Los palestinos residentes en Israel, entre la espada y la pared tras dos años de ofensiva en Gaza

Columna de humo tras los ataques aéreos israelíes durante una operación militar en la Ciudad de Gaza el 9 de octubre de 2025.

Joseph Confavreux (Mediapart)

Jaffa, Sajnin (Israel), Jerusalén Este (Palestina ocupada) —

La historia es una mezcla de 1948 (la Nakba palestina) y 1984 (la emblemática obra de George Orwell). Tuvo lugar en la librería Educational Bookshop, una institución de Jerusalén Este situada en la calle Salah-al-Dinh, cerca de la ciudad vieja. Un espacio que vende todo tipo de libros, en árabe y en inglés, con predilección por los temas que preocupan a la región, en su gran mayoría escritos por voces críticas con la política israelí.

La librería, que atrae a muchos extranjeros, adeptos a los frecuentes encuentros que organiza, también cuenta con una pequeña cafetería cuyo wifi lleva el nombre de Shireen Abu Akleh, la periodista estrella de Al Jazeera asesinada por una bala del ejército israelí en 2022 en Jenin, Cisjordania.

Mahmoud Mouna, el propietario, recuerda el 9 de febrero de 2025 como un momento en el que existía, al igual que hoy, un rayo de esperanza de que los rehenes fueran liberados y que la matanza de Gaza cesara por fin, durante la tregua rota unilateralmente por Israel el 18 de marzo.

“Soldados israelíes entraron armados en la librería: arramblaron con 300 libros de los pocos miles que tenemos aquí y me llevaron a la comisaría junto a mi sobrino, que trabaja aquí”, cuenta. Al principio, fueron “acusados de vender libros que incitaban a la violencia. Poco después, cambiaron la acusación por alteración del orden público”.

Entre los libros incautados se encontraban obras del historiador crítico israelí Ilan Pappé, el último libro del historiador Jean-Pierre Filiu, muchas obras de autores palestinos, desde Mahmoud Darwich hasta el investigador Rashid Jalidi, pero también el segundo tomo en inglés del cómic L’Arabe du futur, de Riad Sattouf, las novelas gráficas de Joe Sacco o incluso un libro titulado Climbing Palestine, una guía de lugares para practicar escalada en Cisjordania...

Un “punto de no retorno”

¿Entiende Mahmoud Mouna, en retrospectiva, la elección de los libros incautados? “Los soldados no hablaban ni árabe ni inglés, miraban los libros con la aplicación Google Translate, explica el librero. “En nuestra profesión tenemos el dicho de no juzgar un libro por su portada, pero eso es exactamente lo que hicieron al llevarse todos los libros con una bandera palestina, un soldado o la palabra Palestina... Pero no se llevaron novelas.”

Y continúa: “Vivimos en un ambiente tóxico en el que en cualquier momento pueden aparecer hombres armados, sin motivo alguno. El espacio democrático se está derrumbando. Todos los espacios de libertad de expresión, ya sean universidades o lugares culturales, están amenazados. Esto afecta en primer lugar a los palestinos, pero no solo a ellos”.

“Antes”, recuerda Mahmoud Mouna, “se decía que si ponías a tres israelíes en una habitación, salían cinco opiniones diferentes. Ahora, puedes poner a diez y solo sale una posición, y es la que oyeron en la televisión el día anterior.”

Con sus 42 años, “siempre ha sufrido la opresión de Israel”, pero “no habría imaginado un cambio tan rápido”. “El 7 de octubre aceleró las cosas hacia lo peor, pero todo ya había comenzado antes. Hace unos años, se podía pensar que unas elecciones podrían cambiar algo, pero creo que hemos llegado a un punto de no retorno. Aunque los rehenes sean liberados y la violencia en Gaza cese mañana, no creo que podamos volver a la situación anterior”.

