TINTA LIBRE

La prehistoria de Javier Cercas (o cuando Cercas no sabía que era Cercas)

Arriba, desde la izquierda, Cercas, su hermana Blanca, su padre, su hermana Sofía y una amiga de la familia con  su hermana Luisa en Girona hacia 1966. A los lados, dos fotos veinteañeras. Abajo, con su abuela paterna en Ibahernando (Cáceres), 1977.

Toni Cabanes

He encontrado un par de escenas significativas de cuando Javier Cercas estudiaba Hispánicas en la Universidad Autónoma de Barcelona a principios de los ochenta, pero ninguna de las dos sucede en Barcelona. Cercas consiguió una beca para asistir a un curso de verano de la Universidad de Santander cuyo plato fuerte, y con seguridad el aliciente principal que motivó su viaje, era la conferencia que impartiría Jorge Luis Borges. Tal como explica su amigo David Sanmiguel, que lo acompañó en la aventura: “Al final del discurso, cuando llegó el turno de preguntas, Javier le lanzó una a Borges que sonó a amenaza: ¿Está usted de acuerdo en que La intrusa es su mejor cuento y en que El mar es su mejor poema?”. Su ansia, su necesidad de acercarse a hablar con el que por entonces era su maestro absoluto, el escritor vivo que más admiraba sobre la faz de la tierra, como si intuyera que se le iba a pegar algo si lo conseguía, lo llevó a saltar sobre el escenario tan pronto como terminó el acto para salir disparado hacia él hasta ser neutralizado por el servicio de seguridad. 

Más o menos por las mismas fechas, el joven Cercas viaja por primera vez a París y lo primero que hace, como buen aspirante a escritor y atraído por el aura místico-literaria que envuelve al lugar, es presentarse en la librería Shakespeare and Company sin saber, aunque para el caso no importe, que era solo un remedo de la original. Recorriendo sus rincones, viendo y quizás envidiando a esos muchachos de su misma edad escribiendo en mesas desvencijadas en el piso de arriba, sintió que estaba donde tenía que estar, que había llegado a un santuario, a una suerte de meca patética que escondía la puerta por la que se accede al oficio: “Yo estaba seguro”, mencionará en una de sus columnas mucho después, “de recorrer los lugares que cincuenta años atrás recorrían Joyce y Pound y Eliot, y de que me estaba contagiando del tamaño descomunal de su ambición y su talento”. 

Ambas anécdotas dan cuenta de un veinteañero que no ha recibido ninguna cultura literaria de cuna y que busca de manera acuciante formar parte de algo; pero sobre todo son los símbolos perfectos de dos tradiciones, la de la propia lengua y la universal, que trata de combinar desde bien temprano, porque sabe que hacerlo es fundamental para el escritor que quiere ser, porque es consciente de que con solo una de las dos andará siempre a la pata coja. 

Javier Cercas se refugió muy pronto en la literatura y, de hecho con trece años, ya aplaca su primera crisis existencial con uno de los pocos libros que encuentra por casa, que resulta ser el San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno. Es entonces cuando empieza a leer mucho, cuando le ponen gafas sin dejar de ser un chaval popular y deportista notable, y solo unos años después, como cuenta Sanmiguel, en el momento en que “los adolescentes empiezan a salir de noche, la inclinación de Javier por la literatura ya se había convertido en una pasión”. Cercas no es un lector normal, de esos que cogen un libro de vez en cuando o incluso con cierta asiduidad, pero sin dejar que este le influya de manera directa: la literatura empieza muy pronto a dirigir el sentido del vivir de este adolescente precoz y compulsivo que lee hasta digerir, hasta agotar el sentido de lo escrito, como un vampiro hace con la sangre de su víctima, que lee, como le gusta decir, “para salvarse”. 

