'El colgajo'

Philippe Lançon

Philippe Lançon es periodista. Periodista de Charlie Hebdo y, concretamente, uno de los que se encontraban en la sede de la revista satírica, en la calle Nicolas Appert, en París, el 7 de enero de 2015, cuando dos terroristas islamistas irrumpieron en el local. En El colgajo, que tras su publicación en Francia en 2018 logró el Premio Especial Renaudot y más de 300.000 ejemplares vendidos, narra el atentado, los recuerdos de lo que parece una vida pasada y, sobre todo, lo que vendría después. infoLibre reproduce un extracto del libro, editado en español por Anagrama con traducción de Juan de Sola. Puedes leer aquí la entrevista a Lançon publicada por el mensual tintaLibre. 

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Charlie fue importante hasta el escándalo de las caricaturas de Mahoma, en 2006. Aquel fue un momento crucial: la mayor parte de los periódicos, e incluso algunas figuras destacadas del dibujo, dejaron de solidarizarse con un semanario satírico que publicaba esas caricaturas en nombre de la libertad de expresión. Unos, en virtud de una preocupación manifiesta por el buen gusto; otros, porque no había que sacar de quicio al Billancourt musulmán. Era como estar unas veces en un salón de té y otras en una réplica de una celda estalinista. Esta falta de solidaridad no era solamente una vergüenza profesional, moral. Al aislarlo, al señalarlo, también contribuyó a hacer de Charlie el blanco de los islamistas. La crisis que acarreó alejó del periódico a buena parte de sus lectores de extrema izquierda, pero también a los jerarcas culturales y a quienes marcaban las pautas, que, durante varios años, lo habían convertido en un periódico de moda. Luego su declive fue acompañado de una serie de cambios de local, a cuál más feo y a trasmano, cuya única función no parecía otra que hacernos echar de menos la antigua sede de la rue de Turbigo, en el corazón de París, y su gran sala con ventanales. El más siniestro fue aquel, situado en un bulevar exterior, que se incendió en noviembre de 2011 de resultas del lanzamiento nocturno de un cóctel molotov. Una mañana fría y gris nos encontramos delante de lo que quedaba, después de que el agua de los bomberos terminara de destruir lo que el fuego había empezado. Los archivos se habían convertido en una pasta negra. Algunos lloraban. Estábamos abrumados por una violencia que no acabábamos de comprender y que la sociedad en su conjunto, exceptuando la extrema derecha, que lo hacía por motivos y con intenciones que no podían ser las nuestras, se negaba a ver. No se sabía quiénes eran los autores, pero teníamos pocas dudas acerca de sus motivaciones.

 

Sobre las 10.30 del 7 de enero de 2015 no había mucha gente en Francia que fuera Charlie. Los tiempos habían cambiado y no podíamos hacer nada. El periódico solo tenía importancia para cuatro fieles, para los islamistas y para las distintas clases de enemigos más o menos civilizados, que iban de los chavales de extrarradio que no leían a los amigos perpetuos de los parias de la tierra, que gustaban de calificarla de racista. Habíamos notado el auge de esta rabia estrecha de miras, que transformaba el combate social en espíritu de beatería. El odio era una borrachera; las amenazas de muerte, habituales; los correos groseros, multitud. A veces daba con algún quiosquero, generalmente árabe, que afirmaba no haber recibido el periódico con un aire desagradable que parecía reivindicar la mentira. El ambiente fue cambiando de un modo imperceptible. Llegó un momento, probablemente después del incendio provocado de 2011, en el que, no sin cierta vergüenza, dejé de abrir Charlie en el metro. Atraíamos los malos sentimientos como un pararrayos, lo cual, lo admito, no nos hacía ni menos agresivos ni más inteligentes: no éramos unos santos y no podíamos responsabilizar a los demás de que el talante de Charlie hubiera quedado obsoleto. Al menos lo sabíamos y no parábamos de reírnos de la situación. Una noche Charb me dijo en un restaurante auvernés al que era muy aficionado: «Si hay que empezar a respetar a quienes no nos respetan, más vale cerrar el chiringuito». Luego continuamos bebiendo vino tinto mientras comíamos carne y mandábamos a la mierda a las religiones y al gran temor de los biempensantes cuyo auge notábamos. Desde que no sentimos ya la necesidad de demostrar nada a nadie, la reunión del miércoles había vuelto a ser aquel momento de libertad y buen rollo que había dejado de ser al final de la época de Philippe Val y durante la crisis que siguió a su marcha. Con ocasión de aquella crisis, había sentido una vez más hasta qué punto el mundo de la extrema izquierda tenía el don del menosprecio, del furor, de la mala fe, de la ausencia de matices y la invectiva degradante. En ese aspecto al menos, no tenía nada que envidiar a la extrema derecha. Me sigo preguntando si, en ese proceso de deformación, son las convicciones las que desvirtúan el carácter o si es el carácter el que desvirtúa las convicciones.