Tenemos muchas razones para temer que la limpieza étnica continúe aquí después de Gaza

Ahmad Mouna, residente en Jerusalén Este

Tras pasar una noche en prisión, finalmente fue puesto en libertad sin cargos junto con su sobrino, Ahmad Mouna. Ambos poseen una simple tarjeta de residente de Jerusalén Este, expedida por las autoridades israelíes, que les permite desplazarse, pero que no constituye un verdadero título de ciudadanía. “No tengo un carné de identidad real en mi cartera, pero tengo uno en mi corazón, y ese es el que cuenta”, bromea Ahmad Mouna.

¿Qué ha cambiado para él en los últimos dos años? “Tenemos ante nuestros ojos una nueva Nakba, nos despertamos cada mañana con imágenes de niños hambrientos o ensangrentados. No nos sentimos seguros en nuestra casa en Jerusalén Este, entre las patrullas militares hostiles y las redadas de colonos que nos insultan y amenazan. Por no hablar de todos los obstáculos administrativos: tengo un amigo que tiene una empresa de construcción y lleva dos años sin trabajar. Simplemente, ya no conceden permisos de construcción a los palestinos de Jerusalén Este.”

Acaba de tener un hijo, que ahora tiene dos años, nacido justo un mes antes del 7 de octubre. “Espero que pueda vivir en libertad, justicia e igualdad, pero es cierto que el futuro no es prometedor”, continúa sin perder la sonrisa.

¿Piensa marcharse para asegurarle un futuro mejor? “En absoluto. Los palestinos están arraigados en su tierra. Aunque la situación empeore, decidimos quedarnos, aunque tenemos muchas razones para temer que la limpieza étnica continúe aquí después de Gaza.”

No muy lejos de la librería, Tamar se ha hecho cargo de la tienda familiar que vende chocolate y café, al tiempo que dirige una empresa de servicios informáticos. “Sé cómo funciona, así que no publico nada en mis redes sociales, incluso nuestros grupos de Telegram son espiados. Tengo un amigo que utilizó la palabra shahid [mártir] para lamentar la muerte de un familiar suyo en Gaza y fue citado por la policía”.

Tamar, de 34 años y con dos hijos, corrió la misma suerte en este clima posterior al 7 de octubre, en el que los palestinos ciudadanos de Israel o “palestinos del 48”, que representan el 20 % de la población del país, y los residentes de Jerusalén Este están sometidos a un control aún más estricto por parte del Shin Bet, los servicios de inteligencia internos. Al frente de este organismo, el primer ministro israelí acaba de nombrar a David Zini, un ultraderechista mesiánico sin experiencia, pero perteneciente a su círculo más cercano...

Una vida con “sentido”

“Para la fiesta del Eid”, cuenta Tamar, “fui a Ramala, en Cisjordania, para enviar dinero de ayuda los niños y a los hospitales de Gaza. Solo eran unas decenas de shekels y es tanto una tradición como una obligación religiosa ayudar a los necesitados en esta época del año.”

Unos días después, el Shin Bet le hizo presentarse: “Me dijeron que el dinero había llegado a manos de Hamás y que querían saber si yo era un ‘pequeño terrorista’, porque ya sabían que no era uno importante, o si simplemente había cometido una tontería. Ya lo sabían todo: que había ido a Ramala, cuándo, a quién le había dado dinero, cuánto...”

“Siempre nos han vigilado”, continúa, refiriéndose a las múltiples cámaras instaladas por toda la calle donde se encuentra su tienda. “Pero, desde el 7 de octubre, esto va más allá. Saben hasta el color de mis calzoncillos o la consistencia de mis heces”.

¿Teme cada vez más este control creciente sobre su vida? “Por supuesto, temo que después de Gaza, después de Cisjordania, nos toque a nosotros, aquí en Jerusalén Este, ser empujados a marcharnos. Pero, ¿adónde ir? Además de mi tarjeta de residente de Jerusalén Este, tengo un pasaporte jordano. Pero no quiero ir allí. No es mi país, ¡y además es un Estado policial, como Israel!”.

