Y el musical saltó a las calles: la ‘West Side Story’ de Spielberg como cima del género

Durante la mayor parte de su historia, el cine musical de Hollywood ha acostumbrado a ir a rebufo de la escena teatral. Por mucho que el fenómeno The Rocky Horror Picture Show se solidificara a través de reestrenos y sesiones golfas, la idea original había arraigado en los escenarios, y de forma análoga Broadway fue originando puntualmente las películas musicales más conocidas. En la década de los 90 pasó algo raro, sin embargo. Coincidiendo con la sumisión de este circuito al oportunismo y el reclamo turístico —el merchandising de megamusicales como Cats seduciendo a las masas de visitantes de Nueva York—, así como con el dominio de Disney del cine musical a través de esas películas animadas influidas por Broadway, hubo un gran cambio en esta jerarquía.

Lo normal había sido que primero fuera el musical teatral y luego la película, pero Disney tuvo unos taquillazos tan rotundos en los 90 como para cambiar eso. Primero fue La bella y la bestia, luego El rey león: clásicos animados automáticos que fueron adaptados al circuito de Broadway y más tarde al resto del mundo. La relación se iría haciendo más compleja a partir de aquí, con los productores buscando puntos de partida progresivamente chocantes. Por ejemplo Hairspray, el extraño musical de John Waters del 88, fue transformado en obra de teatro en 2002 para que esta a su vez fuera convertida en película en 2007 con el fulgurante protagonismo de John Travolta remitiendo a Grease. Esta nueva Hairspray no era un remake de Waters. No exactamente.

La situación se complicaría aún más cuando se desarrollaran para las tablas las adaptaciones de Una rubia muy legal, Billy Elliot o incluso el Spider-Man de Sam Raimi —algo que por suerte apenas ha salido de Manhattan—, y pudieran repetirse jugadas como Hairspray. En los últimos años se han estrenado los “remakes musicales” de Matilda y Chicas malas con el precedente inmediato de su versión teatral, mientras la variante más loca de esta tendencia llega a los Oscar. Observemos el caso de Wicked. El film que estrena su Parte 2 este año adapta un musical de Broadway, que a su vez adaptaba una novela de Gregory Maguire, que a su vez adaptaba la novela de El mago de Oz y estaba muy influenciada por la película de 1939 que la había adaptado anteriormente.

Wicked tiene tanta relación con el musical y la literatura como con el propio cine, pues propone que leamos sus colores e ideas como reflexiones sobre un film fundacional de Hollywood que forma parte del imaginario popular. Con lo que Broadway y Hollywood integran una relación simbiótica, sin que distingamos dónde acaba uno y empieza otro. Es el rasgo esencial del último cine musical.

El efecto Cabaret

No cabe duda de que el cine musical resucitó como género en los 2000, y que a día de hoy —el éxito de Wicked lo confirma— seguimos inmersos en dicho revival. Puestos a responsabilizar a algún título específico de ello podríamos volver sobre Moulin Rouge, pero quizá sea más adecuado responsabilizar a otro musical del año posterior, 2002. Porque Chicago, además, fue recompensado por la Academia. Ganó el Oscar a Mejor película, entre otras cinco estatuillas, y tejió un paralelismo delicioso con lo sucedido en los 70. Entonces había sido Bob Fosse, con Cabaret, quien había traído energías nuevas al género tras su declive sesentero. Y ahora Fosse estaba de vuelta: Chicago era un musical posterior a Cabaret, que en su día Fosse no había podido llevar al cine.

Rob Marshall, antiguo bailarín de Broadway —había pasado a coreografiar y más tarde dirigir tras lesionarse haciendo Cats—, pudo hacerlo en su lugar, y Chicago tuvo un impacto en la industria similar al de Cabaret. De pronto el musical de toda la vida, macerado en el escenario y entre las marquesinas de Broadway, volvía a ser garantía de valiosas producciones de Hollywood, que en paralelo a la revolución posmoderna de Moulin Rouge intentaban retener un impulso neoclásico. Por muy vanguardista que pudiera parecernos la percusión de Cell Block Tango, Marshall no hacía otra cosa que plegarse respetuosamente a una tradición, con un resultado deslumbrante que tampoco aligeraba la sátira original en torno a la fama, el crimen y el sensacionalismo.

