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La Rosa más roja del socialismo

Retrato de la ficha policial de Rosa Luxemburgo.

Carmen Rosa | Berlín

“Estoy segura de que en seis meses estaré entre los mejores oradores del partido. La voz, la facilidad con la que me expreso, el lenguaje –todo me sale bien-… y subo a la tarima de oradores tan calmada como si llevara haciéndolo 20 años”. Rosa Luxemburgo escribió estas palabras solo un año después de llegar a Berlín para militar en el Partido Socialista Alemán (SPD). No está mal para una mujer en un sector, el político, entonces y ahora dominado por señores de trajes almidonados en ego. Una mujer que además era extranjera, con un abrupto acento polaco, judía y, por si todo esto fuera poco, coja desde la infancia.

Sin embargo, a la Rosa Roja, como la bautizó Bertolt Brecht en su poema Epitafio, no solían tacharla de soberbia –de otras muchas otras cosas sí- por la simple razón de que todo lo que decía, solía ser verdad. Ella fue la mejor oradora de aquel SPD revolucionario, cuando la formación podía presumir de ser el partido de izquierdas más importante de Europa. Paseó la misma agudeza y empatía en sus facetas de periodista y de profesora en la escuela del SPD, donde dio clase en 1907 a futuros líderes del partido como Friedrich Ebert, primer presidente de la República de Weimar. El mismo Ebert al que no le tembló la mano cuando, una década después, decidió callar a su maestra para siempre. Lo que la volvió incómoda, muy incómoda, para unos camaradas que pronto prefirieron barrer al rincón las verdades y abrazar gustosos las mieles de su antes tan odiado capitalismo fue ese decir la verdad sin miedo a nada, tan característico de la revolucionaria polaca, porque uno “tiene que ser siempre fiel a sí mismo sin importar el entorno o los demás”.

A Rosa Luxemburgo la mataron hace 100 años porque no callaba y señalaba las debilidades, incluso las suyas propias o las de su ideología madre, el socialismo, sin contemplaciones. Escribió sobre ello en artículos, textos académicos y en las casi 2.800 cartas y postales que envió a su pareja sentimental e ideológica, Leo Jogiches, o a amigos como Karl y Luise Kautsky y a Sofia Liebknecht. Muchas las remitió desde las diferentes prisiones [véase la carta a continuación] a las que fue enviada desde la revolución rusa de 1905 hasta el fin de la Primera Guerra Mundial. En ellas, la política documenta extensamente una ideología y una vida que de tanto esforzarse por ser coherentes se fusionaron en una sola. Su lucha política y social era su vida y su vida era la lucha. Todo lo demás, secundario.

Rosa Luxemburgo (Polonia, 1870-Alemania, 1919) tenía la convicción inquebrantable de que las revoluciones y las transformaciones sociales iban de la mano y debían circular de abajo a arriba, surgir de la clase obrera, que era la dueña del devenir de la historia. Con la huelga general como principal arma política y la libertad de expresión, organización y prensa como prerrequisitos de ese nuevo orden social, rechazó la violencia de los bolcheviques como medida de presión, convencida ella de que aquel mundo conservado en testosterona se guiaría siempre por la razón y el bien común.

“Ante todo hay que vivir siempre como un ser humano completo”, afirmaba. Idealista y optimista, sus escritos desde la cárcel huían de cualquier tono lastimero. En ellos intercalaba comentarios sobre la situación política con oníricas escenas en las que describe cómo disfruta escuchando el canto de los pájaros, una de las muchas aficiones que se empeñó en seguir practicando durante su cautiverio. El único acontecimiento que casi acaba con su esperanza y su ánimo a prueba de bombas fue la traición de su querido SPD, cuando este apoyó la entrada de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Para una pacifista convencida, aquello fue un tsunami profesional y personal. El socialismo, impregnado de ese concepto tan bello de libertad basado en “la libertad de los que piensan diferente” se había esfumado. Pero la lucha por la justicia social debía continuar.

