La gran exposición de Maruja Mallo en el Reina Sofía

Maruja Mallo (Vivero, 1902 – Madrid, 1995) fue la pintora más importante de una generación de literatos. Tuvo la admiración de Alberti, Lorca, Neruda y Dalí, que la definió con una de sus butades: «Mitad ángel, mitad marisco». Su pintura impresionó a Ortega y Gasset, que le dedicó la única exposición que jamás se hizo en la sede de La Revista de Occidente y algunas de sus imágenes (labradoras a las que se les espigan las manos) forman parte del imaginario colectivo. Ahora, treinta años después de su muerte, el Museo Reina Sofía le dedica una exposición retrospectiva.

La muestra, realizada en colaboración con el Centro Botín (sito en Santander, donde pudo verse una primera versión de la exposición), trata de contextualizar la obra de Mallo a través de un despliegue cronológico apoyado en un buen número de documentos, muchos de ellos procedentes del Archivo Lafuente (de cuya adquisición pública se cumplen tres años). Si obviamos el preludio (dos cuadros academicistas —un hombre negro ataviado con turbante y taparrabos de leopardo y una señorita de rostro juliorromeresco— pintados durante su formación en la Academia de San Fernando), la exposición comienza con la serie completa de las verbenas, pintadas a finales de los años 20, dispersas desde que se exhibiesen en los salones de La Revista de Occidente en 1928. Son cuadros que representan escenas carnavalescas, con personajes variopintos y coloridos (magos, cabezudos, marineros) que se superponen en una composición dinámica y exuberante plagada de elementos populares. En los textos de sala, Patricia Molins (comisaria de la muestra) señala que estas imágenes suponen una ruptura con el imaginario existente de lo español, protagonizado por manolas y personajes tremendistas. De ser así, la ruptura duró poco, porque apenas un par de años después de estos trabajos Mallo se adentraría en las Cloacas y campanarios, una serie llena de esqueletos, ruinas y ponzoña cuya paleta recuerda a algunos cuadros de Gutiérrez Solana. (Tampoco huyó de los tipismos, la misma exposición muestra dibujos de toreros, banderilleros, bandoleros y frailes; asuntos, a mi juicio, tan modernos como los antedichos). 

La exposición avanza por los trabajos de los años treinta: una pintura esquemática, influida por el constructivismo del uruguayo Joaquín Torres García (a quien conocería en Madrid en 1933) y el interés por lo escenográfico (Mallo estudiaría teatro en París, donde conoció a Picasso y a Miró) sustanciada en sus diseños para el ballet Clavileño de Rodolfo Halffter. La Guerra Civil pilla a Mallo en Galicia, dibujando labriegos y pescadores. De esas anotaciones surgiría, ya en el exilio americano, su serie más conocida: La religión del trabajo (1937-1939). Estas pinturas, protagonizadas por mujeres de rostro hierático, son, en palabras de la artista una proclamación de «fe materialista en el triunfo de los peces, en el reinado de la espiga». La cita, admitámoslo, es hermosísima. Son obras realizadas con una técnica pictórica elemental, de un fuerte componente geométrico y de un poderoso contenido simbólico.

Unos años después, Mallo se embarcaría en Las naturalezas vivas (1941-1943), unos bodegones coloristas y un tanto kitsch en los que conchas, flores y algas forman conjuntos que parecen sostenerse en equilibrio sobre unos fondos de color pastel. Aunque raros, estos trabajos se inscriben en categorías perfectamente académicas, tal y como lo hacen sus cabezas (bustos de frente o de perfil, a veces sazonados con elementos vegetales) o las máscaras, una colección de antifaces de rasgos raciales híbridos y expresiones inescrutables.

La exposición termina con unos trabajos fechados hacia la década de los ochenta de título grandilocuente: Moradores del vacío y Viajeros del éter. Estas obras, protagonizadas por elementos entre lo geométrico y lo orgánico, parecen completar el «programa» estético de la artista. Si con las pescadoras y las mujeres atléticas había tratado de ofrecer un nuevo clasicismo para un mundo nuevo, con estas obras postreras se diría que descubre los habitantes de una realidad igualmente novedosa, ya sea por alejada o por diminuta.

