deje morir de hambre a su hijo dirían que no, que cómo se le ocurre. Es una muestra gratis del problema de la democracia actual: tantos que votan sin saber qué votan.

En las primarias del último agosto el señor Milei consiguió el 30% de los votos y se convirtió en el candidato más serio para ser presidente de Argentina. Su fuerza electoral son los varones jóvenes, los más amenazados por la crisis económica y la pérdida de su lugar de privilegio. Muchachos hartos de no tener ningún futuro y tener, encima, que aceptar que las mujeres no son para su uso. Muchos de ellos son pobres y lo votan en son de revancha; muchos menos son ricos y lo votan porque les ofrece la supremacía. Todos ellos lo votan porque “los políticos son subhumanos” y hay que echarlos a todos y para eso se necesita un macho –“el León”, se hace llamar el hombre– capaz de partirlos por el medio.

Y también lo votan, se supone, porque no soportaron, en pandemia, un gobierno que decretó los encierros más largos del mundo, y se lanzaron a una rebelión que consistía, ayusamente, en recuperar la libertad de circular. O sea: los que sintieron que el Estado abusaba de ellos y, ahora, quieren vengarse del Estado.

(La tendencia argentina a la psicología de café pretende que el señor Milei es alguien que la pasó muy mal en su familia, en su vida sentimental, y que entonces vive buscando una reparación a sus pesares –y que eso mismo le sucede a la sociedad argentina y que por eso este matrimonio tan inesperado).

En cualquier caso, es evidente que el licenciado consiguió monopolizar el lugar más deseado: el del único candidato capaz de ofrecer algo nuevo. El viejo capitalismo sin barreras se presenta como una novedad porque su orador tiene los pelos revueltos, grita puteadas y desprecia a todos los demás; “¡Zurdos hijos de puta, tiemblen!”, es una de sus consignas habituales. Con esas delicadezas, el señor supo responder a la urgente necesidad de algo distinto: los otros son tan malos que “un uno por ciento de posibilidades de cambio es más que lo que ya tenemos”, dicen sus seguidores.

Se trataba de echar a “los políticos”. Milei lo es, sus adláteres lo son, pero han conseguido el mejor pasaporte: hacer como si no lo fueran. Así, no importa que sea conservador, machista, negacionista de tantas verdades: es lo nuevo, no es uno de esos que arruinaron la Argentina. Por eso lo sostiene el viejo adagio de cuanto peor, mejor: Javier Gerardo Milei es el candidato que debe todo a todo lo peor.

Y eso, en la Argentina, es apuesta segura.

Milei no es un personaje dramático: es más bien patético y, sin duda, muy ridículo. Pero ese ridículo rima con algo que les pasa a tantos argentinos. Su política es la antipolítica, que es uno de los refugios más socorridos de los políticos. En su partido no hay nada nuevo: salvo su hermana Karina –“El Jefe”– y un par de amigos, todos los demás son personajes de esa “vieja política” cuya crítica le ha dado tantos resultados. Muchos de los que habían empezado ilusionados se retiraron denunciando que les querían vender los puestos en las listas electorales; quedaron los que estaban acostumbrados a pagar por esas sinecuras –y cobrar por tantas otras. Son personajes repudiados: cuando se presentan en sus elecciones locales casi no sacan votos; cuando Milei está en la boleta la ensobran diez o veinte veces más. En los dos meses que pasaron entre las primarias y la primera vuelta, Milei fue presidente in pectore. Creía que podía, incluso, ganar en la primera: no solo no ganó, sino que pasó a la segunda en la incómoda posición del perdedor, el segundón inesperado. Todavía tiene, por supuesto, sus posibilidades; muchos creemos, sin embargo, que su rival, Sergio Massa, tiene más que él.

Besos robados

Besos robados

Massa ganó las elecciones: la antipolítica tuvo muchos más votos. En un país donde votar es obligatorio, alrededor de un cuarto de los ciudadanos no votó; otro cuarto votó por el señor Milei como un modo de no votar a “los políticos”. Así que quizá pierda; quizá no. En cualquier caso, su presencia habrá producido un daño horrible: ha cambiado el paisaje argentino. Hace un año era impensable que un candidato a presidente dijera, retomando las palabras del gran asesino y ex almirante Massera, que el genocidio de los 70 fue “una guerra donde se cometieron algunos excesos”. O que el país no debe tener moneda ni Banco Central y que el único capaz de regular las relaciones humanas es “el Mercado”, así que todo puede ser comerciado si hay quienes quieran comprarlo y venderlo.

Esa será, gane o no gane, la herencia del señor Milei: la idea, que ahora muchos desesperados abrazan, de que no tenemos que tratar de construir una comunidad donde todos nos ayudemos a vivir lo mejor posible sino un campo de batalla donde cada cual consiga su provecho a costa de los otros: vender más caro, comprar más barato, pagar lo menos posible por el trabajo ajeno, no dar nada si no te dan algo. En muchos casos ya es así, pero nadie lo dice: ahora hay uno que sí y lo legitima. Con esa premisa todo va a ser muy complicado. Eso, parece, es el anarco-capitalismo. En mi barrio, antaño, lo llamábamos la ley de la Selva. Su ley, digamos, la más despiadada.

Y, además, todavía puede ganar las elecciones.

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