VIAJES LITERARIOS
Este relato pertenece a la serie Viajes literarios, en la que autoras y autores diversos escriben para infoLibre sobre lugares especialmente inspiradores. Otras entregas:
Llegué a él por casualidad a través de mi hermano Carlos, que tenía madera de náufrago y un sexto sentido para encontrar tesoros en el rastro. Creo que fue en una de los primeras ediciones de la revista Totem que empezaba a difundir historietas extranjeras francesas e italianas a principios de los setenta. Hablo de Corto Maltés, naturalmente, el personaje de cómic creado por Hugo Pratt. Yo había leído a Homero, a Stevenson, a Jack London, a Kipling…. Fue como encontrar a otro hermano de la costa. Con él me inicié en el culto a los viajes.
¿Recuerdan ustedes cómo era su vida en los noventa? Yo sí. Daba clases en un instituto. No había WhatsApp, ni Twitter, pero el futuro era igual de incierto que ahora. En septiembre teníamos algunos días de vacaciones antes del comienzo de curso.
Lo decidimos sobre la marcha. Éramos cuatro. Dos chicos y dos chicas. Ellos mediterráneos, nosotras atlánticas. Las pintas noventeras ya se las imaginan: mochilas, vaqueros raídos, zapatillas deportivas… música de Dire Straits en el radiocasete del coche, un Peugot 205. Nos turnábamos para conducir. Todavía fumábamos entonces. Yo hacía fotos con una cámara Pentax. Cruzamos las landas en dirección a la Bretaña francesa. Fue el viaje que me cambió la vida.
Ninguna de esos otros viajes alteró mi rumbo. Éste sí
Hubo otras travesías, claro. Más largas, más complicadas, más peligrosas. Tomé aviones, caminé por la selva, cambié de hemisferio, descubrí ciudades maravillosas, cordilleras escarpadas, llegué a los trópicos, aterricé en aeropuertos pequeños de tierra batida. Pero ninguna de esos viajes alteró mi rumbo. Éste sí.
Sonaba So far away en la guitarra de Mark Knopfler. Yo veía pasar por la ventanilla kilómetros de playas desiertas con dunas y trataba de pensar en otra cosa. ¿Qué cosa? Ni idea. Viajaba para perderme, para no volver atrás, para no llegar a ninguna parte.
Hubo una tormenta. Quizá fue algo más que una tormenta. Ya había oscurecido. Empezó a llover a mares. El agua caía con furia, con rencor. La carretera se convirtió en una pista de patinaje. No la veíamos. El parabrisas se transformó en una cortina opaca de color gris oscuro. En las curvas el coche bailaba el twist. No podíamos frenar. Pero nadie dijo nada. Silencio unánime. Veinte kilómetros en primera, sin pisar el embrague, mudos, aguantando la respiración. Si alguien tuvo miedo, se lo calló. Eso no lo olvido. Por fin llegamos a un pueblo. Serían las dos de la madrugada. Encontramos un hotelito. Nos fuimos a dormir extenuados, sin cenar. Esa noche cada cual echó sus cuentas.
Al día siguiente, contra todo pronóstico, el cielo amaneció limpio frente a un mar que parecía que no había roto un plato en su vida. Son cosas que pasan en los océanos. El pueblo se llamaba la Roche Bernard. Y, no lo van a creer, pero allí estaba él, en el muelle viejo, con sus patillas, su aro en la oreja, su tres cuartos marineros de siempre y la brasa de un cigarrillo Tree Stelle, brillándole entre los dedos. Era Corto Maltés, no cabía ninguna duda. Fue el hombre de mi vida durante la adolescencia. Y como los amores de esa edad nunca se olvidan, todavía sigue siéndolo, claro.
La escultura anunciaba una exposición de homenaje a las geografías de Hugo Pratt que tenía lugar en el pequeño museo marítimo del pueblo. En España Corto todavía no era muy conocido. Pero en Francia ya era Dios. Cuando a François Mitterand le preguntaron en una de las últimas entrevistas que concedió en qué personaje de ficción le gustaría reencarnarse, el más enigmático y leído de todos los presidentes franceses, respondió sin dudar. "Tengo debilidad por Corto Maltés". Buena elección.
