Kafka en Palestina

María Luisa García Díaz

Ingresado en el sanatorio de Kierling (Viena), Franz Kafka soñaba con beber cerveza y emigrar a Palestina con Dora Dymant, su última compañera sentimental. Esta chica polaca fue la única que consiguió arrancar a este solterón de Praga y alquilar un pisito en Berlín. No obstante, Hermann Kafka nunca la miró con buenos ojos. Para él solo era la concubina de su hijo… Se conocieron en un balneario del mar Báltico: Kafka era un maduro seductor –cuarenta años– y Dora, la ayudante de cocina que en sus ratos libres ejercía de monitora de un campamento infantil.  

Para nada hacían buena pareja, él le doblaba la edad. Pero el flechazo fue tan fulminante, que antes de que finalizara el verano ya habían decidido aquello tan solemne de “hasta que la muerte nos separe”… Gravemente enfermo, la relación solo duró once meses. Dora tuvo el coraje de cuidar al tuberculoso autor de La metamorfosis hasta su último aliento. Es decir, que no murió solo como un perro –lo que era su recurrente pesadilla– sino en sus brazos, y junto a su leal amigo Robert Klopstock, el estudiante de medicina húngaro que le acortó su agonía con varios pinchazos de pantopón. Aullando de dolor, y harto de sentirse como “un callejón sin salida”, Kafka se arrancó el neumotórax y le gritó imperativamente: ¡Mátame, o eres un asesino!  

Para mitigar la frustración Kafka se sumergía en su mundo interior y recordaba la época de crapuleo con Max Brod

El bacilo de Koch se le había extendido por la laringe y la inflamación le impedía tragar: un pequeño sorbo de cerveza le ocasionaba un sufrimiento indecible. Para mitigar la frustración Kafka se sumergía en su mundo interior y recordaba la época de crapuleo con Max Brod, cuando ambos bebían litros de cerveza en el cabaret El Dorado, o en cualquier taberna del submundo de Praga. 

Tampoco podía hablar, así que se comunicaba con el mundo exterior a través de notas escritas en papel. Sea como sea, nunca dejó de escribir. Incluso ingresado en Kierling, en deplorable estado, corrigió la maqueta de El artista del hambre que le había enviado la editorial Schmiede. Es paradójico que el autor padeciera la misma caquexia que el protagonista del relato.   

Franz Kafka nunca estuvo en Palestina. Si acaso, viajó mentalmente mientras escribía Chacales y árabes, el año de la Declaración de Balfour (1917). También cuando compartía el sueño de Dora de emigrar a la Tierra Prometida y poner un restaurante: ella como chef y él de camarero. Nadie se imagina al larguirucho Kafka sirviendo platos a los clientes… Pero aún más descabellado es imaginarle imbuido en un sionismo que le impusiera escribir en hebreo y la fe en el Dios trascendente del judaísmo –Yahveh–, apartándole del panteísmo de Spinoza, el Deus sive Natura en el que creía.

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María Luisa García Díaz es socia de infoLibre.  

Ingresado en el sanatorio de Kierling (Viena), Franz Kafka soñaba con beber cerveza y emigrar a Palestina con Dora Dymant, su última compañera sentimental. Esta chica polaca fue la única que consiguió arrancar a este solterón de Praga y alquilar un pisito en Berlín. No obstante, Hermann Kafka nunca la miró con buenos ojos. Para él solo era la concubina de su hijo… Se conocieron en un balneario del mar Báltico: Kafka era un maduro seductor –cuarenta años– y Dora, la ayudante de cocina que en sus ratos libres ejercía de monitora de un campamento infantil.  

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