Podría haber sido yo

Durante meses esperé una carta que nunca llegó a mi buzón. La última vez que me hice una mamografía dentro del programa público de cribado fue en 2022. Me dijeron que, si no recibía noticias, significaba que todo estaba bien. Así que esperé tranquila, confiando en un sistema público que pensé que me cuidaba. Pero pasaron los meses, luego los años, y nadie me llamó, nadie me explicó nada.

Descubrí a través de la prensa que no era la única, que éramos muchas mujeres las que habíamos confiado en la sanidad pública, pero esta nos dejó solas, en silencio, sin diagnóstico, sin seguimiento ni respuesta.

Algunas descubrieron su enfermedad cuando ya era demasiado tarde. Otras, como yo, viven con la angustia de no saber si las máquinas que nos examinaron detectaron algo que nunca nadie miró. Nos han tratado como números, pero detrás de cada retraso hay una vida, una familia, un miedo que no se disipa.

Testimonios como los de Lola, de Jaén, que podría haber evitado un tratamiento tan duro si le hubieran hecho las revisiones a tiempo. Vicenta, de Málaga, que recibió los resultados cuando el tumor ya había avanzado. Sandra, Jerez, que tuvo que plantarse en el hospital para preguntar, porque si no lo hacía, nadie la llamaba. A todas nos une la soledad, la sensación de abandono, de impotencia, de no saber a quién recurrir. 

La frialdad burocrática de un sistema que se escuda en protocolos, mientras quienes deberían estar vigilando nuestra salud se ven desbordados, agotados, mal pagados, sin medios ni tiempo. Pero ¡ojo!, los profesionales sanitarios no son los enemigos, son las primeras víctimas de un modelo que ha convertido el cuidado en un trámite y el diagnóstico en una estadística. Radiólogos que no dan abasto, médicas que cargan con jornadas imposibles, técnicos que hacen milagros con recursos mínimos.
Y, al final, las que pagamos ese colapso somos nosotras.

A todas nos une la soledad, la sensación de abandono, de impotencia

No es solo un fallo informático ni un error puntual en un hospital. Es la consecuencia directa de años de recortes, de desprecio hacia lo público, de gobiernos que confunden la eficiencia con el abandono y que solo reaccionan cuando el escándalo se hace demasiado grande para taparlo.

La Junta de Andalucía pidió disculpas. Anunció un “plan de choque”, habló de “reforzar plantillas” y de “mejorar protocolos”. Pero a muchas de nosotras esas palabras nos llegan tarde, muy tarde. No basta con pedir perdón cuando ya hay mujeres que han visto cómo su vida se partía en dos. La única salida digna es la dimisión de los responsables por muchas razones, no solo políticas sino humanas, ya que el desamparo no empieza con el anuncio de que estás enferma de cáncer. Empieza antes, con la espera para recibir un diagnóstico, con el retraso en las pruebas, con el teléfono que no suena, con la cita que no llega, con la carta que nunca se envía. Empieza cuando la Junta de Andalucía se desentiende de su obligación más básica, que no es otra que garantizar el derecho universal a la salud como un bien común, no como un privilegio, no se trata de ahorrar costes sino de salvar vidas. Andalucía no puede permitirse un modelo de salud gestionado por un gobierno que acepta que el diagnóstico de un cáncer dependa de la suerte o de si un medio de comunicación lo destapa. 

Esta no es una historia ajena. Podría ser la historia de cualquier mujer que confió en un hospital público, que creyó que estaba a salvo dentro del sistema, que pensó que si nadie la llamaba era porque todo estaba bien. Podría ser la historia de mi madre, de mi vecina, de mi amiga. Podría ser la mía. Porque, aunque no lo sea, la siento como propia, porque cuando una sola mujer andaluza se siente abandonada por la sanidad pública, todas lo estamos. Y por eso hoy escribo estas líneas, para darle voz a quienes no la tienen, para recordar que no somos números, que somos vidas, y porque podría ser yo. Y porque, de algún modo, ya lo soy.

Y aquí sigo, queriendo ser fuerte y valiente, sin ser una cosa ni otra…, poniendo al mal tiempo buena cara y confiando en que por fin todo esto acabe y retome el camino que nuca debí abandonar… el camino de la vida.

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Esther Gil de Reboleño es vicepresidenta segunda de la Mesa del Congreso y diputada de Sumar por Cádiz.

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