Cuando una es joven a veces se exalta en los viajes y tampoco se puede ser Hemingway todas las horas del día
Nos sentamos en un quiosquito al aire libre en el muelle viejo de Saint-Antoine, ante la ensenada de Morbihan, una de las bahías más hermosas del mundo, frente a un archipiélago de más de cuarenta islas. Mientras esperábamos el barco para visitar una de ellas, pedimos un café. Y yo aproveche aquel momento para escribir una postal. Esas cosas que hacíamos antes. Realmente era una mañana especial. Se había levantado un poco de bruma y la luz era increíble. Nunca he vuelto a ver tanta variedad de verdes y azules. Era temprano. El reflejo del agua, la estampa bellísima de los tradicionales veleros bretones, guépards y sinagots, el olor a marea viva, el recuerdo de la tormenta… Lo que escribí en la postal empezaba así. "Mañana plateada de bruma y salitre. Sobre la mesa un café noir. Corto Maltés no está conmigo". Disculpen ustedes el arrebato, pero cuando una es joven a veces se exalta en los viajes y tampoco se puede ser Hemingway todas las horas del día.
Les ahorro los detalles de la travesía, valga saber que fue inolvidable. Llegado el momento, el viaje llegó a su fin. Se acabó el verano. Todo se acaba. Volví a casa. Y en una de esas tardes eternas de principio de curso, por primera vez en mi vida sentí la pulsión de escribir. A lo largo de la vida se me han pasado muchas ideas descabelladas por la cabeza. Pero hasta ese momento jamás había pensado en escribir una novela.
Cualquier viaje es el invento de una ruta propia
Tenía un ordenador que era un armatoste del Jurásico con un montón de cables y un monitor como un cajón de carpintero que ocupaba casi toda la mesa del escritorio. Abrí un documento y lo primero que se me ocurrió teclear fue exactamente eso. "Mañana plateada de bruma y salitre. Sobre la mesa un café noir. Corto Maltés no está conmigo". Así, con una postal escrita en la costa de Bretaña empieza la novela. Me pareció un buen comienzo pero era casi lo único que tenía. Entonces no lo sabía, pero ahora ya lo sé, como lo sabemos todos los escritores. Lo verdaderamente difícil de cualquier historia es el arranque, el resto se reduce a la menudencia de escribir doscientas o trescientas páginas de nada.
De alguna manera, no sé cómo, conseguí llegar hasta el final. Y cuando estaba dándole vueltas a qué hacer con aquel bicho vivo que me quemaba en las manos. Vi el anuncio en el periódico del Premio Nuevos Narradores convocado por la editorial Tusquets y la Escuela de Letras. Recorté la dirección metí el manuscrito en un sobre y en un impulso de optimismo salvaje, lo envié.
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Fue bonito cuando ocurrió. La novela se tituló como homenaje Querido Corto Maltés. La protagonista, una estudiante de Historia fascinada con el personaje de Hugo Pratt no era yo, por supuesto, pero se parecía un poco a mí y eso me lo puso más fácil. Aunque esos lujos una sólo se los puede permitir una vez. Luego llega el momento de la verdad y hay que elegir entre ser personaje o ser escritora y yo decidí lo segundo. Pero esa ya es otra historia.
Muchas veces me pregunté como podía ser que algo tan esencial, algo que me obligó a virar el timón 180 grados, hubiera llegado a mi vida de un modo tan casual, tan extraño. Aunque si lo pensamos bien las cosas más importantes que nos pasan ocurren de forma inesperada, casi por azar. Como un soplo de viento.
De eso Corto Maltés sabía un poco. Con él aprendí que cualquier viaje es el invento de una ruta propia.
Llegué a él por casualidad a través de mi hermano Carlos, que tenía madera de náufrago y un sexto sentido para encontrar tesoros en el rastro. Creo que fue en una de los primeras ediciones de la revista Totem que empezaba a difundir historietas extranjeras francesas e italianas a principios de los setenta. Hablo de Corto Maltés, naturalmente, el personaje de cómic creado por Hugo Pratt. Yo había leído a Homero, a Stevenson, a Jack London, a Kipling…. Fue como encontrar a otro hermano de la costa. Con él me inicié en el culto a los viajes.
Este relato pertenece a la serie Viajes literarios, en la que autoras y autores diversos escriben para infoLibre sobre lugares especialmente inspiradores. Otras entregas: