No llores por ella, Argentina: cómo ‘Evita’ arruinó la posibilidad de un musical político

Madonna y Antonio Banderas en 'Evita'

A The Rocky Horror Picture Show le bastó un lustro de su estreno, y apenas cuatro años desde la llegada del culto, para constituirse la quinta esencia del musical contracultural. Ocurrió así que, ya entrado 1980, una película tan comercial como Fama quiso rendirle un sentido homenaje en forma de catarsis para una de sus protagonistas. La joven Doris Finsecker (Maureen Teefy) acababa de ingresar en una prestigiosa escuela neoyorquina de interpretación, cuando un amigo le llevaba a ver un sing along de la película de Jim Sharman. Con sus rituales establecidos, sus gritos coordinados, su batallón de performers bailando el Time Warp junto a la pantalla. Dejándose llevar por el momento, Doris acababa saltando al escenario para unirse a los bailarines.

Doris había confirmado que tal era su vocación, que quería bailar. The Rocky Horror Picture Show parecía tan capaz de sacudir conciencias como el primer día, solo que Fama terminaba apostando por un enfoque más amargo y realista. El Time Warp iba a establecer un contraste con la paulatina desilusión de este grupo de estudiantes ante las dificultades de luchar por sus sueños, la competición deshumanizante y otras circunstancias precarias que el director Alan Parker quería examinar pocos años después de haber entregado su propio musical vanguardista, el ya referenciado Bugsy Malone. La revitalización del musical liderada por los marginados había sido bonita pero tenía las patas muy cortas, parecía decirnos Fama.

No bastaba para sobreponerse a los años ochenta, la década del videoclip y de la desaparición del cine musical como estandarte hollywoodiense, en favor de películas con soundtracks destinados a las listas de éxitos. También es cuando se consolida el neoliberalismo —representado en Estados Unidos por las legislaturas de Ronald Reagan entre el 81 y el 89—, cuya exaltación del individuo y la asfixia de lo colectivo se estaba insinuando en Fama para seguir desarrollándose a través de la franquicia que iba a alumbrar. Los derivados de Fama irían suavizando el malestar de sus imágenes según un proceso orgánico, por cuanto una de las directrices clave del nuevo sentido común neoliberal era la despolitización. Y eso lo iba a sufrir el cine musical también, a través nuevamente de Parker como cómplice.

Los hippies se dirigen a Casa Rosada

Un año antes de Fama se habían estrenado dos musicales muy importantes. Uno en cines y otro en Broadway. El primero de ellos partía de una tesitura complicada, por adaptar a su vez otra obra teatral doce años después de su lanzamiento original. No es que normalmente sea muy determinante el tiempo de adaptación de un musical a la gran pantalla —la reciente Wicked le saca más de 20 años a la versión de Broadway y ha sido un éxito—, pero con Hair había un problema insoslayable: era un musical sobre el movimiento hippie estrenado pocos meses después del Verano del Amor de 1967. Una obra, vaya, plenamente inserta en el presente, que retrataba la contracultura en tiempo real. No hace falta detallar qué había sido del movimiento hippie a finales de los años 70.

A la nueva Hair de Milos Forman no le quedaba otra que hablar en pasado. Conservaba del original la rabia juvenil —enfatizada por un notable cambio en el desenlace, correspondiente a la muerte en Vietnam de uno de los protagonistas—, pero no podía librarse del hecho de estar rememorando, seleccionando en la memoria para quedarse con unos pocos elementos —el movimiento pacifista— en detrimento de otros —el feminismo—, y siempre con la plácida asunción de que todo había terminado. La década de los 70 se había hundido en el desengaño por el fin de la utopía sesentera, y Hair bien podía constituir un lamento por todo lo perdido. El otro musical de 1979, el de teatro, anidaba una frecuencia similar, pero con un estado de ánimo diametralmente opuesto.

Y es que la Evita de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice no solo constataba un posible fin de la política tras Hair —considerado en su versión original, junto a Cabaret, como uno de los primeros “musicales conceptuales” por la fuerza de su discurso—, sino que lo celebraba atolondradamente. Esta era la misma dupla, al fin y al cabo, que había ascendido en el circuito teatral neoyorquino gracias a convertir episodios bíblicos en óperas rock: primero con aquel José que interpretaba los sueños del Faraón en Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat y luego con el mismísimo Mesías en Jesucristo Superstar. Webber y Rice observaban el flujo cultural con un talante netamente posmoderno, sin distinguir lo sagrado de lo profano, y trabajaban el espectáculo de una forma que nadie podía saber nunca a ciencia cierta si todo era irónico, o todo iba en serio.

Cuando 'Evita' llegó a los escenarios a finales de los 70 las críticas fueron demoledoras. Pero la taquilla reventó

No es una tendencia exclusiva de dichos creadores —ya comentamos que el éxito de Grease surge de este mismo descreimiento—, aunque bien pudo exacerbarse al querer plantear otro musical sobre la vida de una persona real que apenas llevaba 20 años muerta, y cuya figura seguía siendo conflictiva allá donde había podido gobernar: Eva Perón, primera dama de Argentina entre 1946 y 1952. Webber y Rice desarrollaron su espectáculo desde el capricho. La sugerencia de Rice de intentar estudiar la música tradicional argentina para incorporarla a la propuesta fue velozmente desechada por Webber, y buena parte de lo que narraba su ópera rock se basó en imprecisiones históricas o retratos sesgados. El tono de la obra oscilaba entre lo misógino y lo antiperonista, adornado con excentricidades estilo colocar al Che Guevara (o a alguien parecido) de narrador.