Es con Chicago, entonces, cuando empieza todo. Posteriormente, Marshall se especializó en este tipo de proyectos y adaptó nuevos espectáculos de Broadway sin nunca acariciar la excelencia de Chicago —caso de Into the Woods y Nine, donde volvíamos a toparnos con esa esquizofrenia cine-teatro al adaptar una revisión libre del 8 ½ de Fellini—, mientras la huella que había dejado en la industria allanaba el camino para producciones que muchas veces coincidían con la publicitada reposición en salas de la obra de turno. Chicago, a decir verdad, había obtenido el impulso extra que necesitaba gracias a tener nuevas funciones desde 1996, y se fueron dando situaciones similares con El fantasma de la ópera de Joel Schumacher o Los miserables de Tom Hooper.

Lo ocurrido con Los miserables es significativo en sus propios términos, por otro lado. No solo por partir de un entramado de referentes más lioso de lo habitual —primero la novela de Victor Hugo, luego el musical francés adaptado velozmente al inglés—, sino por refrendar prestigio a través de nuevas nominaciones al Oscar y un influjo autoral que Marshall había frenado en beneficio de su maestro Fosse. Hooper ganó el Oscar a Mejor película y Mejor director por El discurso del rey, así que no iba a adaptar algo agachando la cabeza. Trabajó en Los miserables una puesta en escena manierista —con composiciones desequilibradas y un acercamiento visceral a los intérpretes— y probó alguna innovación, como registrar las voces de los números en tiempo real.

Los resultados fueron discutibles, aunque lo peor estaba por llegar. Siguiendo la tendencia de shows legendarios saltando por fin al cine, en 2019 ocurrió lo inevitable y se quiso adaptar Cats con la mediación de Hooper. El resultado le destrozó la carrera: un bochorno generalizado de CGI (imágenes generadas por ordenador) penoso y coqueteos con el terror involuntario, que demostraba el peligro de recrear obras de Broadway sin ton ni son, solo en base a su estatus económico. Andrew Lloyd Webber había ideado Cats como un espectáculo de danza, con la narrativa al mínimo, dependiente de la suspensión de incredulidad del escenario. Esta suspensión de incredulidad, demostró Cats, no era exportable al cine.

El musical después de Cats

La película de Cats es un evento cultural de primera categoría, tanto como para ser además la última producción de Hollywood que despertaba tantos comentarios —ninguno positivo— estrenada antes de la pandemia. El coronavirus es, en fin, un hito insoslayable en nuestro repaso. Por cómo pudo afectar al propio funcionamiento de Broadway, claro —con las limitaciones correspondientes de su aforo y el retraso de las obras—, así como por algo más esotérico. Una pulsión que, a través del confinamiento y los cierres perimetrales, llevaba a querer abandonar las estrecheces del escenario. A que el musical, por mucho que no olvidara su deuda teatral, persiguiera echarse a la calle.

Así ocurrió que en 2021 se estrenaron dos musicales gemelos: uno de ellos —ahí ahí junto a Moulin Rouge—, el mejor que se haya estrenado durante el siglo XXI. Por un lado tuvimos En un barrio de Nueva York y, por otro, la obra maestra a la que nos referimos, la West Side Story de Steven Spielberg. Ambas películas compartían un retrato de Nueva York como urbe multicultural, encabezado por minorías que sufrían el racismo, el abandono institucional o las apreturas económicas. Su origen era muy distinto, por otra parte, aunque se asentara en el teatro.

En un barrio de Nueva York adaptaba el musical dosmilero In the heights de Lin-Manuel Miranda —algunos años después del macroéxito de Hamilton y de que él mismo hubiera participado en ese retorcido régimen que comentábamos antes, al convertir la comedia de animadoras A por todas en un musical—, conservando la elaborada mezcla de ritmos y estéticas de América Latina que se había orquestado a partir de la condición migrante de los protagonistas. Su apuesta por la diversidad era totalmente contemporánea y asimilable a la agenda del Partido Demócrata —mientras que la In the heights original celebraba el mandato de Obama, la película podía hacer lo propio con el recién elegido Joe Biden—, y en resumen muy alejada del tradicionalismo de West Side Story.

