¿Para qué sirve un crítico?
La crítica de arte se está muriendo, como el teatro o el cante jondo. Menos cacareada que la del panda o la del lince, la extinción sigue su curso. Las amplias praderas por las que alguna vez retozaron, animosas, las firmas más agudas e independientes del occidente van empequeñeciéndose: los suplementos culturales padecen anemia y las páginas donde otrora (ja) se desmenuzaban exposiciones y bienales han quedado (como esas habitaciones que se achican en las películas de aventuras) reducidas a columnitas y breves. «¿Crítico?», me replicaron una vez con escepticismo. Fue en las taquillas del Reina Sofía, donde intentaba librarme de apoquinar el ticket enseñando mi carné de prensa. «Bueno, por esta vez vale: pero estas entradas son para periodistas, no para gente que hace otras cosas».
¿Qué serían esas otras cosas? La pregunta tiene su miga: incluso dentro del gremio, no crean que todo el mundo sabe a qué rarezas se dedica un crítico. Valga un ejemplo. Hace poco me llegó un ofrecimiento: «Estaríamos encantados de facilitarle el viaje siempre que nos garantice un artículo sobre nuestro evento en la cabecera de mayor relumbrón de cuantas tenga a su disposición». Como esto me sucede con bastante frecuencia, tengo redactado un correo tipo en el que explico que, aunque detesto salir de casa, estaré encantado de desplazarme para ver lo que quieran enseñarme; y que, una vez visto y pensado, ya decidiré si escribo, cómo, dónde y cuándo. No crean que es altivez: odio viajar y cobro por pieza, así que siempre ansío encontrar motivos para despachar una cuartilla. «La primera decisión que toma el crítico es a qué le dedica el poco espacio que le prestan en el periódico», nos repiqueteaba un profesor. Miren, hay exposiciones que no merecen comentario. No porque estén mal, no porque estén bien: atrocidades hechas por neófitos que es mejor dejar correr; muestras correctísimas que no dan para más que una descripción o tan técnicas o específicas que uno no tiene elementos de juicio.
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He aquí la cosa, el juicio: la capacidad para analizar y exponer, en unos pocos párrafos, la sucesión de razonamientos que justifican la opinión que se está emitiendo. Verán, lo que hace valiosa a una crítica es la riqueza y la fortaleza de la argumentación, no si al fulano que la firma le ha gustado o no tal expo. Son los argumentos (y no otra cosa) los que hacen fértil el ejercicio de la crítica, haciendo partícipe al lector del análisis del abajofirmante y permitiéndole considerar sus elogios o reproches en su justa medida.
Por supuesto, puede escribirse sobre arte sin atender a estos procedimientos. Ahí está la información cultural («el museo tal inaugura una colosal retrospectiva de nosequién»), la publicidad («la exposición de menganito que no te puedes perder») y las secciones de ocio y tiempo libre («mil doscientas recomendaciones para este verano»). Como todo, en cada categoría hay calidades, y no creo que el trabajo informativo sea menos valioso que el opinativo. Me crispa, sin embargo, la confusión y el continuo gato por liebre con el que nos desayunamos cada fin de semana. Glosas a la nota de prensa dadas como análisis, tibias descripciones hechas pasar por críticas y el confuso batiburrillo de planes para el fin de semana, recomendaciones interesadas y palmaditas con cohecho.
El declive de la crítica obedece a muchos azares: la crisis de los medios de comunicación o el cambio de los hábitos de consumo causados por las redes sociales pueden ser alguno de ellos. También, el desprestigio al que sus actores principalísimos la han sometido. Reseñistas de exposición propias, medios que elogian obscenamente las iniciativas culturales de sus propietarios, alineamientos coordinados o, las más de las veces, el comprensible deseo de no molestar, que aquí somos cuatro gatos, el jornal escasea y todos acabaremos tropezándonos en algún cóctel. Con estos precedentes, es comprensible que nadie llore el persianazo del garito: no les culpo. Hace no mucho, un amigo me decía que mi querencia por los varapalos me daba un provecho reputacional. «Un crítico a la antigua». Para no estrangularlo, traté de explicarle que no me tengo por alguien tan severo (más bien, creo que la complacencia general hace que una pequeña reserva de tanto en tanto resuene más de lo que uno quisiera) y que, sinceramente, deseo que todo me entusiasme. En primer lugar, porque nadie quiere pasarse la vida entre exposiciones que le espanten. En segundo, porque aunque los críticos no tengamos ya ningún poder (la página más furibunda no causa un roto a nadie), las represalias siguen siendo las mismas. No se imaginan la de compromisos laborales que decaen y la de bufidos que se reciben cuando uno no se admira por la última exposicioncita del amigo de un amigo de ese que te acaba de coger tirria.