El cuento de todos
Otro cuento de Navidad
(Comienza Manuel Vilas.)Manuel Vilas
No era un recurso para sentirse menos solo cuando llegaba la noche, en absoluto. Sentía una auténtica fascinación cuando entraba en las páginas web de grandes tiendas que solo vendían por internet. Tenía una gran curiosidad por todas las cosas que el ser humano producía y con las cuales comerciaba a través de sofisticados programas y aplicaciones informáticas. Le fascinaba especialmente Amazon, que consideraba una especie de resumen general de la historia y del mundo. Tal vez el mito de la abundancia inacabable. El mito de El Dorado reinventado. O el mito de la Arcadia. O el mito del Paraíso Terrenal.
A veces Amazon le defraudaba. Eso ocurría cuando en tiendas de la ciudad encontraba en determinados productos los mismos precios o incluso más baratos que en Amazon. Eso le sumía en un estado de tristeza profunda, y eso le acababa de ocurrir con un pack de agua de colonia para hombre más loción para después del afeitado de Calvin Klein. En las cadenas de Tjmax, en la tienda correspondiente a Iowa City, había encontrado ese pack a 26,99 dólares. El mismo pack estaba en Amazon a 35,99 dólares. Sintió un quebranto especial. Nunca pensó que Amazon le pudiera fallar de esta forma. Era como si le abandonara la mano de su propio padre.
Estaba en Iowa City con una beca del International Writing Program, una beca de tres meses de duración, tres meses en donde los escritores invitados se dedican a escribir y a acudir a eventos relacionados con la literatura. Había treinta escritores más con él. Aunque hablaba inglés (lo aprendió en Manchester trabajando de camarero) era la primera vez que estaba en Estados Unidos.
Llevaba un cuaderno, una especie de diario, donde anotaba sus pensamientos. Había anotado esto “en mí la pobreza se acerca tanto al sentimiento de desolación como a la necesidad de fornicar, la necesidad de posesión o de placer, de hacer el amor, aunque no sabría concretar más este ansia”.
La mañana la pasaba explorando todos los departamentos de Amazon.
Había contratado el servicio prime de Amazon, y lo había conseguido gratis durante los primeros 30 días. El servicio le aseguraba que la entrega de sus pedidos se producía en 48 horas. Pensó: “48 horas de espera y el mundo es mío”.
Ayer recibió un paquete. Sintió una gran emoción. El cartero de UPS dejó el paquete en la puerta de la casa. Había pedido seis pares de calcetines de invierno y un reloj Casio cuyo diseño le encantaba. Era un pedido modesto. Los calcetines sumaban 9,99 y el reloj 15,99 dólares. Con las tasas se ponía todo en 29 dólares. Le fastidiaba que los impuestos fuesen siempre aparte, eso oscurecía la oferta. Siempre había que añadir unos cuantos dólares, y la alegría de la oferta disminuía, se hacía imprecisa. Pero era tan bonito el paquete de cartón. Una caja solvente. Con su nombre bien claro. Como vivía en una planta baja, el cartero de UPS dejaba el paquete en la misma calle.
Pensó en los Reyes Magos de Oriente, en su infancia, en sus padres dejando sus regalos en el árbol de Navidad. Sus fallecidos padres. Se acercaba la Navidad, y todos los compañeros escritores regresaban a sus países para pasar esos días con sus familias. Él pidió alargar su estancia, pasar la Navidad allí, solo, en Iowa, en su pequeño apartamento, esperando paquetes de Amazon. Le concedieron la ampliación de la beca, sin ni siquiera preguntarle la razón.
Había comenzado a nevar. Menos mal que la puerta de su casa tenía un saliente que impediría, llegado el caso, que la nieve cayera encima de sus deseados paquetes.
(Continúa Use Lahoz.)Use Lahoz
Sin el resto de escritores, la ausencia de sonidos humanos en la residencia de la Iowa City llegaba a resultarle incómodo durante las mañanas. Aun así, experimentar la soledad matutina en la cocina era un placer. El 23 de diciembre, tras dejar la cafetera en el fuego, se acercó a la entrada y abrió la puerta. Suspiró aliviado al ver los nuevos paquetes de UPS. Antes de agacharse, guiado por la luz intensa del amanecer –esos incipientes rayos que le dañaron la vista—, arrugando los ojos observó con agrado la flotante densidad de la nieve que se extendía a sus pies y cubría toda la calzada. Otro día más sin salir de casa, pensó. Otro día más delante del ordenador combatiendo la tentación de Amazon.