Porque, ¿qué era West Side Story, entretanto? Una regresión al Broadway de mediados de siglo, solo que una regresión muy meditada. Al fin y al cabo, sin la West Side Story representada desde 1957 difícilmente se habrían dado luego las convulsiones de Cabaret, The Rocky Horror Picture Show o Hair: de aquellos “musicales de concepto” que habían esgrimido el compromiso político para hablar de lo que sucedía fuera del teatro. Los temas de West Side Story son similares a los de En un barrio de Nueva York partiendo de un lecho más canónico —el esqueleto dramático de Romeo y Julieta, ahí es nada—, y muestra una preocupación paralela por la situación de las comunidades migrantes de EEUU, entre la violencia y la pérdida paulatina de su identidad cultural.

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Spielberg partía del desafío de actualizar esta preocupación, así como de igualarse a la película de 1961 que adaptó el musical y cambió para siempre la forma en que Hollywood se acercaba a estos espectáculos, con un enfoque más flexible y orientado a la realización dinámica. Dinamismo es justo lo que podía aportar Spielberg por su parte, marcándose un categórico ejercicio de puesta en escena que dejó temblando a la audiencia… o al menos a los pocos espectadores que fueron a verla. Ni En un barrio de Nueva York ni West Side Story tuvieron una taquilla reseñable.

Es otra cosa que les une y mueve a teorizar sobre si la pandemia nos quitó las ganas de musicales —al menos hasta Wicked, o la comedia disparatada de Barbie—, pero que para el caso no importa mucho. Existe una belleza insobornable entre las propuestas de En un barrio de Nueva York y West Side Story, perfectamente reflejadas en dos números musicales que a su vez son gemelos: 96.000 por un lado, el archiconocido America por otro. Ambos números se centran en los deseos de los personajes, que elucubran planes de futuro atendiendo a la promesa del sueño americano. Es curioso lo que sucede aquí porque las metas de West Side Story —contrastadas por el escepticismo de quienes saben que el racismo impedirá su ejecución— dan paso al requisito de algo tan arbitrario como ganar la lotería para tener éxito dentro de En un barrio de Nueva York.

El sueño americano desvelado como un engaño al que se le ha ido agotando la coartada, mientras West Side Story y En un barrio de Nueva York ilustran la lucidez con la que el musical se ha enfrentado a los grandes dilemas de cada época sin amilanarse ante su complejidad, confiando en que el público lo captará entre tanta exaltación cantarina. 96.000 y America apuestan, además, por el poder del cine para llevar el género a otros lugares más emancipadores allá donde el show primigenio tuvo que limitarse a las bambalinas. Mientras que 96.000 se ambienta en una piscina pública, America salta a las calles, frena el tráfico, y convierte la ciudad en el nuevo escenario. Un escenario donde, como nos han enseñado los musicales, todo es posible.

 PLAYLIST MEDIO SIGLO DE CINE MUSICAL 5

Durante la mayor parte de su historia, el cine musical de Hollywood ha acostumbrado a ir a rebufo de la escena teatral. Por mucho que el fenómeno The Rocky Horror Picture Show se solidificara a través de reestrenos y sesiones golfas, la idea original había arraigado en los escenarios, y de forma análoga Broadway fue originando puntualmente las películas musicales más conocidas. En la década de los 90 pasó algo raro, sin embargo. Coincidiendo con la sumisión de este circuito al oportunismo y el reclamo turístico —el merchandising de megamusicales como Cats seduciendo a las masas de visitantes de Nueva York—, así como con el dominio de Disney del cine musical a través de esas películas animadas influidas por Broadway, hubo un gran cambio en esta jerarquía.

MEDIO SIGLO DE CINE MUSICAL

Este artículo pertenece a la serie Medio siglo de cine musical, en la que Alberto Corona hace un repaso histórico del género con multitud de títulos. Otras entregas:

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