Primer y segundo sueño

No soy una persona que suela dejarse muchas cosas para el verano. Normalmente leo los libros según me apetece, y cuando era estudiante jamás me imponía grandes proyectos para las vacaciones ni me dejaba asignaturas para septiembre. Ahora suelo escribir más en verano, o al menos con más tranquilidad, pero es algo que surge de forma natural y no tan diferente al resto del año. No obstante, hubo un verano, hace unos cinco o seis años, en que sí me propuse un proyecto delirante, aprovechando que iba a pasar muchos días en mi pueblo y sin obligaciones.

Si se me deja a mi libre albedrío, soy una persona extremadamente nocturna, especialmente en soledad. Es fácil que me den las tres o las cuatro de la mañana perdiendo el tiempo o escribiendo, y muchas veces es en esos periodos cuando escribo mis mejores páginas. Esto se traduce en que, durante el verano, suelo transformar paulatinamente mi horario hasta acostarme a las cinco de la mañana y levantarme a la una de la tarde, lo cual, en general, me parece estupendo.

Sin embargo, unos meses antes de esas vacaciones que me dispongo a narrar, leí algo que me llamó la atención: el sueño bifásico o segmentado. No sé si se trataba de un vídeo de Instagram, una publicación de Facebook o un artículo de Muy Interesante o revistas similares, ni qué rigor científico tenía el texto, pero básicamente contaba que, antes de la Revolución Industrial, muchas personas dormían en dos fases, con un periodo de vigilia de unas horas en medio, que aprovechaban para hablar, hacer tareas domésticas, el amor o cualquier otra cosa. Dado que no había luz eléctrica, se dormían justo al anochecer, se despertaban naturalmente a las cuatro horas y volvían a dormirse hasta que amanecía. El sueño de ocho horas como medida higiénica no aparecería hasta que fue necesario adaptarse a horarios laborales más rígidos y exigentes (igual que otras consignas de salud, como las cinco comidas al día, provienen de una estandarización de la sociedad y de prácticas de control del cuerpo, y no tanto de un saber absoluto y atemporal, como solemos creer).

Algunas evidencias que apoyan esta teoría son las referencias a “primer y segundo sueño” en ciertas obras literarias, estudios en comunidades sin acceso a la electricidad y el texto At Day’s Close: Night in Times Past, del historiador Roger Ekirch. Además, hay motivos biológicos que explican por qué el cuerpo se despierta a las cuatro horas de sueño, y que tienen que ver con sus propios ciclos (cuatro horas de sueño equivalen a unos tres ciclos completos). Es posible que dos momentos de sueño separados por una vigilia se acomoden mejor a los ritmos circadianos y hormonales del cuerpo, como una especie de atavismo evolutivo por el cual siempre debe haber alguien despierto y alerta en un grupo humano sometido al posible ataque de otras bestias. Esta es, de hecho, una de las posibles explicaciones de por qué la gente estresada se despierta en medio de la noche y no puede dormirse de nuevo de forma inmediata: despertarte a las tres o cuatro horas de haber dormido puede ser la expresión moderna de un patrón biológico arcano, en el que el cortisol sube naturalmente para preparar el cuerpo para el día y garantizar que siempre haya alguien de guardia en el campamento. En momentos de intranquilidad, el cuerpo cree que necesitas estar alerta a las dos de la mañana para protegerte del peligro, aunque ahora, en la mayoría de los casos, este peligro o bien sea inexistente o poco tenga que ver con malvados seres que te acosan por las noches.

