‘Anzu, gato fantasma’, guión chapucero y animación brillante en un desquiciado sucesor de ‘Totoro’
En el contexto de la cobertura de Eurovisión 2025, infoLibre ha decidido no publicar información sobre el certamen e invitar así a la reflexión sobre la participación en el festival de Israel, un país que ha masacrado a más de 52.600 palestinos desde octubre de 2023 y que ha forzado a casi dos millones de personas a abandonar sus hogares en Gaza y a salir del territorio, según los últimos datos de la ONU.
Con esta iniciativa, queremos ofrecer un contenido cultural en el espacio que ocuparían los detalles sobre Eurovisión, sus participantes o los resultados, en el caso de que Israel no participara en el certamen. Esta acción pretende reflejar el compromiso de infoLibre con la población gazatí, con el respeto a las resoluciones internacionales en Europa, nuestra creciente preocupación por los derechos humanos y reivindicar la cultura como un espacio de encuentro y de concordia, un antídoto contra los extremismos excluyentes.
Durante aquellas horribles semanas de avalancha de fotos con filtro Ghibli —posibilitadas por una nueva función de ChatGPT—, se movió mucho una imagen de Hayao Miyazaki diciendo que “era una ofensa a la vida misma”. La imagen en cuestión se extraía de un documental de 2016 y lo más potente de ello no estribaba tanto en su carácter profético, como en su inmenso poder simbólico. Miyazaki, como representante de la artesanía meticulosa y del componente humano de cualquier expresión visual, contra el rodillo de regurgitación frenética y deshumanizada que ofrece la IA.
Siendo más rigurosos, sin embargo —y conociendo algo mejor el carácter del director de El viaje de Chihiro—, cabría achacar esta prematura bravata contra la IA a una defensa de la ortodoxia animada. Miyazaki defendía una forma de hacer las cosas, un estilo compacto que implicaba una filosofía tanto estética como directamente vital, y por eso da tanto morbo preguntarse qué opinará de la película que dirigió su hijo Goro cuatro años después: Earwig y la bruja, empleando 3D con resultados catastróficos. Seguramente a Miyazaki también le pareciera una ofensa, al igual que diría cosas similares si le preguntáramos su opinión de la animación por rotoscopia.
A la animación por rotoscopia se la ha considerado un “atajo” desde el inicio de su andadura. Los animadores de Disney, luego de emplearla con profusión en obras tempranas como Blancanieves y los siete enanitos, se desmarcaron de ella con sumo desdén. Consiste en animar con la referencia de metraje real, en coordinación con el movimiento previamente grabado de intérpretes reales. Es una técnica barata, que ahorra tiempo y que fácilmente puede ser tachada de cutre. El año pasado, sin ir más lejos, El señor de los anillos: La guerra de los Rohirrim utilizaba algo parecido y su acabado visual se topó con un firme rechazo, si bien aquí se atisbaba un escenario muy interesante. Pues esta película era un anime. Empleaba anime rotoscópico.
El anime rotoscópico apenas tiene tradición en Japón. Quizá porque el sentido común nacional impele a una postura “a lo Miyazaki”, se asume que la rotoscopia es propia de artistas perezosos, e incluso tiende a separarse del corpus central de animación. El caso de Hana y Alice, por ejemplo, es una película de 2015 hecha con anime rotoscópico que Shunji Iwai rodó como precuela de un film previo en acción real, Hana y Alice. Era la primera vez que el susodicho Iwai cultivaba la animación, pues la rotoscopia es muy permisiva con la irrupción de forasteros —no hay más que ver lo que ha hecho Richard Linklater en EEUU—, y Anzu, gato fantasma parte de circunstancias similares.
Su director, Nobuhiro Yamashita, no había hecho animación antes. Está de paso, como quien dice, aunque ya tiene una carrera plenamente consolidada en Japón e, incluso, se le atribuyen unas inquietudes particulares. A Yamashita se le ha llamado “el Aki Kaurismäki japonés” debido a su fijación por los personajes hieráticos, que siempre parecen esperar algo desde el agotamiento y la apatía. Como su cine apenas ha tenido visibilidad en festivales, no ha tenido mucho pábulo en el extranjero. La excepción es Linda Linda Linda: una obra extraordinaria, sobre un grupo de niñas que montan un grupo punk, de la que hoy transcurren 20 años.
