¡La banca siempre gana! Helena Resano
Pese a los numerosos ejemplos en la historia de expulsiones de minorías y pueblos sometidos por sus gobernantes y conquistadores, el tipo de limpiezas étnicas y genocidios del siglo XX fue peculiar, tanto por su magnitud como por sus motivaciones políticas e ideológicas. Desde las primeras de los cristianos armenios en 1915, hasta las de los bosnios musulmanes en los años noventa, las eliminaciones nacionales y étnicas evolucionaron, se convirtieron en más sistemáticas y letales, ocupando el centro de la crisis cultural europea. Fue el siglo del terror organizado, de los campos de exterminio, de los gulags, de los asesinatos en masa.
Todas aquellas atrocidades fueron posibles debido a los poderes absolutos otorgados a los perpetradores por los regímenes a los que servían. Los verdugos, asesinos y violadores tenían licencia total para matar, humillar y tratar con crueldad a quienes estaban bajo su dominio. Crearon sus propios rituales de violencia, practicados de forma individual o en grupo, vistos por muchos más, víctimas, testigos y aprendices de criminales. Y pese a que también hubo mujeres verdugos, cómplices y testigos que disfrutaban del espectáculo, la violencia de la mayoría de esos actos fue obra de hombres. Y en muchos casos, las mujeres fueron las víctimas.
La limpieza étnica y el genocidio son formas de violencia política que persiguen a las personas por su raza, religión, nacionalidad o etnicidad y, aunque no siempre coinciden en la dimensión y magnitud de la destrucción, ambos fenómenos aparecieron juntos –en espacio y tiempo– en diferentes períodos, “oleadas de violencia”, de la historia del siglo XX.
La primera de esas fases comenzó en 1912 con la guerra de los Balcanes y finalizó con el Tratado de Lausana en 1923. La segunda coincidió con el período de hegemonía nazi en Europa, desde el Pacto de Múnich de 1938 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial y fue también el momento en que la Unión Soviética pasó de la persecución de determinados grupos sociales, especialmente campesinos, a las deportaciones masivas de grupos definidos por su nacionalidad. La tercera, menos mortal pero con mucha más población desplazada, ocurrió en el momento final de la Segunda Guerra Mundial y en los años posteriores. La última oleada de violencia tuvo lugar en la antigua Yugoslavia en los años noventa, cuando se creía que la limpieza étnica y el genocidio eran hechos de una “edad extrema” dejada ya atrás décadas antes.
Todos esos casos de limpieza étnica, conectados por influencias directas o indirectas, compartían como características esenciales la extrema violencia que los acompañó; el hecho de que ocurrieran durante guerras, lo que legitimó e hizo habitual y aceptable los crímenes; el establecimiento de “frontera inviolables” entre quienes perpetraron la limpieza y las víctimas; la determinación de los “limpiadores” de borrar no solo la huella biológica de la gente, sino también los signos físicos y memoria de sus culturas y civilizaciones; y el carácter de género, manifestado en ataques brutales a las mujeres, como núcleo de la nación, espiritual y cultural, y no solo biológico. El genocidio armenio fue el preludio y espejo en el que después Hitler y otros genocidas se miraron, tuvieron en mente para el desarrollo de sus propias ideologías de destrucción masiva.
El abogado polaco judío Raphael Lemkin, quien acuñó el término genocidio durante la Segunda Guerra Mundial, ya había propuesto en 1933 a la Liga de las Naciones una definición de “barbarismo” y “vandalismo”. En la primera incluía a quienes “por odio hacia una colectividad racial, religiosa o social” emprendían “una acción punible contra la vida o integridad física, libertad, dignidad o existencia económica” de las personas pertenecientes a esa colectividad; en la segunda añadía las acciones que con vistas al exterminio de esas colectividades destruían su cultura o arte.
Tras huir de los nazis en Polonia en 1940, Lemkin continuó desde Estados Unidos la búsqueda de un ordenamiento legal internacional contra los asesinatos masivos, el exterminio y el “vandalismo”. Y el término que encontró para definir todo eso, en su libro Axis Rule in Occupied Europe (1944) fue “genocidio”: “las prácticas de exterminio de naciones y grupos étnicos”.
Lemkin quitó de su definición en ese escrito los crímenes contra grupos identificados por su orientación política o la procedencia de clase, posiblemente para subrayar la especial maldad del ataque racial nazi sobre los judíos y evitar incluir, en un momento clave de la alianza entre los aliados y la Unión Soviética frente a Hitler, las políticas de persecución del estalinismo contra el campesinado y sus oponentes políticos. Y así se adoptó el 8 de diciembre de 1948 por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), creada tres años antes, en la Convención para la Prevención y Sanción del Delito del Genocidio.
Al precisar como genocidio el intento de destruir “totalmente o en parte” una población determinada por su raza, nacionalidad, religión o etnicidad, los diferentes episodios de exterminio o represión absoluta por motivos políticos, ideológicos o de clase quedaban fuera de esa consideración. Incluso en los juicios de Núremberg, desarrollados en 1945-46, aunque se mencionó el término genocidio en varias ocasiones, no se incluyó en el pronunciamiento final del tribunal.
Lo que ha ocurrido en Gaza desde octubre de 2023, como respuesta a los ataques terroristas de Hamás, ha significado un paso decisivo desde la discriminación y los asesinatos a las políticas genocidas. En dos años han aparecido, y además juntos de nuevo, los elementos básicos que identifican históricamente el genocidio. Por un lado, la búsqueda de la destrucción absoluta del considerado enemigo, con la movilización de los recursos del Estado, la sociedad y la economía. Por otro, la deshumanización de las víctimas y la ejecución de los planes de eliminación sistemática por parte de las instituciones gubernamentales y las fuerzas armadas.
Lo que ha ocurrido en Gaza desde octubre de 2023, como respuesta a los ataques terroristas de Hamás, ha significado un paso decisivo desde la discriminación y los asesinatos a las políticas genocidas
En los últimos años, algunos historiadores comenzamos a situar a las mujeres –y a los niños– en los relatos de las catástrofes provocadas por las guerras, las limpiezas étnicas y los genocidios, donde habrían sufrido más que nadie la arbitrariedad e inseguridad de las ocupaciones, deportaciones, el hambre y las epidemias. Fueron misioneros, diplomáticos y testigos quienes contaron, hace más de cien años, la eliminación sistemática de un millón de armenios. Tenemos ya un conocimiento exhaustivo, fruto de decenas de investigaciones solidas, del Holocausto y los grandes episodios de limpiezas étnicas y genocidios en Europa y otros continentes durante el siglo XX.
El recuerdo, “recordar para nunca olvidar”, se convirtió en la respuesta adecuada para transmitir esas experiencias tan destructivas y devastadoras, pasados infames y sucios que se manifiestan en la actualidad como una pesadilla persistente en esa pequeña franja de Gaza. La gran paradoja es que muchos de quienes han insistido en el carácter único del genocidio de los judíos como el evento definitorio del siglo XX, el espejo frente al que todas las demás víctimas deberían mirarse, no reconocen ahora la culminación genocida de un largo proceso de acumulación de políticas radicales del ultranacionalismo israelí frente a los palestinos. El “nunca más” ya no ha servido. Y no servirá en el futuro mientras haya políticos que disfruten del poder sobre la vida y la muerte de poblaciones indefensas. Y otros, todavía más poderosos, que conocen esos sufrimientos y las situaciones extremas de agonía, no pongan los medios para pararlos.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, autor de 'Una violencia indómita. El siglo XX europeo' (Crítica, 2020).
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