Aún hoy Cercas se sabe de memoria la lista de libros que se leyó durante aquel agosto de 1980, pocos meses después de haber cumplido los dieciocho años, encerrado solo en su piso de Gerona mientras el resto de la familia estaba fuera. Es esta: Forewords and afterwords, de W. H. Auden, y De profundis and other essays de Oscar Wilde; los poemas de Cavafis, en la traducción catalana de Joan Ferraté, y The waste land, de Eliot, con el comentario del mismo Ferraté; Jacques le fataliste, de Diderot, Les fauxmonnayeurs, de Gide, Rayuela, de Cortázar, y Tres tristes tigres, de Cabrera Infante. Y no la recuerda necesariamente porque fueran títulos que en seguida pasaran a constituir la piedra angular de su tradición, porque entonces todavía era demasiado pronto para tener tradición —haber leído con avidez enfermiza a Borges y Kafka no implicaba tener ninguna tradición stricto sensu—, sino por el ensañamiento y la intensidad alucinada con la que los metabolizó y que para él significaron otro hito privado, otro momento único que determinó su futuro cuando todavía se encontraba en pleno proceso de reconocimiento de lo que la literatura podía ofrecer y, por tanto, haciendo las elecciones más caóticas e intuitivas que hará nunca, aunque nunca dejará de hacerlas. 

Debió de ser por esas mismas fechas cuando empezó a leer À la recherche du temps perdu, aunque la abandonó a las cien páginas, y no la volverá a coger hasta cumplidos los treinta y cinco para terminarla después de un año en el que prácticamente no hizo nada más que impartir clases en la universidad y sumergirse en Proust. Sospecho que al menos en este segundo intento la leyó en francés, igual que algunos de los anteriores títulos citados los leyera en inglés, porque si algo comprendió ese mismo verano mientras sostenía el libro de Auden es que “las traducciones ayudan, pero no bastan” y que para acceder de verdad a la tradición universal no había otro camino que el de huir del “recalcitrante monolingüismo español”, que el de aprender más lenguas, razón por la cual se preocupó por adquirir cierto dominio también del italiano. Puede que Fernando Iwasaki estuviera exagerando cuando dijo que “la mayor parte de las citas que hace Cercas de ensayos, a la hora de analizar los textos, son de libros que ni siquiera están traducidos”, pero de no ser así, la verdad no debe de andar lejos.

Buhonero hippie

Cuando alcanzó la mayoría de edad no se atrevía a decir que quería ser escritor y de hecho ni siquiera escribía, o no lo hacía en serio. Un día, en la terraza del Bistrot, en Gerona (la misma en la que, tres lustros después, charlará con Rafael Sánchez Ferlosio acerca del insólito episodio que el padre de este vivió en el Collell), alguien le presentó a un señor cuyo nombre no consiguió memorizar: todavía no había cumplido los treinta, era “pobre como una rata” y tenía un “aire de buhonero hippie”, tal como el mismo autor lo recuerda en algún artículo. Lo que le impactó, lo que se le quedó clavado en la memoria como una espada imposible de arrancar de la roca, es que el tipo le dijo que estaba escribiendo una novela, que era escritor, el primero que Cercas conocía en su vida, aunque ni por asomo se le pasara por la cabeza que fuera a ser uno de verdad, de los buenos, de los que se lo apuestan todo con cada frase que teclean, pero que en cualquier caso era la constatación de que existían, de que eran de carne y hueso e incluso de que cazcaleaban por su pequeña ciudad de provincias. Otra evocación que lo noqueó, otro momento inconfesable que conservaría sin remedio, que su organismo guardaría como una llama con la que alimentar la hoguera de su voluntad, con que ensamblar su propio mito impulsor. No sería hasta más de quince años después, en la presentación de los cuentos recopilados en Llamadas telefónicas, justo en el momento en el que le dio la mano al autor del libro, Roberto Bolaño, que Cercas se diera cuenta “sin posibilidad de error” de que era él, de que la imagen primigenia que llevaba tantos años bien guardada en su memoria, incapaz de asociarla con las fotos que había visto del chileno, era la suya. 

Esa misma noche empezó una amistad que fue corta, porque no duró más de tres años y medio, pero que también fue intensa, en algunos tramos con llamadas nocturnas casi diarias que se alargaban durante horas y en las que fundamentalmente se dedicaban a discutir sobre la obra de los escritores que por aquel entonces les interesaban, sobre todo latinoamericanos (Cortázar, Parra, Bioy, Rulfo…) y norteamericanos (Poe, Hemingway, Philip K. Dick, Kurt Vonnegut, John Irving…). Bolaño fue uno de los apoyos más importantes que tuvo Cercas cuando regresó a vivir a Gerona y la idea del fracaso se cernía sobre él, y también un estímulo constante durante el proceso de creación de Soldados de Salamina. Pero tras el exitazo de la novela se distanciaron, dejaron de hablarse sin un motivo claro, quizá porque el autor de Los detectives salvajes nunca pensó que Cercas pudiera llegar a hacerle sombra y se acabó arrepintiendo del tiempo empleado como psicólogo, como coach, por los ánimos y los elogios proferidos, tan importantes en los inicios de todo escritor y que él nunca tuvo. 