Máscara y compás (que así se llama la exposición) trata de ofrecernos una visión completa del trabajo de Maruja Mallo, más allá del personaje pop o de las tres imágenes ya sabidas. En buena parte lo logra mediante un despliegue muy pertinente de material de archivo (de las doscientas piezas que componen la exposición, muchas de ellas corresponden a este epígrafe) y de dibujos y bocetos. Algunas son muy clarificadoras, como una página (fechada en Lisboa, enero de 1929) en la que se reproduce un retrato de la artista con la leyenda: «Bellezas espanholas: A insigne pintora Maruja Mallo» junto a un recorte del periódico Claridad. Diario de la noche (¿cuándo renunció la prensa escrita a estos nombres tan formidables?) al que la artista afea (el artículo se titula "El artista contra el crítico") los innecesarios piropos y comentarios sobre su aspecto que algún reseñista le habría dedicado en esas mismas páginas. Estas constataciones concretas del clima machuno de la época resultan particularmente pertinentes a la hora de comprender los perfiles de una artista que quiso serlo por derecho propio, por más que aún podamos encontrar artículos en que se la describa como "la musa" (término odiosísimo) de tal o cual señor de la generación del 27.

Maruja Mallo, fantasía ingobernable de la vanguardia española

Ver más

Esta "voluntad de autoría" queda igualmente afirmada en los distintos retratos que aparecen en la exposición, en los que se evidencia la percepción que Mallo quiso fijar de sí misma a lo largo de su vida. También es de agradecer que Molins no escatime en referencias a las mujeres con las que Maruja mantuvo relación a lo largo de su vida (Gabriela Mistral, por ejemplo).

Un análisis general del trabajo de la artista excede el espacio de esta crítica (algunos temas son fascinantes, como su particular concepción de las religiones o de la magia, elemento que aparece una y otra vez a lo largo de su obra; o su curiosidad —aunque fuese como aficionada— por los avances científicos: de la escucha de una conferencia pronunciada por Einstein en la Residencia de Estudiantes sobre la relatividad surge su interés en la geometría y su búsqueda de esquemas universales). Algunos de estos asuntos aparecen apuntados en la exposición. Otros, sin embargo, parecen deliberadamente orillados. Por ejemplo, la insoslayable óptica burguesa y eurocéntrica con la que Mallo mira a los obreros, la ideología tras el cuerpo apolíneo de los atletas (son elementos de la modernidad, pero no solo), o la inquietante fascinación por los cuerpos racializados, que se sustancia en una colección de cabezas cortadas (angulosas, sin papada, las mejillas prietas) colgadas de la pared entre hojas tropicales.

No crean que exagero. Como despedida de la exposición se proyecta la entrevista que Paloma Chamorro hizo a la artista en el programa Imágenes. Durante la conversación, Mallo cuenta cómo, en la casa que Neruda tuvo en Madrid, pasaban las tardes revistiéndose con pieles y máscaras traídas de la isla de Java, con las que hacía "liturgias del Pacífico". "El valor de Europa es haber traspasado Oriente a Occidente", afirma. Serán cosas de la época, pero no por ello conviene evitarlas. La modernidad del trabajo de Mallo se asienta, también, sobre las categorías culturales que le tocó vivir y la pertinencia de la recuperación y comprensión de su obra puede hacerse sin escaqueos.

Maruja Mallo (Vivero, 1902 – Madrid, 1995) fue la pintora más importante de una generación de literatos. Tuvo la admiración de Alberti, Lorca, Neruda y Dalí, que la definió con una de sus butades: «Mitad ángel, mitad marisco». Su pintura impresionó a Ortega y Gasset, que le dedicó la única exposición que jamás se hizo en la sede de La Revista de Occidente y algunas de sus imágenes (labradoras a las que se les espigan las manos) forman parte del imaginario colectivo. Ahora, treinta años después de su muerte, el Museo Reina Sofía le dedica una exposición retrospectiva.

Más sobre este tema