El caso es que, cuando leí sobre esto (como puede apreciarse, la cuestión me interesó: sigo recordando estas tonterías unos seis años más tarde), me pareció que podía ser una solución a uno de mis conflictos internos más clásicos: me encanta estar despierta de noche, pero también adoro las mañanas. La misma claridad que comienzo a alcanzar después de las ocho de la tarde y que se extiende hasta que me acuesto, incrementándose, es exactamente la misma que siento si, por alguna razón, me levanto espontáneamente un día a las siete u ocho de la mañana habiendo dormido lo suficiente (y me dura hasta la hora de comer). En cambio, las tardes siempre me han resultado inútiles: desde la sobremesa hasta antes de la cena soy más estúpida que nunca. La idea que tuve, claro está, fue intentar dividir mi sueño en dos ratos de cuatro horas que me permitieran disfrutar de mis dos momentos predilectos del día y eliminar esas pesadas tardes: podía despertarme pronto, aprovechar la mañana, comer a la una o las dos e intentar echarme una siesta de tres o cuatro horas que me despertase a las seis o las siete. Haría algo de deporte, escribiría un poco o saldría, cenaría, volvería a trabajar o a divertirme y me acostaría de nuevo a las tres o las cuatro para despertarme otra vez a las siete u ocho, esta vez de la mañana.

Parecía el plan perfecto para mí, si bien esto no era exactamente lo que hacían cavernícolas o medievales (que más bien dormían en dos turnos dentro de la noche, con un descanso en medio de dos o tres horas, coincidiendo con la ausencia de luz natural). Una siempre se cree mejor que sus antepasados.

Aunque pensé en este método desde que empezó el verano, no me decidí a probarlo hasta principios de agosto. Tras una breve investigación, decidí que lo que tenía que hacer era dormirme cuando me apeteciera en la madrugada y ponerme siempre el despertador cuatro horas y media más tarde, teniendo en cuenta el tiempo que me podía costar conciliar el sueño. Comería temprano y, cuando me entrase el sueño de la digestión, me tumbaría a oscuras en la habitación y dormiría la siesta (un instinto muy natural en mí), con el despertador puesto para las siete de la tarde, lo que yo imaginaba que serían unas cuatro horas después de tumbarme. Si me despertaba en medio de la siesta, me obligaría a permanecer en la cama al menos hasta las seis y media sin mirar el teléfono (en mi pueblo no hay mucha cobertura, y aún menos había entonces, así que no era tan difícil), para acostumbrar a mi cuerpo a la nueva rutina que estaba generando. Según leí, cambiar el patrón del sueño me costaría un mes, y ese era más o menos el tiempo que tenía. Por supuesto, esta consideración —cambiar el patrón del sueño cuesta un mes— venía de blogs o webs médicas que te aconsejaban cómo aprender a madrugar, conectar con tu ritmo circadiano o adaptarte a horarios nocturnos en caso de que fuera necesario. No encontré a nadie que recomendase el sueño bifásico para el sujeto contemporáneo, ni tampoco testimonios de colgados que hubieran decidido probarlo en sus carnes, lo cual, en retrospectiva, tendría que haberme desanimado. Decidí empezar el lunes siguiente, por limpieza, así que me puse el despertador a las siete de la mañana por mucho que me acostase a las tres o las cuatro. Me costó levantarme, como esperaba, y no fui capaz de tener la mañana lúcida a la que había aspirado. “Es normal”, me dije. “Solo es el primer día”. Fruto del sueño, me moría de hambre, así que desayuné copiosamente y luego no tenía ganas de comer a la una, como había proyectado, pero aun así lo hice, con la esperanza de que una pesada digestión mejorase un poco las cosas. Tabiqué todas las persianas de la casa y encerré al gato para que no me importunase. A las tres y media estaba en cama para cumplir con el segundo sueño del día, y la verdad es que no me costó nada conciliarlo, pero sí mantenerlo: me desperté a las cinco, sudadísima, aturdida y con la boca seca. Me obligué a quedarme en cama hasta las seis y media mientras tenía los más oscuros pensamientos sobre lo absurdo de la existencia en la Tierra — “estoy atrapada en una roca que gira en el espacio”—, cosas así. Merendé una gran cantidad de galletas, me puse a hacer ejercicio para espabilarme y me duché. Eso sí que funcionó: a las ocho estaba tan lúcida como siempre lo estoy, y me pude poner a leer y escribir sin impedimentos. Aguanté hasta la madrugada para irme a la cama y repetirlo todo al día siguiente. Pero la mañana del día siguiente fue igual de horrible que la anterior, y tampoco pude dormir una siesta tan larga como habría querido.

