Álvaro Enrigue y el sueño de la historia

Tu sueño imperios han sido

Álvaro Enrigue

Barcelona (Anagrama, 2022)

Un festín narrativo: esa podría ser la mejor definición de la última novela del mexicano Álvaro Enrigue. Un ejercicio de riesgo, avalado por una sólida andadura —con hitos como Muerte súbita, Premio Herralde en 2013—, donde el malabarismo de la palabra, el desenfado y la inteligencia se dan también la mano en un derroche de imaginación y buen hacer.  

En esta nueva entrega, Enrigue regresa a un juego carnavalesco con la historia que se mueve entre el humor rabelaisiano y las transgresiones tempoespaciales consagradas por autores como Cortázar La noche boca arriba— o Borges El Aleph—, de cuya poética conjetural se declara deudor el novelista. Todo ello para rondar aquel encuentro decisivo entre dos imperios que se produjo un día de noviembre de hace cinco siglos, y que puso frente a frente a Moctezuma y Hernán Cortés.

De nuevo la historia le da pie a Enrigue para desplegar su dominio de la prosa en sucesivos ires y venires entre el pasado y el presente, entre la historia y la alucinación. El primer acierto de la novela es la carta inicial del autor a sus editores, donde da cuenta de algunas decisiones —“si hay algo que me vale madres es la pureza”— y ofrece un anexo con nombres y personajes que facilitan el adentramiento en el libro para aquel lector que no esté familiarizado con el contexto que se va a recorrer.

También interesante es ese epígrafe de La leyenda de los cinco soles, donde la hormiga que conoce el lugar del maíz sagrado decide engañar sobre su paradero: esa misma hormiga reaparecerá de manera jocosa a lo largo del relato, y nos recuerda aquellas palabras de Miguel Ángel Asturias sobre “América la engañadora”, y sobre la costumbre de los indígenas de despistar con mentiras a los conquistadores. También es un poco la clave del libro: la puesta en tela de juicio de la verdad de cualquier historia. Y la reivindicación del novelista para reescribirla como ficción, vale decir, como sueño o humo, porque quién estuvo allí para saber.

Bajo su título calderoniano, Tu sueño imperios han sido tiene además el encanto de lograr sumergirnos en la atmósfera de un tiempo ido, y darle carnadura a aquel encuentro prodigioso de Moctezuma y Cortés un día de otoño de hace varios siglos. Y eso a pesar de que se resuelve a menudo en una fantasmagoría, en un enredo onírico del que nunca pierde las riendas su fabulador, mientras se desplaza por Tenochtitlán como un ojo de cámara que la va presentando también desde el ángulo de muy diversos personajes.

En esa boca de lobo que fue la capital azteca durante aquellas horas, españoles y mexicas se miden en una tensa espera que mantiene al lector en vilo, envuelto en una niebla de irrealidad que se teje con fugas narrativas desde un tiempo detenido. La mirada del lector es arrastrada sucesivamente tras el quehacer cotidiano del emperador Moctezuma, su hermana y esposa Atotóxtli, los traductores Aguilar y Malinalli o los conquistadores Cortés y el ficticio Jazmín Caldera. De fondo late el homenaje a ese lugar magnético que es el valle del Anáhuac, donde “cerca del solsticio de invierno, la noche no llega, se derrama”. 

En ese ralentí, el lector puede dejarse llevar por un mundo de sensaciones que comienza por los sabores de la celebrada gastronomía azteca, desde su chocolate con chile y vainilla hasta sus salsas alucinógenas y sus tomates inductores del sueño. También por las imágenes de templos y canales majestuosos, barrios flotantes o albercas sembradas de flores, que componen ese gran laberinto donde un puñado de caxtiltecas comandados por Cortés se mueve en la incertidumbre, entre un Moctezuma inextricable y un ejército rebelde que lo espera fuera, en Iztapalapa.

Todo eso se confabula con un humor rabelaisiano y a menudo negro —muy distante de la ironía borgeana, por cierto— que carnavaliza y bromea desde lo escatológico en su doble sentido, ya el soez, ya el mortuorio: los guerreros presos saben que “esa canalla iba a comprar en el mercado un filetito de su brazo o su lomo para comérselo en salsa de jitomate mágico sobre una tostada”, mientras un decorado de miles de calaveras —con sus vértebras colgantes a modo de sonajas— canta a los dioses en medio de una perfecta geometría arquitectónica.