Junto con Karl Liebknecht, hijo del fundador del SPD y el único parlamentario que votó no a la entrada en la guerra, fundó la Liga Espartaquista, su nuevo brazo revolucionario, independiente del partido. Pensar distinto no estaba, sin embargo, entre los platos al gusto de las autoridades alemanas, que convirtieron en delito oponerse a la guerra y se aseguraron de que Luxemburgo y demás voces disidentes pasasen casi toda la contienda en la cárcel. “Señor fiscal, un socialdemócrata no huye. Se enfrenta a sus hechos y ríe sobre sus castigos. ¡Proceda a condenarme!”, fue su alegato durante el juicio en 1914. En aquella ocasión se la condenó por ultraje al Ejército.

Berlín, hogar, cárcel y campo de batalla

Rosa Luxemburgo había nacido en la Polonia ocupada por los rusos y desde la adolescencia formó parte de movimientos comunistas de resistencia. De allí marchó a estudiar a la Universidad de Zúrich, la única de habla alemana que por entonces admitía mujeres en sus aulas. En Suiza conoció a Leo Jogiches y comenzó ya a usar la retórica, oral y escrita, como su mejor arma de seducción y persuasión entre la clase obrera. Pero Alemania era el objetivo, el único lugar donde la revolución que tan claramente vislumbraba podía ser posible. Con su tesis doctoral bajo el brazo, una boda de conveniencia fue la llave para obtener la ciudadanía y el pasaporte. En 1898 llegó a Berlín, ya precedida por su fama de agitadora. No costó que el SPD le abriera sus puertas.

La capital alemana, sin embargo, no le dio la mejor primera impresión. Para aquella mujer ordenada, de rutinas marciales, que se inspiraba en el arte, la música y la naturaleza y pasaba sus ratos libres estudiando botánica, Berlín y los berlineses eran lo opuesto a inspirador. “Berlín fría, sin gusto, enorme, como barracones y los prusianos con su arrogancia, como si cada uno de ellos se hubiera tragado el bastón con el que ha sido golpeado”, escribió nada más llegar a la ciudad. Pero ni siquiera los estirados prusianos consiguieron minar su esperanza en aquella tierra prometida donde todo era posible.

Los grises barracones los compensó intentando vivir siempre cerca de la naturaleza y de los pájaros. Incluso las muchas celdas por las que pasó durante su vida tuvieron tintes de hogar. En la de Wronke, en Polonia, plantó un jardín. En la prisión de mujeres de Barnimstrasse, cerca de Alexanderplatz, admiraba el trabajo de sus pintores favoritos en los libros que pudo llevarse con ella. Comía pasteles caseros cocinados por sus amigos más fieles con los que, pese al régimen de aislamiento, mantuvo una correspondencia casi diaria. Y continuó siempre produciendo nuevos panfletos con los que mantener en el exterior la llama de la revolución bien encendida.

Cuando Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht salieron de la cárcel en 1918, acabada la guerra, Berlín era un lugar desesperanzado, arruinado y peligroso, con una monarquía y un imperio al borde del derrumbe. El exalumno de Rosa Friedrich Ebert se convirtió en el primer canciller de la República de Weimar y su empeño por defender un statu quo en evidente desplome le llevó a buscar apoyos en el infierno o, lo que era casi lo mismo en aquella época, las Freikorps, siniestras milicias paramilitares de extrema derecha, infestadas de futuros líderes del nazismo, a lo que les adjudicó el papel de sanguinarios sheriffs en aquella ciudad sin ley. Con Luxemburgo y Liebknecht libres y más decididos que nunca a luchar por una revolución a la rusa desde su nuevo Partido Comunista Alemán, el miedo de Ebert mutó en pánico. La revolución de noviembre de 1918 dio el golpe de gracia a la monarquía constitucional, pero supuso también la sentencia de muerte para ambos líderes comunistas.