Cuando insistimos en que no parece que esté hundido en una situación tan desesperada, Tamar responde: “He vivido con la ocupación desde que nací. Por supuesto, la situación ha empeorado en los últimos dos años, pero hemos crecido con ella. Nuestra vida es dura, pero tenemos una causa. Aquí se mata a la gente, pero no hay suicidios, como en Occidente, porque tenemos un objetivo y sabemos que seguir viviendo —y viviendo aquí— es el primer paso de nuestra resistencia no violenta”.

“No dejamos que nuestros hijos jueguen en la calle por miedo a los colonos”, continúa, “vemos morir a nuestros hermanos en Gaza cada día, no tenemos perspectivas económicas, pero conseguimos dormir por la noche porque, aunque no podamos acceder a una vida normal, nuestra vida tiene sentido.”

Manifestación en Sajnin, a pesar del miedo

Uno de los lugares emblemáticos de esta resistencia palestina no violenta es Sajnin, una gran ciudad árabe situada al norte de Israel, en Galilea. Allí se erige un monumento en memoria de los seis habitantes de la ciudad que murieron por disparos israelíes el 30 de marzo de 1976, durante una huelga general decretada por los palestinos con ciudadanía israelí contra el acaparamiento de tierras. Desde esta revuelta, los palestinos celebran el “Día de la Tierra” cada 30 de marzo.

El sábado 4 de octubre, la manifestación que atravesó la ciudad tuvo un doble objetivo: rendir homenaje a los jóvenes de la ciudad asesinados durante el estallido de la segunda Intifada, hace exactamente veinticinco años, y pedir el fin de la guerra en Gaza.

Con una participación de más de mil personas, en su mayoría árabes, pero también unos cuantos militantes de la izquierda judía, la manifestación, que iba desde la mezquita hasta el mausoleo, estuvo custodiada por hombres uniformados, armados hasta los dientes y listos para intervenir. Cuando una anciana con velo intentó sacar una bandera palestina —prohibida en Israel—, uno de ellos se la arrebató inmediatamente.

Hassan, un maestro jubilado de 82 años, es sin duda el decano de los manifestantes. “Pero”, subraya, “nunca había visto aquí tanta policía israelí. Antes, la policía no se aventuraba demasiado en las ciudades árabes. Pero desde que Ben Gvir [ministro de Seguridad Nacional, líder del partido de extrema derecha Fuerza Judía, ndr], están mostrando su fuerza para hacernos entender que, incluso en estas ciudades, no somos bienvenidos.”

¿Ha cambiado su vida en los últimos dos años? “Mis gestos y mis días son iguales a como eran antes del 7 de octubre”, responde. “Pero lo que está pasando en Gaza nos ha hecho perder las ganas de vivir. Incluso la comida ha perdido su sabor. Lloramos, sin saber ya si lloramos por el presente, el pasado o el futuro”.

Como la inmensa mayoría de los palestinos de Israel con los que hemos hablado, Hassan sitúa la secuencia iniciada el 7 de octubre en un largo periodo de tiempo: “Yo tenía 5 años en 1948, lo que no impidió que un soldado que buscaba militantes me torturara. La violencia israelí hacia nosotros no tiene fin.”

Aya Zinati ha venido desde la gran ciudad de Haifa con su hija. “En los primeros meses del genocidio, no podíamos manifestar nuestra ira en absoluto. Ahora ya es más posible, aunque siguen intentando intimidarnos. ¡Mirad!”, dice mientras señala a los policías montados a caballo.

Para Ryan, un joven de 20 años de hombros anchos que observa la manifestación desde la acera, participar en un manifestación como esa sería demasiado arriesgado. “No tengo miedo, pero no quiero comprometer mi futuro, que no me dejen estudiar o viajar. Graban a todo el mundo. Desde hace dos años, tenemos la sensación de estar constantemente vigilados. Yo ya no salgo por la noche, porque estoy casi seguro de que me van a controlar”.