El narrador se divierte y nos divierte con él cuando juega con los malentendidos entre lenguas a través de esos dos traductores privilegiados que fueron Aguilar y Malinalli, aunque desperdicia la oportunidad de ocuparse de esa fuerza oscura que suponen las tribus rebeladas contra Moctezuma. Porque a lo largo del tiempo ha habido versiones de la historia que privilegian o denostan al emperador azteca o al caudillo español, y también ha habido un Bernal Díaz del Castillo que ha roto una lanza por el protagonismo de la intrahistoria a través de los soldados que acompañaron a Cortés. Pero lo que queda pendiente de atención son esos pueblos que recurrieron a los españoles para liberarse de la permanente violencia de sus propios tiranos, que cada año llevaban a la piedra de los sacrificios a muchos miles de miembros de sus tribus, incluyendo niños —de algo de eso se ocupó una autora admirada por Enrigue, Sor Juana Inés de la Cruz, por ejemplo en la loa al auto El Divino Narciso—.

Esa tercera fuerza puede sentirse como lo verdaderamente inquietante aquí, y su existencia se repite como en un coro griego para recordar un destino inapelable. Porque durante el tiempo colonial los vencedores escribieron la historia, y luego durante los dos siglos de independencia las elites criollas, para distraer de sus propios desmanes, se han empeñado en cultivar —a siglos de distancia— una leyenda negra que fomenta el odio al conquistador y sus aliados —Malinche en especial— frente a un victimizado Moctezuma, como si esas elites criollas hubieran hecho algo por los pueblos originarios, o si Moctezuma y su pueblo no hubieran sido sanguinarios y detestados por buena parte de la población. De esa intrahistoria entrevemos aquí vislumbres, que se mueven como sombras en el telón de fondo del relato.

En ese sentido, cabe detenerse en el punto de vista de la narración. La visión de Cortés era desenfadada —y ponderada— en Muerte súbita, donde leíamos por ejemplo: “el conquistador debió ser un hombre simpático a pesar de su estatura inmanejable”; “nunca un hombre hizo por ninguna fe lo que Hernán Cortés por el catolicismo renacentista y, a cinco siglos de la hazaña religiosa más grande de todos los tiempos, el Vaticano sigue mirando para otro lado cuando se invoca su nombre”. Un planteamiento que coincidía con el del cubano Alejo Carpentier —fundador de esa carnavalización de la historia que se hace género en América Latina— cuando en su última novela, El arpa y la sombra, presentaba a Colón en la ultratumba contemplando el juicio grotesco que le hacía el Vaticano. Un escritor que, por cierto, hizo la primera reivindicación de la mexicana Malinche a través de su libro La aprendiz de bruja.

En esta nueva novela de Enrigue, la figura del capitán es muy distinta y por momentos puede resultar bastante maniquea. Cortés resulta siempre zafio, despiadado e ignorante, líder de una expedición “lenta y estúpida”, en tanto Moctezuma se nos presenta como un monarca mítico o legendario, sumido en una crisis de melancolía casi hamletiana, un personaje cruel que al tiempo resulta simpático por su pereza, sus distracciones y una adicción a las drogas alucinógenas que lo lleva a bailar y delirar mientras el mundo se derrumba. Eso hace que el balance final desconcierte un tanto, porque nos ofrece cierta visión romántica de un edén originario idílico —que se compara con Venecia o Granada—, lleno de belleza, flores y materiales preciosos, frente al tópico de unos gañanes españoles que resultan, como su capitán, torpes, tarados, sucios y acomplejados.

En particular, la figura de Cortés es carnavalizada con saña, como si el autor tuviera que pagar un tributo al desliz de reconocer alguno de sus valores en aquella Muerte súbita con la que esta novela tiene vínculos necesarios. Aquí el capitán es arrogante y maleducado, “un extremeño malencarado y sin maneras” cuya primera expresión es un “mugido”, nada que ver con el personaje que Bernal Díaz —fuente reconocida de Enrigue— retrata en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, donde se recoge la ley épica de simetría y se presenta a los dos enemigos en pie de igualdad, en encuentros donde se hace la vista gorda a acusaciones contra Moctezuma como la del canibalismo de niños.

En definitiva, lo que hace Enrigue en dos momentos de la novela es teñir con la mística mexica de la violencia al propio Cortés, y atribuirle escenas inventadas de una crueldad exasperada. Eso logra un efectismo morboso que no parece justificarse ni en la historia ni en la ficción, si no es para cumplir con los que se empeñan en la antigualla de la leyenda negra o las modas comerciales de narrativa gore. Eso nos lleva, a su vez, a otra paradoja: presentar una historia distinta de la conquista, rompedora en la forma, pero que regresa en su contenido al estereotipo manido de leyendas maniqueas y caducas.  

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Por fortuna solo son momentos puntuales que en nada restan mérito al conjunto de la novela, donde el fabulador sobrevuela el relato y el tiempo, va y viene entre nuestro siglo y aquella foto fija del ocho de noviembre de 1519, lo alumbra desde el delirio onírico y mantiene alerta nuestra atención hasta el final, sumergiéndonos con maestría en ese mundo dibujado a flor de pesadilla o de sueño.

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Selena Millares es escritora. Su último libro es Lámpara de madrugada.

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