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Los cursillos anti-Trump de 'The good fight'

Imagen promocional de la tercera temporada de 'The good fight'.

No le suele ir muy bien en las nominaciones a los premios Emmy o los Globos de Oro –ni siquiera la actriz Christine Baranski ha conseguido una estatuilla por su fantástica Diane Lockhart—, pero The good fight probablemente sea la serie de ficción que más y mejor esté hablando de las consecuencias políticas, humanas y morales de la presidencia de Donald Trump. A veces con más acierto que otras, pero siempre de manera valiente, urgente y elegante. Y todo eso lo premian los espectadores, y también su renovación para una cuarta temporada, a pesar del reciente desencuentro entre los creadores de la ficción, el matrimonio formado por Robert y Michelle King, y la cadena que la emite, la CBS.

En esta tercera entrega, estrenada en marzo y disponible en Movistar+, los personajes han empezado a asumir una nueva victoria de Trump en las presidenciales del 2020; propuesto una argumentación jurídica para el (esperado para muchos)  impeachment, fantaseado con la veracidad de un vídeo sexual del mandatario y un grupo de prostitutas grabado en Moscú y con la voluntad de Melania Trump de divorciarse; además de plantear la legitimidad de pegar a un nazi. Esto último, lo hizo el personaje de Jay Dipersia (encarnado por Nyambi Nyambi) mirando a cámara, dirigiéndose directamente a los espectadores: "Me enseñaron que nunca hay que dar el primer golpe, que nunca hay que incitarlo. Defiéndete, pero no ataques. Pero, entonces, vi el vídeo del nacionalista blanco Richard Spencer siendo golpeado durante una entrevista. Me di cuenta de que Spencer llevaba un traje planchado y una corbata, y estaba siendo entrevistado como si su opinión importase, como si debiese ser considerado parte de la conversación, como si los neonazis fueran solo un punto de vista político. [...] Algunos discursos necesitan una respuesta más visceral. Es hora de pegar a unos pocos nazis". La escena se hizo viral y acabó siendo atacada por la web de noticias falsas Infowars. 

 

Diane Lockhart (Christine Baranski) en una escena de la tercera temporada de 'The good fight'. / CBS

Concebida como un spin-off de la aclamada The good wife (cinco años en antena, siete temporadas, más de 150 capítulos), la ficción ideada por el matrimonio Robert y Michelle King sigue abordando el día a día de un agitado despacho de Chicago, integrado mayoritariamente por afroamericanos, que se ha granjeado su gran prestigio defendiendo a las víctimas de racismo y violencia policial. Una vez más, los problemas judiciales más actuales y controvertidos desfilan por la trama: el Me Too, las prácticas de los gigantes tecnológicos, las noticias falsas —¿qué narrativas se pueden construir en el mundo de la posverdad?—, el racismo y machismo institucionalizados… Sin embargo, en esta ocasión, el juzgado no es un tercero, sino los trapos sucios del aparentemente intachable oasis progresista del despacho protagonista.

Ocurre cuando Adrian Boseman, socio principal de Diane Lockhart en el bufete, reconoce que pagan menos a aquellos trabajadores con menores posibilidades de ser captados por otra firma, es decir, a las mujeres y los negros. ¿Qué pasa cuando se te acusa de lo mismo contra lo que peleas públicamente? "¡Es el capitalismo!", exclama Adrian, a modo de excusa. Lo mismo se plantea Liz Reddick (Audra McDonald), al descubrir que su padre, buque insignia del bufete y de los derechos civiles, abusó sexualmente de su secretaria durante años. Ocurre también cuando Diane, que forma parte de un club feminista de resistencia frente a la extrema derecha, se plantea hasta dónde quiere llegar para frenar a Trump y a un gobierno que cabalga desbocado, qué está justificado cuando el contrincante no tiene límites ni decoro.

Este proceso introspectivo de The good fight es el mismo que atraviesan los King al preguntarse –y asumir, de paso— por la responsabilidad de la ficción cuando los discursos y la presencia de la extrema derecha campan a sus anchas. El germen de esta temporada se encuentra en una frase de Trump de 2017, cuando apenas llevaba un año en la presidencia, y en la que aseguraba que todo lo que habían vivido hasta entonces era "la calma antes de la tormenta". Desentrañar en qué consiste esa tormenta y cómo capear el temporal, tanto desde las propuestas culturales como la narrativa que desplieguen esas propuestas, es uno de los objetivo de esta tercera temporada. El otro, tantear las consecuencias del huracán, lo cual "involucra muchas ideas acerca de cómo esta narrativa influye en los hechos en la actualidad". "Estamos viviendo en el mundo de la posverdad. No importan los hechos reales, lo que importa es la forma en la que vendes esos hechos y hacerlo de forma que te beneficie. Queremos ver cómo todo eso nos está causando problemas", decía Robert King en una entrevista a El País.

Para retratar ese ambiente paranoico y surrealista de la política estadounidense actual, los King crearon el personaje de Roland Blum (Michael Sheen, Masters of sex), un abogado drogadicto y estrafalario, cuyo histrionismo tensa los límites de lo creíble. Resulta insoportable tanto para el resto de personajes como para el espectador (las caras de incredulidad se remedan a ambos lados de la pantalla), pero personifica esa voluntad de los showrunners por mostrar el nuevo paradigma donde la realidad es un relato efectista, aunque falso.

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Sin embargo, la gran paradoja de la tercera temporada fue el cartel con la leyenda "CBS ha censurado este contenido" que se pudo ver durante ocho segundos. Muchos espectadores pensaron que había sido otro giro cómico más de la serie. Pero nada que ver. Según contó la crítica de televisión Emily Nussbaum en The New Yorker, fue una solución "creativa" al veto, por parte de CBS, de los habituales sketches animados que explican algunos contenidos de la trama (como por ejemplo, el impeachment o cómo funcionan las granjas de trolls). Robert y Michelle King amenazaron con dejar de hacer la serie y el cartel fue el acuerdo de mínimos entre ambas partes. ¿El contenido censurado? Una crítica contra la hipocresía de las compañías estadounidense que, seducidas por el mercado chino, aplican las mismas censuras que su Gobierno mientras en Estados Unidos ejercen como adalides de esas mismas libertades.

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Lo más curioso es que la predecesora de The good fight, The good wife, fue censurada por el Gobierno chino en 2014, probablemente, apunta Nussbaum, en represalia por un episodio en el que la empresa ChumHum (un buscador como Google) es demandada por un disidente chino, encarcelado y torturado después de que fuese revelada su dirección IP.

Con todo este batiburrillo de tramas y una guerra abierta contra la alt-right, esta tercera temporada de The good fight ha sido, con mucho, la más atrevida de toda la producción, además de una de las ficciones más destacadas de lo que llevamos de año. Si se ponen a un lado el hiperbólico personaje de Blum y la paranoia pro-Trump y anti-Trump –"No solo es hacer sátira a partir de Trump, sino también satirizar la reacción de la izquierda frente a Trump", explicaba Robert King en El País—, las mejores derivas narrativas de la serie han sido las menos macropolíticas, es decir, aquellas que hablan del presente (las agresiones sexuales, el racismo, el dilema de cómo enfrentarse diariamente en la calle a los discursos de odio) sin envoltorios metafóricos ni una necesidad forzada de quedar bien.

 

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