Pasaron décadas hasta que se pudo demostrar la implicación del SPD y las Freikorps en los asesinatos de Luxemburgo y Liebknecht el 15 de enero de 1919. Fue en 1962, cuando el capitán de aquellas Freikorps, Waldemars Pabst, confesó en una serie de entrevistas cómo él y el ministro de Defensa de la SPD, Gustav Noske, decidieron asesinarles por el peligro que suponían como líderes intelectuales de la revolución comunista. En 1993, el director de cine Klaus Gietinger publicó el libro El asesinato de Rosa Luxemburgo tras una exhaustiva investigación que desveló la identidad de los paramilitares que golpearon brutalmente a la política en el Hotel Eden, con el consentimiento de aquel partido del que fue mejor oradora, para luego ejecutarla a sangre fría. Su cadáver fue arrojado al río desde el Liechtensteinbrücke, en el parque Tiergarten, el lugar de Berlín donde mejor se puede escuchar el canto de los pájaros.

Un legado polémico

“La Rosa Roja ahora también ha desaparecido. Dónde se encuentra es desconocido. Porque ella a los pobres la verdad ha dicho. Los ricos del mundo la han extinguido”, escribió un desolado Brecht durante esos meses de búsqueda del cadáver. Apareció en mayo y aunque muchos sigan dudando de que fuera realmente el de la revolucionaria, se enterró junto al de Liebknecht en el cementerio de Friedrichsfelde. En 1935 los nazis profanaron las tumbas y los cuerpos, suyos o no, desaparecieron para siempre.

Para su fortuna, Rosa Luxemburgo no fue testigo del horror en forma de cruz gamada y campos de concentración. De hecho, para muchos, incluido el propio Gietinger, de no haber sido asesinados, Luxemburgo y Liebknecht podrían haber funcionado como fuerzas de contención para el ascenso de Hitler y el partido nazi, creando una mayor y más resistente cohesión en la izquierda alemana. Sea como fuera, los valores de solidaridad, pacifismo y sobre todo el sentido común que manejaba aquella mujer menuda de moño suelto sigue siendo, cuando se cumple un siglo de su muerte, inspiración en todos los tonos de la izquierda.

La crítica a la dictadura soviética y a su centralización del poder no pareció importarle a la Alemania comunista, para la que Luxemburgo supuso una figura mártir demasiado atractiva como para no utilizar su memoria con fines propagandísticos. Dejó de ser útil para volver a convertirse en amenaza 70 años después de muerta, cuando la Rosa Roja regresó a las calles en las pancartas y gargantas de millones de jóvenes que a finales de los ochenta tomaron prestados sus mensajes como argumentos contra el totalitarismo soviético.

Una vez caído el Muro, no ha habido partido de izquierda en Alemania que no haya querido hacer también suya, en algún momento, la herencia de la política. La plaza Rosa Luxemburgo, flanqueada por el teatro del pueblo y la Karl-Liebknecht-Haus, hoy sede del partido Die Linke, está salpicada desde hace 12 años de sus citas más famosas. El SPD, cuyos líderes admitieron algo tarde su papel en la desaparición de la revolucionaria, insiste en luchar contra Die Linke por adjudicarse la memoria de la política más importante que sus filas dieron en todo el siglo XX. También la primera víctima del terrorismo de Estado de aquel siglo en Alemania.

Todas nosotras, en 'tintaLibre' marzo

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Rosa Luxemburgo se ha convertido en un icono político y cultural que ha inspirado poemas, un monumento Bauhaus, obras de teatro, una película de Fassbinder y hasta un cómic. El pasado enero, en el centenario de su muerte, numerosos jóvenes posaron en el cementerio Friedrichsfelde con más claveles rojos que nunca. En el mundo de las noticias falsas, de la aniquilación del ecosistema, los ataques a la prensa y a las voces que piensen diferente, muchos buscan una vez más consejo en esta mujer fuerte cuya mejor lección sigue siendo decir, casi siempre, la verdad.

*Este artículo está publicado en el número de marzo de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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