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¡Coño!, un elogio de las palabrotas

Una pintura erótica en el lupanar (prostíbulo) de Pompeya.

Vapuleadas, arrinconadas, ninguneadas. Ellas, que tanto y tan bien han hecho su trabajo han quedado casi siempre relegadas a un segundo plano. Por no decir que han sido tratadas como motivo de vergüenza. Desterradas de los círculos más selectos, con lo que ellas son. Las palabrotas –los tacos, las groserías, las palabras soeces- son tan viejas como la propia lengua. Pero ahí se han quedado solas, medio olvidadas en las paredes de la ciudad, entre las páginas de los libros, con sus siempre bien malintencionados mensajes sobre putas e impotentes, con sus cagadas y sus carajos, con sus pullas dedicadas a adúlteros y fornicadores.

Salvo notables excepciones como el Diccionario secreto de Camilo José CelaDiccionario secreto , todo un tratado sobre el vocablo cojón, pocos se habían atrevido a traspasar la barrera de lo políticamente correcto para introducirse en el pasado etimológico de la blasfemia y el mal gusto. De ahí que, con candor y mucha guasa, Virgilio Ortega, el autor de Palabrotalogía (Crítica) les agradezca a todos los no-estudiosos del tema haberle dejado libre el camino. Porque como él mismo corrobora, aquí hay todo un pozo por abrir a la investigación.

No es que falten especialistas del lenguaje, al contrario, “pero yo me aprovecho de los demás, sobre todo de los que han escrito pero no lo hemos estudiado”, apunta dicharachero Ortega. “Estos son los grandes autores de Grecia y Roma. ¿Hablaban de estas cosas? ¡Claro que hablaban de estas cosas!” Abran, abran si no se lo creen, el Ars Amandi de Ovidio. Échenle un vistazo a los Priapeos, los himnos en honor a Príapo, dios alegórico del pene. “O Catulo, ¡no veas todas las guarradas que decía Catulo, y todas las guarradas que decía Marcial, el gran poeta hispano!”. Continúen si quieren por El satiricón de Petronio. O lean al bien hablado Cicerón, “que cuando escribe las cartas a sus amigos, te está diciendo todas las guarradas que quieras”.

Las fuentes, efectivamente, se remontan sobre todo a los clásicos grecolatinos. “Y también está, claro, toda la literatura española del siglo de oro”, agrega el autor. “No hay nadie que haya descrito un coito como La lozana andaluza. O el Lazarillo de Tormes, que se define a sí mismo como un hideputa. O las novelas ejemplares de Cervantes, también. Pero vas a Quevedo, y Quevedo es el gran guarro”. Entre tanto texto al que acudir para rescatar los más hermosos ejemplos de las más indecentes expresiones, Ortega se ha quedado especialmente con uno: el plasmado sobre los muros de Pompeya, con sus grafitos suspendidos en el tiempo por el ardor del volcán, que perviven “como cintas magnetofónicas de cómo hablaban los pompeyanos”.

Un grafiti pompeyano.

“Si alguien se sienta aquí, que lea esto antes de nada: si quiere joder, que busque a Ática. Son 16 ases”. Así reza uno de los mensajes “más normalitos” que subsisten grabados en las calles de la ciudad romana. “Sabemos los precios (de las prostitutas), cómo se llamaban, qué especialidad tenían… ¡Y nadie lo ha estudiado! ¿Cómo es posible?”, se pregunta Ortega, que ha recopilado hasta 60 formas de decir puta en aquellos tiempos. “Cuando hablan de Aselina, ¿a qué te suena? Aselina, asno, borriquito… ¿qué postura tendría esta chica cuando trabajaba?”, pregunta entre risas Ortega. Lo mismo que Culibonia, cuyo apodo en latín deja pocas dudas en castellano, o la palabra meretriz, que proviene del verbo mereor: la que se lo merece o se lo ha ganado.

Ese caño abierto de información sobre el habla vulgar latina que son los grafitos de Pompeya le ha servido a Ortega como percha para construir una historia en torno a las palabras, que sitúa en aquella ciudad en el año 79. De la mano de Trimalción, personaje del Satiricón de Petronio, escrito solo 15 años antes de este viaje al pasado, el libro plantea una visita guiada por aquella urbe de la Antigua Roma a modo de “ensayo novelado”. De compras por el termopolio, de paso por la taberna o de relax en el lupanar, se van sucediendo los vocablos, y con ellos las sabias –y divertidas- explicaciones sobre su origen con el que, además, “te enteras de la vida de la época”.

Remontarse al nacimiento mismo de cada palabra es casi misión imposible, como bien explica Ortega, autor de un volumen sobre etimología previo a este, Palabralogía, y editor de profesión. “Llega un momento en que ya no sabes más”, especialmente al echar la vista a los tiempos antes de la escritura. Con todo, él ha visto las raíces de alguna expresión extenderse hasta hace 5.000 años. “Por ejemplo, en Mesopotamia ya se decía zoco, y en mi anterior libro había palabras que ya se decían en Egipto, como desierto”.

Entre estas se encuentran también, por supuesto, las queridas y locuaces palabrotas, las primeras que corremos a buscar cuando tenemos un diccionario a mano, y las únicas que muchos conocen en idiomas ajenos al suyo. Pervertirlas y hacerlas inmorales, como puede ocurrir también con el trabajo de Culibonia, ya es cuestión de interpretación. Por eso, dice Ortega, “cuando lees esto tienes que tener los ojos y la mente abierta. Porque si lo miras desde tu prisma de la formación judeocristiana, vas a ver pecado donde no lo hay”.

* Imagen vertical: relieve en forma de pene con la inscripción 'Hic habitat felicitas': 'Aquí vive la felicidad'. 

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