‘La buena letra’, un lóbrego drama sobre el desengaño en la posguerra española

Loreto Mauleón escribiendo en 'La buena letra' (Caramel Films).

La censura franquista estimuló la creatividad durante décadas. Teniendo enfrente un régimen mayormente miope, consagrado a la literalidad, los artistas españoles quisieron negociar con las imágenes y lograr ser revulsivos gracias a la ambigüedad, el flujo metafórico o los sobreentendidos de esa frustración sistémica. A la estética del cine español politizado no le quedó otra que moldearse con estas coordenadas e iba a ser difícil abandonarlas. En la recta final de la dictadura Ana y los lobos o Cría cuervos…, pese a lidiar con unas tragaderas institucionales algo más halagüeñas, siguieron resignándose a hablar indistintamente con símbolos y espectros.

Frente al cuidadoso cine de Saura se plantaron Juan Antonio Bardem, que ya no podía más, o documentales alérgicos a sutilezas estilo Después de… Estos proyectos artísticos compartían suspicacia por el desarrollo simultáneo de la Transición y fueron velozmente desactivados. El proceso confluyó en la llamada Cultura de la Transición o CT y, sin que nunca haya dejado de estar de moda —pues básicamente es el aire que respiramos en España—, sí originó  bastante literatura a principios de la década pasada, cuando el 15M y la presunta ruptura del consenso.

Escribió Guillem Martínez entonces de “una izquierda que no ve en la cultura de los últimos treinta y pico años nada patológico, y una derecha que ve en esta cultura un buen recurso para realizar políticas novedosas y agresivas”. Escribía en 2012, cuando ni siquiera había nacido Vox, y en principio las cosas no han cambiado mucho. Películas como Malnazidos o Mientras dure la guerra proyectan la concordia hasta la misma Guerra Civil y el sentido común PSOE sigue campando a sus anchas, pero envuelto en esa inercia temblorosa que ya diagnosticaba Martínez: por eso los últimos Goya le dieron Mejor película a El 47 y La infiltrada, y por eso la gala terminó secuestrada por María Luisa Gutiérrez, productora de Santiago Segura emitiendo argumentario voxero.

Todo esto viene a cuento de proponer que la buena letra no sirve para nada. “La buena letra es el disfraz de las mentiras”, escribió Rafael Chirbes, siendo La buena letra el título de una de sus novelas y de la adaptación de Celia Rico Clavellino, su tercera película. El significado de esa buena letra tiene varias capas. A un nivel superficial alude a la habilidad de Ana (Loreto Mauleón, llegada de otro monumento CT como sería Patria) para escribir bonito e imitar la escritura de su cuñado. Como Antonio (Enric Auquer) está en paradero desconocido al poco de que concluya la Guerra Civil y su madre está muy preocupada, Ana accede a hacerse pasar por él en varias cartas que informan de una vida placentera y culta, sazonada con tangos argentinos.

Para tranquilizar a su suegra, Ana le echa imaginación y plantea una realidad alternativa donde la Guerra Civil ha traído una paz satisfactoria, que contrasta con las actuales penurias que pasa su familia en un pueblo perdido de Valencia. La buena letra no es tanto una expectativa de futuro como de presente iluso, bienintencionado a fuerza de imaginar a Antonio como una persona mejor de lo que realmente es. Ella y su marido Tomás (interpretado por Roger Casamajor en la mejor interpretación del film) lo comprobarán con dolor cuando Antonio vuelva a casa: primero totalmente estólido por el shock y luego, cuando pase un tiempo, muy poco dispuesto a devolverle a su hermano y su cuñada los favores que le han hecho. Porque el país debe seguir adelante.

Al escribir La buena letra en 1992 Chirbes no trabajaba desde un escenario muy alejado de la CT, como tampoco trabaja la película de Rico. Con la trágica figura de Ana —condenada, por fuerza de su bondad ingenua y el machismo en derredor, a ver cómo la historia de España le pasa por encima—, el escritor valenciano se replegaba al ámbito doméstico, ajeno al conflicto directo, para cartografiar un cierto sentir nacional a partir de ahí. Pretendía que su narración fuera evocadora. Que sus lectores completaran el puzle con sus propias vivencias y convicciones, dentro de un esfuerzo más lindante a las historias de fantasmas de Saura que a los registros reivindicativos.

Un esfuerzo, en fin, canónico y aceptable, dentro de los límites de una tradición cuya amplitud supera el total de años del franquismo. Pero no habría que desdeñar por ello el valor de esa figura, el potencial abrasivo de la “buena letra”. Pues Chirbes  avanzó que esta buena letra —la rúbrica de un optimismo atolondrado y, a la postre, en absoluto emancipador— bien podría ser la letra con la que se escribieran los diversos pactos de la Transición. Los pactos del olvido, los pactos del disimulo, los pactos del “España va bien”. La buena letra también sería, claro, la de las ficciones empeñadas en hablar con palabras medidas y decorosas, y siguiendo la senda que nos proponía Chirbes nos ofrecería las herramientas para criticar su propia obra.

Lo importante entonces sería dilucidar si la película de La buena letra es, en consonancia, autocrítica. ¿Es consciente de los encorsetamientos expresivos que ha dispensado la industria cultural española? La respuesta es bien compleja pues aquí habría que incorporar la visión autoral de la propia Rico, felizmente mantenida tras Viaje al cuarto de una madre y Los pequeños amores (esta última estrenada hace justo un año y en el Festival de Málaga, como ha ocurrido con La buena letra). Rico siente un gran apego por esos espacios domésticos donde se dirimen decepciones ahogadas por la urgencia de la cotidianidad. En sus películas previas eran las madres y las hijas quienes habían habitado estos espacios, dentro de ficciones ideadas por ella misma.

‘The End’, un desconcertante musical apocalíptico para los tiempos de Elon Musk

‘The End’, un desconcertante musical apocalíptico para los tiempos de Elon Musk

En La buena letra adapta material ajeno sin que por ello el apego se diluya. De hecho el nexo con Yasujiro Ozu que ya se teorizó en su día es más fuerte que nunca: la película está llena de silencios y planos fijos de comedores, de gente sentada con la mirada perdida. El estilo de Rico se ha afinado al punto de poder declarar La buena letra una cima para su cine —los diálogos son escuetos, los giros discurren lánguidamente—, y en efecto el espíritu de Ozu es convocado a la hora de calibrar el paso del tiempo, con la resiliencia frente al desengaño vital que caracterizaba al cineasta japonés.

La pregunta entonces sería si estas herramientas son apropiadas para la supuesta labor crítica de La buena letra. Porque al fin y al cabo Ozu fue el cineasta de la melancolía, de la aceptación zen de la inevitabilidad: tan inevitable era que Japón cambiara como que, en Viaje al cuarto de una madre y Los pequeños amores, las hijas abandonaran del nido. En La buena letra hay estallidos de una rabia desesperada y ensordecedora —el baile de Mauleón y Casamajor es, desde ya, uno de los grandes momentos del cine español de 2025—, pero a la larga son sepultados por el inmovilismo. 

La buena letra es el disfraz de la mentira y, como todo disfraz, es seductor. Tanto como para emboscarse en él desde la ensimismada aceptación de que lo hecho, hecho está. Tanto como para renunciar a intervenir en la realidad.

Más sobre este tema
stats