El caso es que desde el enfriamiento de la relación solo se verían una vez más, casi dos años después de la última, con la enfermedad del amigo ya muy avanzada: fue una tarde-noche de domingo de finales de junio o principios de julio en la que quedaron para charlar un rato mientras tomaban algo en una terraza y cenaban luego en un restaurante chino de Blanes. Acabaron tarde y Bolaño le insistió para que se quedara en su casa, pero este no cedió. El lunes entrante Cercas, que ya era Cercas, se marchó a México, donde acumularía las vivencias y tomaría los apuntes necesarios para escribir una de sus mejores crónicas de viajes, La canción de Tijuana. Bolaño murió un par de días después de su regreso. El testimonio de esa noche está recogido en Bolaño en Gerona: una amistad, un texto que hiela la sangre, en el que hay una inquietud, una suerte de remordimiento, como si el autor llevara mucho tiempo incubándolo dentro, como si le carcomiera y necesitara sacarlo.

Vuelvo al Javier Cercas de dieciocho años que alberga la intención de ser escritor y que lee mucho, aunque curiosamente no la literatura española del momento, no a sus contemporáneos más próximos en el espacio, los que deberían ser sus padres literarios: Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Sánchez Ferlosio y ni siquiera Juan Benet, que llegarán, claro que llegarán, pero más adelante, porque por entonces la literatura actual de la que se empapa es fundamentalmente anglosajona, francesa y latinoamericana. En el ámbito de la tradición española lo que le atrae y en seguida le apasionará es sobre todo la etapa medieval y el Siglo de Oro, e intuye que para acceder a esa órbita esencial, a los anales de la tradición, necesitará proveerse de instrumentos filológicos: esa es en gran medida la razón por la que decide matricularse en Filología Hispánica. Cercas no llega a la universidad para entender a sus coetáneos, sino a los padres fundadores y tanto es el entusiasmo que siente por ellos que incluso en algún momento le pasará por la cabeza la idea fugaz de convertirse en hispanista. 

Pérdida de la beatería literaria

El día que pisó la Facultad por primera vez escuchó a un profesor hablar de la supuesta operación de fimosis a la que se había sometido Unamuno cuando ya era padre de familia numerosa, lo que explicaría que solo luego se le hubiera ocurrido escribir Del sentimiento trágico de la vida: era Salvador Oliva, una persona muy destacada en su biografía, que de profesor se convirtió en un buen amigo con el que nunca ha perdido el contacto. Fue probablemente durante esos años, en los que también fue alumno de Alberto Blecua, que se sumergió en Cervantes para siempre, o a través de Sergio Beser, que luego sería el director de su tesis, cuando Cercas se dio cuenta de lo absurdo que resulta proteger a los clásicos de la crítica, incluso de la más injustificada, y de que hacerlo es la vía más rápida para fosilizarlos, para que dejen de leerse. La consecuencia de esta pérdida de la beatería literaria es que en seguida aprenderá a combinar con inusitada naturalidad la lectura de estos con la de los contemporáneos, que en su cabeza estarán ya siempre en diálogo constante, consciente de que lo antiguo enseña a leer el presente en la misma medida en que lo moderno implica una reinterpretación del pasado. 