Bernard Maris empezó a exponer todas las bondades de Sumisión. Houellebecq se había convertido en un amigo, y era evidente que el afecto venía a sumarse a la admiración que sentía por él. De pronto me entraron ganas de ir al baño, pero me aguanté: la conversación se animaba. Cabu refunfuñó: «Houellebecq es un reaccionario». Yo aún no conocía el desagradable texto que el escritor le había dedicado bastantes años atrás, y me pregunto si Cabu lo había leído, si se acordaba. Pero sí sé que no había leído Sumisión. Bernard y yo éramos los únicos que lo habíamos hecho, y fuimos los únicos que lo defendimos. La mayoría de los demás callaba o lo atacaba.

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Mi mal humor volvió a hacer acto de presencia. Incluso allí, donde todo estaba permitido y hasta exigido, odiaba discutir de libros que había leído con gente que no lo había hecho. Y aún odiaba más, dicho sea de paso, la clase de literatura que me disponía a dar. Era una clase superflua, pues el objeto de debate no era el libro, sino las opiniones y provocaciones de su autor; su pedigrí, por así decirlo. Y ese pedigrí no dejaba lugar a muchas dudas: lo que Houellebecq atacaba casi de manera sistemática era justamente eso por lo que Charlie había luchado en los años setenta. La sociedad libertaria, permisiva, igualitaria, feminista, antirracista. A este respecto, su novela era inequívoca: el islamismo sin violencia no estaba en el fondo tan mal. Ponía a hombres y mujeres en su lugar y, si bien eso no nos redimía del mal, nos libraba al menos de la angustia de ser libres. Por supuesto, como había afirmado en France Inter, se trataba de una novela: todas las opiniones se expresaban y tenían voz sin que ninguna pudiera identificarse con la opinión del autor. Sin embargo, sí se desprendía un perfume, un perfume que correspodía al aire de los tiempos. Era él, Houellebecq, este icono pop, el que lo propagaba con su talento de narrador y su eficaz ambigüedad. Había sabido dar forma a los mayores miedos contemporáneos. Charlie es uno de mis dos periódicos, pensé, pero el buen novelista siempre tiene razón, porque es él a quien se lee o se leerá. Así que supongo que sí, que con Bernard Maris hicimos esta explicación del texto, esta defensa e ilustración de Houellebecq, bajo la mirada clara y tierna de Sigolène Vinson, cuya indulgencia me tranquilizaba. ¿Había venido aquella mañana, ella, que era más ligera que un cervatillo, a lomos de su gran Harley Davidson? No la había visto en la calle mientras ataba mi bicicleta. Bernard hablaba, yo hablaba, Cabu comía, Wolinski dibujaba con una sonrisa en los labios. Me pregunté si no iba a terminar yo también en su libreta, delante de una mujer desnuda que me habría dicho más o menos: «¡Calla!», bajo una forma que yo era incapaz de concebir. Más bien debía de estar dibujando un nuevo desnudo inspirado por Sigolène, cuyo encanto y tipito tanto le atraían. Inventaba criaturas bastante bellas y bastante sexys para decirle libremente, con toda la insolencia, todo lo que le hubiera gustado decir y oír. La belleza goza de esta clase de privilegios.

No sé cómo ni a través de quién la conversación pasó de la novela de Houellebecq a la situación de los barrios marginales, pero imagino que los musulmanes nos facilitaron una transición natural. «¿Cómo hemos llegado hasta aquí?», preguntó alguien. «¿Cómo hemos podido dejar que poblaciones enteras se fueran a la deriva de esta manera?». Fue Tignous, creo, quien echó la culpa a la izquierda y a las políticas que se llevaban a cabo desde hacía treinta años. Bernard Maris no tardó en reaccionar: «¡Qué va! ¡La culpa no es del Estado! Se ha invertido un montón de pasta en esos barrios. Se ha intentado todo, todo, ¡y nada ha funcionado!» Tignous subió el tono. Habló de la ciudad de extrarradio de la que era originario, Montreuil, y de sus amigos de infancia. Muchos de ellos estaban muertos, en la cárcel o acabados: «Yo», gritó, «he salido adelante, pero ¿ellos? ¿Qué se ha hecho por ellos, para que tengan una oportunidad?  ¡Nada! ¡No se ha hecho nada! ¡Y se sigue sin hacer nada para los que suben, para todos los tipos que no tienen ni curro ni nada, que se buscan la vida en las barriadas y están condenados a ser eso en que se los convierte, islamistas, locos furiosos, así que no vengas ahora a decirme que el Estado ha hecho todo lo posible por ellos. El Estado no ha hecho absolutamente nada. Los ha dejado tirados. ¡Hace muchísimo que le importan una mierda!». Reconstruyo, resumiéndola, una perorata mucho más tajante, rabiosa, rotunda, una perorata que le salió de dentro, el lápiz alzado, y que el acento popular del dibujante transformó en un grito de rabia en favor de los barriobajeros, los parados, los atracadores, los moracas, los musulmanes, los terroristas. Bernard se calló y yo pensé que era hora de marcharse.

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