Hay un plano absolutamente alucinante en Extraño río, que destaca por encima del resto de imágenes de orfebrería que convoca Jaume Claret Muxart en su debut al largometraje. Este encuentra a Dídac, interpretado por Jan Monter también en su primer rol cinematográfico, tumbado al lado del río Danubio mientras se masturba. La trémula paz de su movimiento, la agitación que solo entrevemos en parte porque la cámara le encuadra de cintura para arriba, es acompañada poco a poco por la música de Maurice Ravel, Dafne y Chloé en crescendo. La cámara no llega a registrar la eyaculación como tal, porque cuando está a punto de estallar empieza el lento fundido hacia un nuevo plano. El orgasmo descompone a Dídac, a la vez que le reconfigura como otra cosa.
Dídac se transforma en las aguas del río. Las tranquilas aguas del Danubio, atravesadas por múltiples reflejos dorados en su superficie. Abundan este tipo de planos en Extraño río. El celebérrimo río europeo, recorrido por la trama de la película a lo largo de Austria, es objeto de la atención obsesiva de Claret Muxart como ya lo fue en un cortometraje previo, Los Danubios. Es un río que conoce bien porque viajó varias veces por la ribera junto a su familia cuando era más chaval —no hace tanto de esto, porque el cineasta catalán tiene 27 años—, si bien para este largometraje inaugural ha querido registrarlo de una forma muy específica. En concreto ha pensado mucho en el tratamiento de su luz, y es lo que aparenta haber dado más trabajo en el rodaje.
En una entrevista con Caimán Claret Muxart razonaba por qué había querido emplear un formato de 16 mm para Extraño río, pese a las dificultades logísticas que esto entraña frente a las actuales convenciones digitales. Por un lado, el uso de la pesada cámara requeriría una preparación más minuciosa de las tomas, garantizando prácticamente que cada plano fuera un pequeño acontecimiento. Por otro —y esto es lo que nos interesa para volver a esas aguas llenas de reflejos onanistas— los 16 mm facilitan que sea menos grave el que una imagen se “queme” por el influjo excesivo de luz. Incluso puede otorgar un grosor agradable. Los 16 mm le dan una textura dorada a Extraño río. Durante buena parte de la película la acción del sol es omnipresente. Algo que a Claret Muxart le resulta útil por cuanto el sol resplandece vida, y vida es lo que quiere describir.
No una vida exactamente humana. No solo. El plano al que nos referíamos (o la pareja de planos, paja y agua) es representativo de la propuesta al aludir a una simbiosis entre el ser humano y la naturaleza, que Claret Muxart concreta con una jugosa dialéctica de movimiento y crecimiento.
El movimiento se apresura a introducirlo nada más comenzar Extraño río, con un impactante travelling siguiendo a las bicis de la familia protagonista de excursión por el Danubio —la película es bastante autobiográfica, en efecto—, donde las ramas y los resquicios de luz se confunden con los cuerpos en una nueva y acelerada simbiosis. El crecimiento es más transversal a la película aunque tiene su expresión más elocuente en lo sucedido con el hermano pequeño (Roc Colell), que periódicamente se despierta en medio de la noche por el dolor de un tirón en la pierna. Porque está creciendo, y Extraño río en realidad va de eso. De crecer, de ser adolescente. Es un coming of age.
Crecer con la naturaleza
Siendo rigurosos, un coming of age impresionista. La idea es registrar el autodescubrimiento del mencionado Dídac durante una excursión con sus padres y sus dos hermanos. Pese a que todo aquello que la encuadra posee una cualidad pictórica —es lícito pensar en paisajes de Monet o Renoir, con una gestión de la luz concomitante a aquella que impacta contra el celuloide—, al mismo tiempo hay preocupación en la escritura por que la relación familiar sea clara y digerible para el público. Claret Muxart se ha apartado de la melancólica abstracción de sus cortos previos —Los Danubios (2022) y Ella i jo (2020), que justamente giraba en torno a dos pintoras, madre e hija— para afanarse en los diálogos, ayudado por Meritxell Colell (Con el viento) como coguionista.
El resultado funciona durante una parte considerable del film. El carácter de los padres —una secuencia muy simpática halla al patriarca aburriendo al clan con una charla sobre arquitectura— junto a la dinámica cambiante de los hermanos, y el acercamiento individual de cada miembro al protagonista, dan cuenta de una construcción narrativa más compacta de lo que podría requerir un film tan ceñido a lo sensorial como este. Y todo a la larga redunda en lo mismo, en el crecimiento de Dídac, en la descripción de un momento tan marcado por la fluidez y la transitoriedad —esto es, por el movimiento— como es la adolescencia y el cuño de una orientación sexual.