Puesto que por entonces el Colegio Universitario de Gerona en el que estudiaba, que todavía dependía de la Autónoma de Barcelona y no se constituiría como universidad independiente hasta unos años después, solamente ofrecía los tres primeros cursos de su licenciatura, tuvo que marcharse a Barcelona para acabar lo que le faltaba. Instalado en un piso de la calle Jovellanos desde diciembre de 1983, porque durante los meses previos debió salvar una fase del servicio militar, y abandonados ya los estudios complementarios para licenciarse también en Filología catalana, porque todo no podía ser, Javier Cercas lee con un encono admirable, quizá como consecuencia del gran desprecio que se inflige, porque tiene la autoestima por los suelos, porque no se acepta. Hay una imagen de esa época, una foto de carné publicada en un suplemento de la edición catalana de El País de octubre de 2002 en el que algunos articulistas del diario reflexionaban sobre cómo eran veinte años atrás: allí aparece un Javier Cercas a medio hacer, muy serio, y con una mirada un punto desafiante y hasta sicopática con la que trataba de desviar la atención de su fragilidad, un muchacho con gafas enormes y un aire a Dustin Hoffman en Perros de paja, desesperado por convencerse de que su vida también cuenta. Es una instantánea difícil que sin duda nunca le convenció o que le avergonzó, porque aunque en el texto que la acompaña asegura que “sólo he encontrado esta”, lo cierto es que la ha ido cambiando, como si se hubiera ido arrepintiendo, cada vez que se ha vuelto a publicar el artículo en algún libro recopilatorio, pues volvemos a leerlo en Formas de ocultarse (2016), combinado esta vez con un retrato de estudio con jersey y camisa, el pelo bien cortado y algún reflejo en el cristal de las gafas, como sacado de una sitcom norteamericana de los años ochenta o de la típica colección de fotos de familia que por entonces solía reposar en marcos de varios tamaños sobre la cómoda de casa de los abuelos; y también reaparece en No callar (2023), donde el rostro del anterior muchacho es sustituido por el de un hombre joven, sugerente y varonil, ya sin gafas y con el cabello rizado y algo descuidado, leve entrecejo, sombra de barba y camisa a rayas con el cuello desabrochado: la estampa clásica del hombre de la Transición. Parece mentira que sea la misma persona que la de las otras dos fotos y todavía más que sea coetáneo de estas. Parece como si Cercas, el Cercas de hoy, no tuviera demasiado bien perfilada su visión del Cercas de antaño, de su confuso yo de esa etapa y que con su indecisión a la hora de elegir cada imagen no hiciera más que exponer involuntariamente la gran inseguridad que entonces le caracterizaba; o como si el hecho de que cada vez se escogiera más atractivo (y menos irónico) fuera un reflejo del progresivo aumento de la confianza en sí mismo (y de su disminución del sentido del humor) con el consiguiente intento de mejora de la percepción que quisiera que los demás tuvieran de él. Aunque, claro está, muy bien pudiera no suceder nada de todo eso y que cada selección atendiera exclusivamente a los criterios editoriales de las publicaciones en las que se imprimió.

A principios del verano de 1985 termina la carrera, durante el invierno siguiente completa el último tramo del servicio militar y cuando llega la primavera vuelve a instalarse en Barcelona, esta vez en un piso oscuro y destartalado de la calle Pujol, en la parte alta de la ciudad, con su amigo David Sanmiguel, entonces pintor en ciernes. Tiene veinticuatro años, vive de los pequeños ahorros que ha ido acumulando como sargento de complemento del ejército y de las cien mil pesetas que le ha dado su padre, y no busca trabajo. El objetivo es empezar a escribir en serio de una vez, porque arrastra una extraña sensación de que ya va tarde, un mal presagio que se acrecentará durante los siguientes años y del que siempre culpará a Borges, porque deduce que tratar de emular a un escritor tan grande le inoculaba la idea paralizante de que el maestro ya lo había escrito todo o de que al menos uno tenía que haber leído todo lo que había leído él antes de ponerse a escribir: “para un aspirante a escritor”, le contó una vez a Félix Romeo, “encontrarse muy pronto con un escritor demasiado grande es pernicioso porque le aplasta”. El fruto de aquel aislamiento kamikaze, de aquella soledad obsesiva interrumpida a ratos para lidiar con los rifirrafes de una convivencia no siempre fácil, fueron un puñado de cuentos, en su mayoría ejercicios de alguien que todavía no había acabado de digerir sus lecturas. Quizá se lo dijo como de pasada y lo seguro es que le costó sangre hacerlo, pero cuando consiguió articular que estaba escribiendo narrativa delante de su exprofesor Salvador Oliva, este, que tenía a Cercas por uno de los mejores estudiantes que habían pasado por su aula, le pidió los manuscritos y se los enseñó al editor Jaume Vallcorba, que a su vez se los pasó a su asesor, informal pero influyentísimo, Joan Ferraté. 