Anzu, gato fantasma ha tenido una distribución bastante mejor que sus films anteriores no gracias al recuerdo de Linda Linda Linda, sino al sello de quien codirige con Yamashita: Yôko Kuno, animadora que ha trabajado durante años con Shin Chan, algo que de hecho se nota en algunos diseños de Anzu, gato fantasma. La película, proyectada en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes de 2024, tenía la exportación asegurada gracias a los citados diseños, al hecho de adaptar un manga de cierto éxito a cargo de Takashi Imashiro, y a un planteamiento que remite de cabo a rabo a Miyazaki. Y pese a todo, Anzu, gato fantasma resulta ser anime rotoscópico.
Todo y nada resulta familiar
El acabado visual de Anzu, gato fantasma es tan rupturista que las concomitancias con Studio Ghibli se acaban quedando en la mera enunciación. Sí, desde luego que la historia comienza con una niña que ha perdido a su madre y debe atravesar el duelo en la compañía de un animal antropomórfico con proporciones inquietantes —¿alguien ha dicho Mi vecino Totoro?—, y desde luego que el proceso pasa en cierto momento por entrar en un mundo de fantasía —pudiendo citar tanto Chihiro como, incluso más enfáticamente, El chico y la garza—, pero las formas y movimientos de los personajes son tan extraños que es casi imposible sentir que reconocemos algo de lo sucedido. Nada parece familiar, y al mismo tiempo todo es rabiosamente familiar.
‘La buena letra’, un lóbrego drama sobre el desengaño en la posguerra española
Ver más
El anime rotoscópico sirve para esto. Los volúmenes y su forma de desplazarse por el espacio poseen una verosimilitud que les conecta inevitablemente con una realidad aprehensible. Pero estos volúmenes y desplazamientos pertenecen a gatos gigantescos, dioses del bosque y a guardianes del Más Allá parecidos a demonios. El reconocimiento se tropieza, se convierte en algo grotesco y, combinado con la presencia de seres humanos, obliga a que el mundo que propone Anzu, gato fantasma sea líquido e incoherente, quedando cualquier frontera entre lo humano y lo monstruoso difuminada. Una sensación de anarquía que refuerza algo paradójicamente muy Ghibli —lo mágico, como algo intrínseco a nuestro mundo—, a la vez que infecta la lógica del relato.
A Anzu le llaman “gato fantasma” no porque haya muerto y regresado como espectro, sino porque nunca ha llegado a morir: por alguna razón tiene casi 40 años y por alguna razón ha alcanzado un tamaño Totoro. Lo de “gato fantasma” es una prematura y eficaz suspensión, por tanto, de las reglas que creemos han de regir nuestras relaciones con el Más Allá y, si bien es una idea muy bella —explicada prodigiosamente en la presentación del personaje—, ancla la narrativa del film a una arbitrariedad agotadora. La trama no tiene el más mínimo sentido, es un cúmulo de insensatas ocurrencias, que lleva a pensar alternativamente en una mala adaptación o en simple poesía.
Cuando Anzu, gato fantasma logra fluir de esta segunda forma, incluso se deja ver algo parecido a una preocupación autoral de Yamashita, en la forma de un elogio a la vida ociosa que podría representar el esfuerzo de Karin, la niña protagonista, por hacer el pino. Por aprender a hacer algo que “no sirve para nada” —así se lo explican alegremente hacia el final del film—, reforzando la plácida vitalidad de Anzu, gato fantasma en tanto a su contemplación de la existencia como continua transición. Sin metas, sin tiempo lineal, sin límites. Cualidades existenciales que ya están inmersas en la misma práctica de la rotoscopia y que legitiman esta forma de animar como otra más que nunca podrá acercarse a replicar la IA. Porque otra cosa no, pero desborda humanidad.