Librepensadores

El primer millón

Manuel Jiménez Friaza

Cuenta David Harvey en su libro El enigma del capital que a Imelda Marcos, tras la caída de su marido, el dictador filipino, le encontraron en su casa 6.000 pares de zapatos. Esa locura (semejante cantidad daría para estrenar zapatos todos los días ¡durante cerca de 20 años!) no sólo se explica por la impunidad de quien cree poderlo todo sin rendir cuentas a nadie, que también, por supuesto, sino por algo más: se trata de la acumulación capitalista trasplantada al alma individual, el consumismo fetichista elevado a la insania, el lujo suntuario como señal de poder y distinción social.

No es nada raro, por otro lado, sino todo lo contrario, en las familias de los autócratas. En lo que se refiere a nuestro país, más allá del expolio encubierto del Pazo de Meirás, es bien conocido el caso de Carmen Polo de Franco, de la que se contaba que era temida en el gremio de joyeros de Madrid por su afición compulsiva a las joyas y la pulsión complementaria a no pagarlas. O a pagarlas en especie, con un retrato dedicado, por ejemplo. Se decía que el consorcio de joyerías de la villa y corte tenía acordado un seguro para tan particular caso. Uno de los testimonios más fiables de tal afición desmedida es el de Jimmy Giménez-Arnau, que fue marido de Merry, una de las nietas de Franco, que aseguró que existía en la casa familiar un cuarto de unos 40 metros cuadrados con armarios estrechos en los que se guardaban «collares, diademas, pendientes, guirnaldas, broches y camafeos» de «perlas, aguamarinas, brillantes, diamantes, oro y plata» (La Nueva España, 3/12/2012).

Pero estos casos extremos, en los que se suman la exhibición del lujo suntuario con la borrachera del poder absoluto, no son sino excepciones patológicas de lo que es la norma. Debemos huir de la excusa banal que considera el consumismo (o el derroche o el dispendio) como simples vicios producidos por decisiones individuales, que se corregirían, por tanto, con modificaciones de conducta (algo así como los consejos bienpensantes, propios de los anuncios gubernamentales o de la escolar «educación en valores», para ahorrar luz o agua: apaga la luz al salir, no dejes el grifo abierto...). No, sino que lo que sucede es que, como adivirtió siempre Agustín García Calvo, «si cada uno no creyera que hace lo que quiere, sería imposible que hiciera lo que le mandan». Y lo que se nos manda, pues es el alma del mundo, es que consumamos mercancías, tiempo y futuro de forma constante y acelerada.

Incluso con apelaciones al patriotismo, como ocurrió en EE. UU., tras los atentados de Nueva York, cuando el mismo expresidente Georges W. Bush era filmado a los pocos días a bordo de un avión comercial animando a los ciudadanos norteamericanos a viajar de nuevo, con la nueva seguridad reinstaurada, o se hacían llamadas publicitarias a comprar y regalar cachivaches en pro de la recuperación económica de la patria. El capital no es una cosa estática sino un proceso en que el dinero busca al dinero incesantemente. Si las mercancías ya no dan el beneficio necesario (se calcula que debe aumentar un 3% anual, y que lo viene haciendo, salvo en épocas de recesión, desde hace casi tres siglos) el capital lo busca, como ahora, en inversiones financieras: deudas, futuros, allá donde sea posible...

La acumulación de capital, producto del excedente en forma de beneficio, debe ser reinvertido de continuo para obtener más beneficio que, a su vez, forma parte de una masa nueva de dinero que de ebe buscar más dinero, en esa espiral sin sentido. Pues bien, imagínese que esa insania que da por amortizado el tiempo de la vida (por eso lo llamamos «alma del mundo», rescatando la vieja idea renacentista) se reproduce también en nuestras almas individuales, que esa agitación sin fin en torno a la posesión imaginaria de cosas nuevas, la alegría enervante y insatisfactoria del consumo es el único resorte de sentido que nos ha quedado. Es así que creemos identificar ese mismo devenir en el afán contemporáneo que mueve a los adolescentes y jóvenes a «coleccionar» experiencias, viajes, amores (don Juan Tenorio es el arquetipo capitalista del amor) o años de vida. Los recuerdos se han cosificado en fotografías, como les ocurría a los replicantes de Blade Runner. La vida buena se ha convertido en un proceso de acumulación en el que el tiempo pleno y con alma ha sido engullido por la regla del interés compuesto. Los admirables logros de la humanidad que fascinaban a Sófocles se han reducido a la triste búsqueda del primer millón. De lo que sea.

Manuel Jiménez Friaza es socio de infoLibre

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