Cuando Evita llegó a los escenarios a finales de los 70 las críticas fueron demoledoras. La frivolidad con la que los creadores se habían acercado a la traumática historia reciente de Argentina no pasó desapercibida, si bien dio igual porque… la gente fue a verla. La taquilla reventó. Webber y Rice se alzaron como estrellas absolutas de Broadway, y todo quedó dispuesto para que el primero de ellos firmara a continuación el gran musical inaugural de los años 80.

Nos referimos, claro está, a Cats: un show aún más descerebrado que Jesucristo Superstar y Evita juntos, capaz de destruir con su éxito monumental y ajeno al prestigio cualquier opción que quedara de que Broadway pudiera seguir teniendo algo de revulsivo. Todo se domesticó con Cats. Pasamos del “musical de concepto” al “megamusical” en confluencia a lo que sucedía dentro del audiovisual de Hollywood, dejando al género sin fuerzas para prosperar durante, mínimo, 20 años.

Los alegres 90

¿Qué ocurrió entre Evita, el musical de Broadway, y Evita, la película que Alan Parker no logró poner en pie hasta 1996? A decir verdad, no mucho. En paralelo a que Broadway se convirtiera en un mero destino turístico a partir de Cats sucedía que el cine musical, como avanzábamos a raíz de Granujas a todo ritmo, se desmayaba agotado por la tonelada de estímulos de la gramática videoclipera. Y además los escasos artistas con inquietudes eran rápidamente absorbidos por quien tendría el emporio del cine musical durante los años sucesivos: la todopoderosa Disney

Su Renacimiento animado fue posible gracias a la asimilación de los estilemas de Broadway, como quedaba claro desde el momento en que Howard Ashman y Alan Menken aparecían firmando las canciones de La sirenita en 1989 tras triunfar en Off-Broadway con La pequeña tienda de los horrores. Esta pareja repitió para La bella y la bestia y Aladdin, con el citado Tim Rice terminando por incorporarse a la cantera una vez fallecía Ashman de forma prematura. Si al hablar del cine musical de los 80 era necesario hablar de su maridaje con la MTV, al hablar del cine musical de los 90 es obligatorio apelar a Disney. Tanto si nos ceñimos al cine de animación, como si no.

Fue la Casa del Ratón la que produjo finalmente aquella ansiada adaptación de Evita, una vez el proyecto había estado dando vueltas de un lado a otro durante los 80 y buena parte de los 90. Cuando empezó a materializarse, cosa curiosa, Disney ya había sido capaz de desarrollar un musical de energía prácticamente antónima, gracias a alargar su provecta asociación con Menken. En 1992 llegaba así a la cartelera Newsies (conocido como La pandilla en nuestro país), el primer musical live action que el estudio producía en mucho tiempo, y que se basaba, al igual que Evita, en una historia real: la huelga de repartidores de periódicos de Nueva York, acaecida en 1899.

Newsies integra con Evita un binomio totalmente disfuncional. Pues Newsies reclama un fervor político como el género hacía tiempo que no conocía, al compás de una defensa de la lucha obrera y del sindicalismo que atenta simultáneamente contra la corrupción de la prensa escrita. Sus canciones se reflejan en Hair como potenciales himnos de manifestaciones y marchas heroicas, y sus coreografías están propulsadas por un empeño de intervenir la realidad muy sorprendente no solo tratándose de Disney y Hollywood, sino de una época tan alérgica a estos estallidos como los 90. Newsies, naturalmente, fue un fracaso en taquilla dependiente de reivindicaciones posteriores. Mientras que a Evita, el auténtico rostro de los 90, sí le salieron las cuentas.

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Ayudó enormemente que Parker reclutara para la empresa a dos estrellas como Madonna y Antonio Banderas, y que lo hiciera una vez había interiorizado sobradamente cómo tenía que ser la adaptación. En lo que no deja de ser decepcionante para un temperamento artístico tan inquieto —sin cuya mediación es bien difícil asomarse a los cambios culturales entre los 70 y los 90—, Parker se había obstinado en respetar el mamarracheo de Webber y Rice, rechazando en ello el guion que le había propuesto Oliver Stone. “Evita es una historia sobre gente que se dedica a la política pero no es una historia política, sino la historia de una Cenicienta moderna”, declaró.

La película de Evita volvió a simplificar la historia real. Perdió otra oportunidad de respetar cuestiones políticas altamente complejas, y partió del momento populista que había sido el peronismo para trabajar un populismo propio: el que le grita "yas queen!" a Madonna mientras le afea su multitud de amantes y sentencia su relación con el pueblo argentino reduciéndolo a una masa vociferante y pusilánime. El que aplana la cultura, en resumen, y participa de las inercias de un régimen colonial mucho más difícil de superar que la indiscutible mala racha que atravesaba el musical en esta época. Porque el género salió adelante, claro. Aun con sus regresiones inevitables.

Evita exotizó los traumas históricos de América Latina sin molestarse en abordar sus particularidades culturales ni en recurrir al talento argentino, al preferir la fama de una estrella pop como Madonna. Es decir, que anticipó la estrategia seguida casi 30 años después por Jacques Audiard en Emilia Pérez, aquí con México y Selena Gómez. Como en Evita, al menos, la gente cantaba bien y había temazos —High Flying, Adored bien podría ser la mejor composición de toda la carrera de Webber y Rice—, debemos afirmar pese a todo que podría haber sido peor.

PLAYLIST MEDIO SIGLO DE CINE MUSICAL 3

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