La obscenidad normalizada
Imagine un día laboral cualquiera. Llega a su lugar de trabajo y en la puerta le esperan un grupo de personas que, lejos de darle la bienvenida y desearle una buena jornada, empiezan a insultarle. Se zafa de ellos como puede y entra, pero el ruido continúa. Unos compañeros le gritan desde su puesto, otros se acercan sigilosamente a su oído y cuando cree que ese susurro contendrá palabras de apoyo, escucha: “Eres un mierda, hijo de puta, psicópata”. Eso, claro, si es un hombre. Si por casualidad es una mujer, la cosa cambia. Le añadirán otros adjetivos, como “fea”, “puta”, “gorda”, “feminazi”, “Charo”. No son títulos de canciones salvo esta última, perteneciente al disco Me mata si me necesitas de Quique González.
La situación planteada en el anterior párrafo es residual, afortunadamente para la convivencia de este país. Pero es un día cualquiera en las redes sociales. El 14 de noviembre de 2025, uno de los trending topic en X era ‘Panchito’. No se vayan todavía, que aún hay más.
El odio cohesiona, es tremendamente eficaz y funciona como un guante desde hace años. Es la emoción predominante en redes sociales, también en parte de la conversación pública y en los medios de comunicación. Si no insultas, no eres. Si no desprecias, no estás. El odio hacia el enemigo hace amigos, aunque no se sepa durante cuánto tiempo. El poder lo sabe, lo utiliza, lo inocula. Porque manipular a un grupo homogéneo resulta más eficiente que lidiar con individuos autónomos.
Ya no hay adversarios, sino enemigos. Y al enemigo hay que acorralarlo, cansarlo, agotarlo mientras nuestro dedo y el teclado aguanten. Pongamos un ejemplo con nombre y apellido. Tomás Guitarte, ex diputado de Teruel existe, cuyo voto era decisivo para la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, tuvo que dormir fuera de su domicilio la noche de Reyes de 2020 y necesitó protección policial, tras recibir numerosas presiones en forma de mensajes amenazantes, correos electrónicos y pintadas para pedirle que cambiara el sentido de su voto.
“El reduccionismo ideológico fomenta un pensamiento dogmático que inhibe la capacidad de cuestionar no solo a los adversarios, sino también las inconsistencias dentro del propio grupo. De esta manera, el debate público se transforma en un campo de batalla simbólico donde lo importante no es resolver los problemas, sino afianzar las lealtades y derrotar al enemigo ideológico”, escribe el antropólogo Alfonso Vázquez-Atochero en la revista Infonomy en un artículo titulado ‘El poder oculto: Control, polarización y deshumanización en la política contemporánea’.
Y ahí está solo parte del problema. Agnese Sampietro, profesora de la Universidad Jaume I, empezó a estudiar las emociones en relación con el surgimiento de Podemos en 2015. “Mientras que los discursos de los políticos hablaban de esperanza y verbos en futuro, los comentarios de los usuarios eran negativos, cargados de críticas e insultos. Nos llamó la atención”, cuenta. Un enfado que identificaron con cierto descontento generalizado de la ciudadanía, y que “los partidos populistas han capitalizado”.
Bulos e insultos
Un estudio neurológico, publicado recientemente en la revista Radiology, concluye que se activan áreas concretas del cerebro cuando los aficionados ven jugar a su equipo de fútbol, lo que desencadena emociones y comportamientos positivos y negativos. Una reacción que podría considerarse previsible, pero que va más allá de los cambios en el flujo sanguíneo de un grupo de 60 hombres aficionados a este deporte en Chile. Según los investigadores, estos mecanismos cerebrales no se limitan al fanatismo futbolístico, también se reproducen en otros tipos de fanatismo, de la religión a la política. Citaron como ejemplo el asalto al Capitolio de Estados Unidos del 6 de enero de 2021, que muestra cómo el fanatismo político puede imponerse a las normas democráticas cuando un grupo con identidad compartida es lo bastante numeroso.
La transformación de la realidad se ha convertido en una necesidad de las redes sociales, cuenta Vázquez-Atochero, que trabaja en la Universidad de Extremadura, en conversación con esta revista. “Necesitamos que alguien nos guíe y tire de nosotros, así que cualquiera puede convertirse en altavoz, y eso lleva a la polarización. ¿Te acuerdas cuando Libertad Digital endiosó y destrozó a Albert Rivera?”. Y para conseguir un objetivo, da igual si es verdad o no, porque no debatimos contra ideas, sino contra personas. “Se trata de generar fieles con batallas que no son suyas. La migración, por ejemplo”, añade.
Porque a veces se recurre a los insultos, pero en el menú también están los bulos. Sólo en 2022, aprovechando que el 18 de diciembre es el Día Internacional del Migrante, la agencia de verificación Maldita.es identificó más de 500 informaciones falsas en forma de texto, audio o vídeo cuyo objetivo era la deshumanización de este colectivo. Hablando de eficacia, el barómetro de la desinformación de Maldita.es y Oxfam Intermón reveló, entre otros datos, que uno de cada tres españoles piensa que los inmigrantes son peligrosos y que tienen privilegios respecto a los que no lo son.
El migrante en el centro de la diana, un espacio disputadísimo que ha de compartir con las mujeres y el colectivo LGTBIQ+. Hay técnicas recurrentes, dicen desde Maldita.es: atacar al feminismo mediante cuentas trol, hacerse pasar por militante o gente de partidos para desinformar, la técnica de escudarse en la parodia o las ya manidas y no por ello menos preocupantes teorías de la conspiración como el “Nació hombre” sobre la supuesta transexualidad de las esposas de los presidentes de varios países. Que se lo digan a Michelle Obama, Begoña Sánchez y Brigitte Macron.