Este proceso se repitió durante siete o diez días: las noches me seguían yendo tan bien como siempre, pero el cómputo total de horas que dormía disminuyó de las siete u ocho a las que estaba acostumbrada (cuando estoy en mi horario nocturno casi siempre llego a las ocho sin complicaciones) a unas seis o así: cuatro por la noche y dos horas de siesta, si había suerte. No era mal inicio, pero el problema venía en esas mañanas en las que me despertaba a las siete o las ocho habiéndome dormido a las tres o las cuatro. Me levantaba enfurruñada, con dolor de cabeza, muchísima sed, la piel tirante; lo que menos me apetecía en el mundo era ponerme una playlist de piano y escribir o leer con la cabeza clara mientras me tomaba un té verde (que era lo que habría querido). En su lugar, me atiborraba de café, cigarros y azúcar para pasar el mal trago mientras veía las noticias del día en el canal 24 horas (en mi pueblo dependes de la televisión en lo que a contenido audiovisual se refiere) o Dulces e increíbles, el programa de tartas que emitían a esas horas en Divinity, un reality en el que unos pasteleros recibían peticiones espectaculares de tartas para bodas o eventos que debían realizar en tiempo récord. Recuerdo una en la que un demente pedía un pastel con forma de perrito caliente que, en lugar de tener una salchicha dentro, tenía una réplica de su propio perro reposando panchamente sobre un lecho de lechuga y kétchup de glaseado. El perro era un perro salchicha, y era su cumpleaños. Siempre me ha atormentado la posibilidad de ser una incomprendida, así que me consolaba saber que había otros seres humanos sueltos por el mundo que tenían tan malas ideas como yo. “En dos semanas estaré bien cuando madrugue y dejaré de ver esta mierda”, me prometía.

Al undécimo o duodécimo día me quedé sin batería y el despertador no sonó a las siete, así que me levanté a las doce con sumo gusto y confusión, sin ese hambre que me acosaba cuando intentaba madrugar y con ganas, por fin, de hacerme un té verde y leer un buen libro. Debería haberme escuchado en ese momento, pero no lo hice: me esforcé en dormir una siesta a las tres (aunque no tenía sueño) y procedí a ponerme de nuevo el despertador temprano, asegurándome de que en aquella ocasión sí tenía batería. No estoy segura de cuánto tiempo más me torturé intentando cambiar mi sueño; sí de que para septiembre se me había pasado la tontería de sobra. Quizás no había contado con que era un horario incompatible con el resto de seres humanos y no pude mantenerlo cuando mis padres, hermana y abuela vinieron al pueblo (prueba a decirle a mi abuela que no haga ni un solo ruido entre las tres y las siete de la tarde, o a mi familia que coma a la una). O quizás vinieron las fiestas del pueblo, en las que la música de la plaza suena a todo trapo hasta las siete de la mañana sin que una pueda escaquearse de escucharla. En cualquier caso, fracasé, pero creo que estuvo bien que fracasase.

*Sara Barquinero es autora de la novela ‘Los Escorpiones’ (Lumen, 2024).

No soy una persona que suela dejarse muchas cosas para el verano. Normalmente leo los libros según me apetece, y cuando era estudiante jamás me imponía grandes proyectos para las vacaciones ni me dejaba asignaturas para septiembre. Ahora suelo escribir más en verano, o al menos con más tranquilidad, pero es algo que surge de forma natural y no tan diferente al resto del año. No obstante, hubo un verano, hace unos cinco o seis años, en que sí me propuse un proyecto delirante, aprovechando que iba a pasar muchos días en mi pueblo y sin obligaciones.