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Yo no maté a Unamuno (o sí, no sé)

Librepensadores nueva.

Ángel Lozano Heras

Parece que ahora todo es posible con la figura de Unamuno. Pero, dejando atrás frivolidades y zafiedades literarias, diremos que han surgido en la actualidad nuevas versiones sobre el relato de lo ocurrido entre Millán Astray y Miguel de Unamuno en el Paraninfo, octubre 1936. También sobre su muerte repentina o provocada; sobre su entierro manipulado y sobre su adhesión, al principio, y desafección, después, al régimen de los militares golpistas. Y sobre otros hechos trucados de su vida en relación con la política. Y más aún.

El documental sobre Unamuno de Manuel Menchón, Palabras para el fin del mundo, recién estrenado en los cines, acredita suficientemente con documentos inéditos, sobre todo en los últimos 15 minutos, las contradicciones, defectos y manipulaciones que se cometieron en la muerte de Unamuno y en los relatos oficiosos que nos han llegado.

Se especula, ahora, que Bartolomé Aragón, ese joven falangista y requeté, profesor adjunto universitario y militante acérrimo del Alzamiento Nacional, lo pudo envenenar –o provocar su muerte– esa  fría y oscura tarde de fin de año de 1936 cuando acudió a visitarlo. Lo que sucede entre él y Unamuno al abrigo de la mesa camilla con brasero de cisco es secreto sumarial. Solo lo sabemos circunstancialmente porque un colega de ideología, el decano perpetuo de Filosofía y Letras y exrector de la USAL, Ramos Loscertales, lo narra en el Prólogo de un libro de B. Aragón (Sintonía de economía corporativista, de ideario nacionalsindicalista), publicado el 16 de enero de 1937 (¡!) pocos días después de ocurrir el óbito de Unamuno.

Ramos Loscerlates firmaba este prólogo tan precipitado, "dedicado a la muerte de D. Miguel de Unamuno" y con el que se intentaba acallar rumores sobre un posible asesinato por los golpistas de Franco. El caso era "salir al paso de los rumores insistentes sobre el envenenamiento de Unamuno que circulaban por la ciudad, difundidos por una emisoras y medios republicanos y prensa internacional”.

El documental de Manuel Menchón también relata la identidad falseada de este personaje, B. Aragón, que ni era discípulo ni amigo de Unamuno y apenas se conocían. Era algo más que simple profesor auxiliar afín al Movimiento. Pertenecía a la élite falangista andaluza, con un pasado reciente muy sangriento y fascistoide.

Algunos investigadores acusan al director Menchón de ser exagerado y de cometer errores de investigador principiante. Además de buscar pingües réditos a la promoción de su documental, con un disparatado mráketing “adobado de medias verdades”. Estos investigadores acuchillan a destajo al director del documental recriminándole que es un pifostio su método historiográfico. Y a veces se les ve el plumero de poca simpatía hacia Unamuno, desde hace años ya. Eso sí, le  alaban su tratamiento de la imagen y de la música ¡menos mal!

Pero el caso es que “con datos en la mano”, sin palabrerías estériles, la fábula oficiosa que impuso la Falange –con el visto bueno del régimen franquista– está llamada a caerse en pedazos. Y quizás haya algo más en el futuro.

Bartolomé Aragón olió la chamusquina de las zapatillas de Unamuno. Y pensó que se había desmayado por el olor a cisco quemado.

¿Creíble, inventado, ficción en exceso, o traído al caso por oscuros intereses?

“…¡Yo no le he matado! ¡Don Miguel, don Miguel!”. Cuando se dio cuenta que  Unamuno estaba inmóvil, inclinada la barbilla sobre el pecho en la mesa, eso es lo que Bartolomé gritó pálido y desencajado (siempre según lo describe, muy interesadamente, Ramos Loscertales).

Bien se le pudo ocurrir otra frase más conveniente y menos inculpatoria, pero la mala conciencia parece que pudo más que él. Su inteligencia emocional no pudo con los hechos.

B. Aragón murió en  Madrid en 1996 con 90 años. Dos estudiosos de B. Aragón, que le entrevistaron en su casa varias veces, intentan buscar coherencia en lo que él supuestamente dictó esa noche a Ramos Loscertales para que lo incluyera en el prólogo antes citado. Pero uno de ellos, la norteamericana Margaret Thomas Rudd, mezcla aciertos con errores de bulto y cierta estructura de intriga novelesca, ficcionada, de las palabras de B. Aragón. El otro autor, el catedrático emérito de Filosofía, ya jubilado, Antonio Heredia, aborda la historia del pacato profesor con algunos atisbos de virtuosa investigación documental, objetiva, y otros de clarísima y parcial defensa de la hidalguía del falangista ya anciano. Heredia es poco crítico con las interacciones ideológicas, políticas y guerreras de Aragón. Se basó mucho en las declaraciones orales de este. Pero siempre se ha , desde la psicología, la investigación policial y judicial, que estas están sujetas a los vaivenes caprichosos de nuestra imaginación y memoria, la propia incluso. Y a veces, demuestran matices que desvirtúan la realidad.

Aunque no admitamos lo de asesinato, provocado o inducido o involuntario, ahora aumentarán más aún las sospechas de que hubo innumerables irregularidades en la crónica del fallecimiento y entierro de Unamuno. Y es que así lo diseñaron miembros del falangismo más intelectualoide para atraer a su causa la figura del filósofo y escritor vasco-castellano. Fue bien perpetrado, desarrollado y ambientado por el departamento de Prensa y Propaganda de Franco (repleto de periodistas y escritores falangistas y afines a Millán Astray).

Hablo de falangistas intelectualoides. No digo la falanjería de camisa paramilitar de correajes y pistolas, la de los paseos y las sacas. No digo tampoco el fascismo oficial ni los protagonistas del golpe de Estado, militares, banqueros y monárquicos. Todos estos guardaron gran mutismo, sospechosamente, a su extraña muerte; ni fueron al velatorio ni a su funeral. Ninguna autoridad oficial, militar y civil acudió al duelo. Tampoco Bartolomé Aragón. Por supuesto, silentes, no acudieron Franco ni Carmen Polo, que estaban en Salamanca ese día.

Ángel Lozano Heras es socio de infoLibre

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