La hoja de ruta de la deshumanización pasa por las siguientes etapas: el uso de la mentira como arma, señalar al que las desmiente (aunque no puedan decir que lo que dicen no es cierto), atacar los estudios que no les apoyan, afirmar que los expertos no valen, e introducir nuevas narrativas hasta conseguir que sean aceptadas en el debate.
En la cosa de la deshumanización, tenemos un fenómeno muy particular y muy nuestro que responde al nombre y los apellidos de Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Empezaron a llamarle dictador allá por 2018, cuando tuvo lugar la moción de censura en el Congreso y Mariano Rajoy Brey dejó de ser presidente. Allá por 2020, cuando medio planeta estaba confinado por la pandemia del coronavirus, continuaron con la ronda de piropos y esta vez le tocó el de sepulturero, debido a la cantidad de personas que morían a diario por esta enfermedad. En medio, lo de chulo, ególatra, psicópata, lo de que se aferra al poder cueste lo que cueste, que solo piensa en su propio ombligo y quizá como mucho en el de los suyos. En la Nochevieja que dio paso a 2024, un grupo de manifestantes apaleó un muñeco con evidente parecido a Sánchez al grito de “¡Un, dos, tres, colgado por los pies!” a las puertas de la sede del PSOE en la madrileña calle de Ferraz. Carlos Mazón, el día que anunció que dimitía como presidente de la Comunidad valenciana, se refirió a él, aunque no lo citara, como “una mala persona”.
Ellos frente a nosotros
Hay un tema curioso con el antisanchismo, quizá una de las primeras fuerzas políticas del país y que funciona muy bien, porque cohesiona el ellos frente al nosotros. Se vio el pasado 30 de octubre, durante las cinco horas de comparecencia del presidente del Gobierno en el Senado en la comisión del caso Koldo. Las crónicas destacaron una idea, lo difícil que se les hizo a algunos senadores tener al enemigo enfrente. Una intuye que fue, porque cuando te imaginas al mismísimo demonio y se te presenta un señor normal delante, se te caen los esquemas.
Manuel Jabois, en el óleo sobre lienzo que dibujó para el periódico El País, se centró en la figura del senador del PP Alejo Miranda de Larra y en el interrogatorio que hizo al presidente. “Miranda de Larra tenía delante a Pedro Sánchez, le hizo algunas preguntas durísimas y pertinentes, pero en cuanto Sánchez empezaba a hablar, le interrumpía a gritos. Porque lo odia. Y a quien odias, no le ganas nunca. Sánchez es demasiado listo: sabe que el antisanchismo es una enfermedad que está destruyendo a las mejores mentes de la derecha, aquellas que saben detectar los puntos débiles del Gobierno y son incapaces de atacarlos bien porque exigen bisturí, y ellos, tan finos, ya sólo quieren operar con hacha”, escribió.
Maite Taboada, lingüista computacional, directora del Departamento de Lingüística y Laboratorio de Procesamiento del Discurso de la Universidad Simon Fraser en Canadá, aporta un par de ideas para ponerle un marco teórico al problema. La primera es la contraposición entre agonismo y antagonismo. Cita para ello a la filósofa y politóloga Chantal Mouffe, que dice que el agonismo en la política implica reconocer al otro como adversario, mientras que el antagonismo conlleva entender al otro como enemigo.
“La polarización que vemos en la política, en muchos países del mundo, pasa por pensar en el otro como enemigo al que tenemos que derrotar. La versión extrema de esa visión del otro es la deshumanización (no es solo un enemigo, sino un enemigo peligroso, y un enemigo que es menos persona que los nuestros)”, recuerda Taboada.
En su opinión, el otro marco teórico es la mercantilización de la atención. “Un proceso de comunicación, de cómo los medios (todos, no solo las redes sociales) persiguen el cabreo, porque el cabreo genera atención”, afirma.
Porque el papel de los medios de comunicación en esta bacanal de negatividad es imprescindible, con tanta sed de viralización como tienen las redes. Dice Alfonso Vázquez-Atochero que operan como mecanismos que no solo informan, sino que estructuran la realidad misma. “Seleccionan qué temas son relevantes, deciden qué voces son amplificadas y qué silencios son impuestos”, cuenta. Añade que los medios no solo actúan como intermediarios entre el poder y la sociedad, sino como arquitectos de una realidad que fortalece las divisiones y refuerza las dinámicas de control. Y el impacto psicológico y social de este rol mediático es doble. Por un lado, los individuos, bombardeados por mensajes contradictorios y simplificados, experimentan un estado de desconcierto que alimenta la anomia, descrita por el sociólogo francés Émile Durkheim como el momento en el que los vínculos sociales se debilitan y la sociedad pierde su fuerza para integrar y regular adecuadamente a los individuos. Y como segundo rol, la constante exposición a narrativas de miedo, odio o euforia colectiva alimenta emociones extremas que desactivan el pensamiento crítico, genera una ciudadanía más reactiva que reflexiva.
Pensar en caliente, odiar hasta que hierva. Insiste Vázquez-Atochero en que “somos lo que somos porque cooperamos”. Y porque vivimos tiempos en los que siempre tenemos hambre… de resentimiento.
*Ángeles Caballero es periodista. Su última obra publicada es ‘Orfidal y Caballero: Diario de una mujer con carro de la compra que escribe’ (Arpa, 2025).