El móvil

El resultado fue la publicación en diciembre de 1987 del primer lanzamiento de la editorial Sirmio (retoño en español de Quaderns Crema, en catalán), que cabría preguntarse si no fue creada ad hoc para dar salida a este volumen, a este sencillo librito de apenas ciento cuarenta páginas que comprendía cinco cuentos bajo el título del último y más extenso, El móvil, el único que se volvería a imprimir a partir de 2003 con modificaciones poco significativas con respecto del original, y del que en el momento de su renacer Francisco Rico dirá que “es obra de una perfección pasmosa no ya para un mozo de veintipoquísimos años, sino para el escritor más hecho y derecho”, una novela corta que no volverá a leerse nunca como lo hicieron sus escasos lectores de finales de los ochenta por la sencilla razón de que cuando se reeditó a rebufo de Soldados ya nadie tuvo en cuenta que aquel muchacho en brega desesperada con las palabras, pero sin oficio ni beneficio, “era un narrador de la vanguardia experimental, que por solo ello tenía asegurado un determinado tipo de recepción y un prestigio de salida”.

Ese tipo de recepción se puede personificar en la figura de un hombre que acababa de regresar a Barcelona después de pasar media vida enseñando en el extranjero: Joan Ferraté, uno de los mejores críticos literarios de toda la generación de posguerra junto con su hermano Gabriel o Gil de Biedma, una solidísima autoridad intelectual y el que mejor comprendió el valor del manuscrito de aquel chaval tan joven. El móvil fue la carta de presentación que permitió al autor acercarse a este intelectual insólito al que no le gustaba ser admirado, que siempre se resistió a ejercer de mandarín de la literatura catalana y cuya obra ha sido injustamente arrinconada por el siniestro oficialismo patriotero y nacionalista. No solo lo conoció, sino que acabó integrándose en una suerte de capillita literaria, como le gusta llamarla al propio Cercas, que giraba en torno a Quaderns Crema aunque su referente máximo no era Vallcorba, sino el propio Ferraté, y que también incluía a Salvador Oliva y Jordi Cornudella. Como casi todos vivían por el mismo barrio a menudo quedaban para comer, cenar o ambas cosas. Con el tiempo se hizo amigo de Ferraté y hasta era posible verlos paseando juntos por las calles de la ciudad riéndose de cualquier nadería, o el uno hablando y el otro escuchando con atención algo acerca de las virtudes del Quijote, la perfección del Ulysses (le regalará la edición de Gabler y otras lecturas que por entonces eran difíciles de encontrar en España, como The man who loved children, de Christina Stead), o sobre la importancia de no despreciar al lector de buena fe, que es como a Ferraté le gustaba traducir la expresión inglesa common reader y un concepto que desde entonces Cercas adoptará para sí cuando en sus columnas y ensayos se refiera al lector hedonista, a aquel al que lo que le gusta es leer y al que siempre tratará de no girar la espalda cuando escriba porque hacerlo, porque perderlo de vista para centrarse en una literatura para literatos, de consumo interno, difícil en fin, nunca dejará de considerarlo una traición a la propia literatura. 

Muchos años después Félix Romeo dirá que “Juan Ferraté es la persona de la que más cariñosamente he oído hablar —y le he oído muchas veces— a Javier Cercas”, y es que en ningún lado se ha subrayado lo suficiente todavía la influencia enorme que el más joven de los hermanos Ferraté ejerció sobre el autor en sus años de formación. No solo decidió compartir con él su tiempo y conocimiento con generosidad, no solo fue el que le aconsejó que reuniera en un libro los cuentos de El móvil, cuyo último título se convirtió en la primera novela en la que Cercas se reconocería a sí mismo como autor, sino que fue el primer lector de sus manuscritos durante toda la etapa posmoderna y la persona en la que el autor tendía a pensar consciente o inconscientemente mientras los escribía, su lector ideal, y además, como si esto no fuera suficiente, el que le abrió las puertas a sus primeras colaboraciones en la prensa, concretamente del Diari de Barcelona. En 2018 Javier Cercas publicó en el Quadern de El País un artículo largo sobre la relación con su mentor, titulado Joan Ferraté, el franctirador tímid, en el que cuenta muchas cosas que he dicho aquí pero que destaca sobre todo por un tono que hace contener el aliento del lector, por una música hipersensible que va más allá de la voluntad de estilo del que escribe, que este no puede controlar porque sale sola cuando uno se juega algo muy personal, importante de verdad, y que es el mejor testimonio de lo que aquel hombre cultísimo y cosmopolita casi cuarenta años mayor que Cercas supuso para él en el erial español de los ochenta. Salvador Oliva escribió una vez que Ferraté fue uno de los pocos que lo pusieron “en el camí recte del saber”, y seguro que Cercas no tendría inconveniente en hacer suyas estas palabras.

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