50 años: el principio del fin de la dictadura
Una ley franquista guarda aún la llave de las sombras del Estado
Cincuenta años después de la muerte de Franco, España sigue guardando sus secretos bajo una ley aprobada por el propio dictador. La ley 9/1968, de Secretos Oficiales, modificada de forma superficial en 1978, continúa siendo el marco legal que permite al Gobierno decidir qué información se clasifica y durante cuánto tiempo permanece oculta.
El resultado es una anomalía institucional que contrasta con los países de nuestro entorno. Mientras que Reino Unido o Francia cuentan con plazos de tiempo establecidos a partir de los cuales hacer públicos los archivos, el Estado español carece de un calendario automático de desclasificación de documentos y de un cuerpo técnico que supervise la apertura de archivos. “Aquí ni siquiera se sabe muy bien todo lo que hay; ni el presidente del Gobierno lo sabe”, advierte el historiador Ángel Viñas, que lleva décadas reclamando la sustitución de la norma.
La diferencia con otros países no solo está en el procedimiento, sino también en la cultura política. Viñas explica que en otros países de nuestro entorno existen grandes equipos de archiveros especializados y comisiones técnicas dedicadas a desentrañar e interpretar el pasado documental del Estado. Mientras, en España, la desclasificación sigue siendo un acto discrecional, dependiente del Consejo de Ministros y, en la práctica, sujeto a la voluntad de cada Gobierno. Esta ley, y la opacidad que conlleva, impide interpretar y comprender correctamente el franquismo en toda su magnitud, según indica Viñas, al regirse sus secretos por una herramienta diseñada e impuesta por el dictador.
El peso del franquismo se percibe también en lo que ya nunca podrá revisarse. Durante los primeros años de la Transición, miles de documentos de los ministerios de Defensa, Justicia e Interior fueron destruidos de forma deliberada, entre ellos, los expedientes personales de cientos de jueces, según Viñas. “Hubo individuos, grupos y autoridades que quisieron dejar tras de sí el menor volumen posible de evidencias”, señala. Esa eliminación dejó huecos irreparables. Incluso si mañana se abrieran todos los archivos, una parte esencial de la historia reciente de España ya no existe para ser desclasificada.
El miedo a abrir los archivos
Durante décadas, los sucesivos gobiernos democráticos han evitado tocar los secretos de Estado. “Miedo”, resume Ángel Viñas cuando se le pregunta por qué. “Miedo, y eso se aplica a los Gobiernos de Suárez y de Felipe González. Porque nadie sabe qué es lo que hay en los archivos”.
El nuevo anteproyecto de ley de información clasificada, aprobado por el Consejo de Ministros y actualmente en tramitación parlamentaria, pretende acabar con esa opacidad. En la presentación tras el Consejo de Ministros, Félix Bolaños defendió que la norma “supera una rémora de la dictadura” y situará a España “en los estándares europeos”. Por primera vez —subrayó— habrá plazos automáticos de desclasificación: 45 años prorrogables a 60 para los “altos secretos” y 35 prorrogables a 45 para los “secretos”. También aseguró que los documentos con más de 45 años se abrirán de forma automática. Según sus cálculos, esa disposición permitiría que “los informes reservados del golpe de Estado del 23-F se hagan públicos a finales de 2026”.
Sin embargo, la letra pequeña del texto matiza esa promesa. La nueva ley, de aprobarse tal y como está redactada ahora, permitiría mantener cerrados los documentos que puedan afectar a la defensa o la seguridad nacional, y deja en manos del Consejo de Ministros las prórrogas y excepciones. En la práctica, los criterios de clasificación seguirán dependiendo del Gobierno de turno.
Viñas lo ve con escepticismo. “Las evidencias primarias se encuentran todavía bajo secreto de sumario”, advierte, y teme que el nuevo sistema solo cambie las etiquetas. Según sus cálculos, tal y como está redactado el anteproyecto, los documentos generados durante el franquismo tardío y la Transición podrían no desclasificarse hasta 2050 o 2060. “El proyecto de ley es un avance importante, pero insuficiente”, señala.
El lado jurídico
Aunque el debate público suele centrarse en el origen franquista de la ley de 1968, algunos juristas no comparten la idea de que su antigüedad sea, por sí misma, un problema. Rosa María Collado, profesora de Derecho Administrativo en la Universidad Pontificia Comillas, subraya que, pese a provenir de la dictadura, la norma fue redactada por altos funcionarios con una sólida formación jurídica y con criterios técnicos que han permitido un funcionamiento estable y eficaz durante más de cinco décadas. El hecho de que sucesivos gobiernos de distinto signo hayan optado por mantenerla intacta desde su última modificación en 1978 es, para la experta, una prueba de que la ley ha ofrecido resultados razonables en la práctica.
Collado recuerda, además, que otras normas preconstitucionales —como la Ley de Expropiación Forzosa, de 1954, o algunas partes de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que sobreviven desde 1882— continúan vigentes por motivos similares: porque, más allá de su contexto histórico, siguen cumpliendo su función. En este sentido, Collado destaca que la ley delimita con precisión quién puede clasificar información —solo el Consejo de Ministros y la antigua Junta de Jefes de Estado Mayor—, lo que evita que cualquier autoridad intermedia pueda hacerlo de forma arbitraria.
Otro argumento jurídico apunta a que el ordenamiento ya incorpora mecanismos de control capaces de corregir excesos en la clasificación. El Tribunal de Conflictos de Jurisdicción —un órgano mixto compuesto por magistrados del Tribunal Supremo y del Consejo de Estado— resuelve los choques entre la autoridad judicial y el Gobierno cuando un juez reclama documentación declarada secreta. La jurisprudencia muestra que, cuando la materia no afecta a la seguridad del Estado, el tribunal ha ordenado entregar actas o documentos a la Justicia.
Riesgos para el periodismo
Además de la discrecionalidad del Ejecutivo para decidir qué se desclasifica y qué no, otra de las críticas al anteproyecto es la introducción de sanciones económicas contra quienes difundan información considerada clasificada. La futura ley prevé multas desde 30.000 hasta 2,5 millones de euros para periodistas o medios que publiquen documentos protegidos. El Gobierno defiende que sustituir las penas de prisión —de seis a doce años según la ley franquista— por la vía administrativa es un avance en proporcionalidad.
Sin embargo, para la Asociación de Periodistas de Investigación (API), esa sustitución no elimina el riesgo de censura, sino que lo desplaza. La organización advierte de que las sanciones pueden convertirse en un instrumento disuasorio, especialmente para medios pequeños o profesionales autónomos, y denuncia que el derecho a la información se utilice como un simple atenuante en la graduación de las multas. “La libertad de información, reconocida en la Constitución, no puede quedar supeditada a una interpretación ambigua del interés nacional”, señala la asociación en un comunicado respaldado por la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), la mayor organización profesional de periodistas del país.
La API también alerta de la concentración de poder en manos del Ejecutivo para decidir qué se clasifica y qué no, sin órganos independientes ni control judicial previo. Esa discrecionalidad, advierte, podría usarse para blindar información de interés público bajo el pretexto de la seguridad nacional. Por ello reclama al Gobierno y al Parlamento que revisen el texto para garantizar la protección del periodismo de investigación “como herramienta esencial de control democrático”.