Colocando la adolescencia en un diálogo constante con la naturaleza, equiparando la energía del río con la del cuerpo que cambia y busca, Extraño río se perfila como un potente debut. Una película con las cosas claras cuya presentación inicial en la sección Orizzonti, dentro del último Festival de Venecia, se antoja plenamente justificada. Ahora bien. Esta potencia categórica no llega a enmascarar otras notables flaquezas, incluso una posible traición a su planteamiento, cuando Claret Muxart se termina emparentando con Carla Simón en su reciente Romería y, al igual que en aquélla, lo que parecía un tipo de película se convierte de repente en otra. En una más caprichosa, por cuanto más parece de pronto interesada en lo fantasioso y lo onírico.
Es cierto que, frente a la comparativa con Simón, Claret Muxart tiene algo más de suerte. No pierde de vista lo importante que es el espacio dentro de sus presupuestos creativos y esto no llega a desatenderlo pero, al mismo tiempo —y en paralelo a que la luz vaya apagándose—, este abandono al realismo mágico desdibuja el proceso de maduración del chaval protagonista. La carnalidad y fisicidad de los cuerpos que tan básica había sido hasta ahora —y que tan fructífero intercambio habían mantenido con el entorno natural— se aligeran según el guion dispone que el chaval tenga una suerte de primer amor fantasmal. Todo se hace más etéreo y, a la vez, más impostado.
El progresivo viraje de Extraño río recuerda entonces al cine de Céline Sciamma, como si lo que Claret Muxart hubiera querido hacer concretamente es atar lo aprehensible de Tomboy con lo esotérico de Petite maman. Y sin que la operación salga del todo bien, pues el cine de la directora francesa suele tener un mayor compromiso dramático y este es algo que solo va y viene en Extraño río. A veces Claret Muxart quiere coreografiar un diálogo deliciosamente cercano entre un padre y un hijo, y a veces prefiere suspender el tiempo para que dicho hijo se vaya acercando a su amante-espectro mientras parece hacerse tan incorpóreo como él. La mezcla no cuaja. Aunque no pierda de vista lo que quiere contar, no parece saber si quiere hacerlo desde un lado, o desde otro.
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Así que sí, Extraño río es una película irregular. Pero es algo que deberían poder permitirse todos los debuts de directores con inquietudes. Este joven catalán las tiene. Tantas como para que, inevitablemente, Extraño río se revele desgajada de los estilemas* típicos del nuevo cine español que triunfa en festivales europeos. Su desinterés por el discurso cohesionado, en sintonía a una voluntad de alegre búsqueda en las imágenes —nada que ver, por ejemplo, con el homogéneo grupo de películas que aupó el último Festival de Málaga— distancian a Extraño río de modas definidas o presentistas, y eso es muy de agradecer. Claret Muxart quiere seguir su propio camino.
Por eso es muy bonito y adecuado que quien interpreta a la madre de Dídac sea Nausicaa Bonnín. Hace ya 16 años Bonnín protagonizó Tres días con la familia, debut de Mar Coll a la dirección. Un debut cuya influencia en el cine español ha sido incalculable, acuñando un aliento generacional al mismo tiempo que una escuela, una constelación de nombres y deseos. Quién sabe si, otra vez con Bonnín de mediadora, Extraño río no terminará desencadenando algo similar. El inicio de algo nuevo en nuestro cine.
*Estilema: marcas de estilo, rasgos recurrentes de una corriente artística.
Hay un plano absolutamente alucinante en Extraño río, que destaca por encima del resto de imágenes de orfebrería que convoca Jaume Claret Muxart en su debut al largometraje. Este encuentra a Dídac, interpretado por Jan Monter también en su primer rol cinematográfico, tumbado al lado del río Danubio mientras se masturba. La trémula paz de su movimiento, la agitación que solo entrevemos en parte porque la cámara le encuadra de cintura para arriba, es acompañada poco a poco por la música de Maurice Ravel, Dafne y Chloé en crescendo. La cámara no llega a registrar la eyaculación como tal, porque cuando está a punto de estallar empieza el lento fundido hacia un nuevo plano. El orgasmo descompone a Dídac, a la vez que le reconfigura como otra cosa.