Para Aya Zinati, “en dos años ha cambiado todo “: “Ya no nos atrevemos a decir nada, a hacer nada, a publicar nada en las redes sociales. Ya no podemos mostrar nuestra bandera. Tenemos miedo de que nos arresten por cualquier cosa”, se lamenta esta trabajadora social que corea a pleno pulmón los eslóganes de los manifestantes: “Estados Unidos es la cabeza de la serpiente”, “De Sajnin a Gaza, la tierra tiembla” o “Unidad contra los fascistas”.

Esta cuestión de la unidad volverá a plantearse pronto en las elecciones legislativas israelíes, previstas para octubre de 2026, pero que podrían adelantarse. En general, la participación de los ciudadanos palestinos de Israel es baja y sus votos se reparten de forma muy dispersa entre partidos árabes religiosos y laicos, conservadores y progresistas, igualmente divididos sobre las posibles alianzas con los partidos judíos.

Eso impide que la mayoría de esos partidos superen el umbral necesario para enviar diputados al Knesset y hace que los partidos árabes nunca hayan ocupado —ni mucho menos— en el Parlamento una proporción comparable al peso demográfico de los palestinos de Israel. Y eso a pesar de que muchas de las leyes más controvertidas de los últimos años se han decidido por un estrecho margen.

No confío en la supuesta democracia israelí, pero debemos pasar al modo de supervivencia e influir en las próximas elecciones

Abed, habitante de Jaffa

Abed, de unos treinta años, ha cambiado de opinión sobre la cuestión. Aunque fue uno de los pocos palestinos elegidos en el municipio de Tel Aviv-Jaffa, después del 7 de octubre decidió no participar más en las instituciones israelíes debido a la masacre en Gaza.

“Tenemos que votar masivamente en las próximas elecciones”, explica. “No es que confíe ni por un instante en la supuesta democracia israelí, pero debemos pasar al modo supervivencia si no queremos acabar como nuestros hermanos de Gaza. Nuestra única esperanza es influir realmente en las elecciones.”

Incluso aunque eso signifique apoyar cualquier frente unido contra Netanyahu y sus aliados supremacistas, cuando la oposición al primer ministro está liderada por personas como Naftali Bennett, exlíder del principal órgano de los colonos israelíes, Avigdor Lieberman, considerado durante mucho tiempo como la extrema derecha de Netanyahu, o Benny Gantz, quien, siendo jefe del Estado Mayor, se regocijó en 2014 por haber “devuelto a Gaza a la edad de piedra.”

Sami Abu Shehadeh dirige el partido Balad, el principal partido palestino laico. Fue miembro de l Knesset entre 2019 y 2022, elegido gracias a una experiencia inédita de lista común entre varios partidos árabes y el partido Hadash, de ideología comunista, hoy en el limbo pero nuevamente deseado por algunos.

Para él, “lo que los sionistas proponen hoy es o bien un genocidio liderado por Ben Gvir y Netanyahu, o bien un apartheid liderado por Bennett y Lieberman”: “No podemos elegir entre la peste y el cólera. Pero esperamos poder influir en el Parlamento y encontrar interlocutores.”

Shehadeh, que vive en Jaffa, donde los lazos familiares con Gaza son más estrechos que en otras ciudades de mayoría árabe de Israel, considera que “la vida se ha convertido en un infierno desde hace dos años”. “Ya ni siquiera tengo valor para ver las noticias, aunque soy un político y estoy obligado a informarme. Pero ahora me conformo con poner el sonido porque ya no soporto las imágenes de Gaza. El sionismo siempre ha sido violento con nosotros, pero nunca había visto un consenso criminal como este”.

Abed está decidido a votar en las próximas elecciones: “Paradójicamente, este Gobierno permitiría nuevas alianzas. El nuevo jefe del Shin Bet no solo se centrará en los palestinos de 1948, sino que también cargará contra los grupos de izquierda y el colectivo LGTB, lo que puede provocar una reacción.”

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“No me sorprende la violencia actual”, concluye, “pero nunca hubiera imaginado que Occidente lo permitiría hasta este punto. Vivimos en un mundo en el que el derecho internacional no se aplica a Israel. Eso nos obliga a reevaluar nuestra posición política si no queremos desaparecer”.

 

Traducción de Miguel López

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