De nuevo en su cuarto, a buen recaudo y con la taza de café llena, abrió los paquetes haciendo uso de unas tijeras (ya no perdía tiempo haciendo fuerza con las manos para romper el plástico): ahí estaban la crema de manos y los auriculares que compró en la madrugada del día 21, cuando se desveló a las tres de la mañana y acudió a Amazon como quien busca compañía, agradeciendo los inventos de la economía 24/7. Probó los auriculares y olió la crema L'Occitane Karité, tan útil en Iowa. Regalos que llegaban por arte de magia. Regalos que venían de la Arcadia por 19,89 dólares. Sin embargo, pronto le sobraron. Era la reciente visión de la nieve la culpable de que aquellos regalos fueran menos poderosos que la memoria. Porque aquella nieve evocaba navidades pasadas, aquellas de la infancia, las que pasó en Monzón, donde la nieve llegaba puntualmente al inicio del invierno y, lejos de retener a los niños en sus casas, los sacaba de ellas incitándoles al esparcimiento. Reaparecieron las noches de Reyes en que se acostaba soñando con los regalos que traerían esos magos que su padre insistía en que venían de oriente. Entonces todo tenía sentido. Así se vio estrenando una guitarra un lejano 6 de enero, fascinado con aquel instrumento (ah, el olor de la madera barnizada, ¡si aún podría reconocerlo!) que habría venido desde tan lejos en las alforjas de vete a saber qué paje o qué camello. Pero hoy, mientras se lleva la taza a los labios, angustiado por algo que no sabe nombrar, se pregunta: ¿cuántas horas extras tuvo que hacer mi padre en la fábrica para traerme aquella guitarra?, ¿en qué momento pediría permiso al patrón para ausentarse?, ¿en el coche de quién acudiría a la capital para adquirirla?
Para evitar el avance de unos remordimientos que conoce bien, acude a Amazon, pero se obliga a retenerse. Se levanta y, con la taza en la mano, se acerca al pasillo y aprovecha el vacío de la residencia para caminar a la espera de una coartada que engañe al recuerdo. Hay retratos de escritores que disfrutaron de la beca en años pasados (Anne Provoost, John Lanchester, Niccolo Amanitti). Al pasar por delante de la puerta 11 se acuerda de la escritora belga (o flamenca, según puntualizó ella) que llegó a la casa después que él y que de buenas a primeras se mostró excesivamente simpática, tan cálida, como si el hecho de compartir oficio diera pie a la confianza. Sandrine quiso que él le explicara el funcionamiento de la casa y, sobre todo, en eso insistió hasta tres veces, de la lavadora y la secadora. Y él accedió –con ese inglés macarrónico que aprendió en Manchester—, como accedió a ir a comer con ella al Joseph Steakhouse pese a que no le apetecía gastar dólares. Sandrine había vuelto a Amberes a pasar las navidades con su marido y sus tres hijos. Y él recordó que aquel día, a la vuelta del restaurante, alguien llamó a su puerta. Al abrir, encontró a quien esperaba y no pudo evitar que su mirada se escurriera hacia las manos de ella, que sujetaban un fardo de ropa.
—Dijiste que pensabas poner una lavadora esta noche, ¿verdad? —preguntó ella.
—Sí –logró pronunciar él, entrecortado.
—¿Podrías lavarme esto con tu ropa, por favor?
—Claro, claro —¿qué podía decir si no?
—Gracias —dejó caer ella, estirando la palabra con su sonrisa y levantando la mano en señal de adiós.
Ahora rememora su impresión al desdoblar el bulto y descubrir una camiseta de tirantes, dos calcetines de rayas y las braguitas azules Wild Rose.
Sandrine volvería el día 31 por la tarde. Antes de irse le había hecho prometer que cenarían juntos la noche de fin de año. Y él, que no quería pasar la noche de fin de año con nadie porque no había noche que odiara más que aquella, y porque había planeado pasarla rastreando ofertas en Amazon —solo, tranquilo, lo más alejado posible de los recuerdos—, había accedido también.
Antes de volver a la cocina a por más café, buscó el cuaderno donde iba anotando pensamientos, y con cierta prisa garabateó: “23 diciembre: Nunca sabemos por dónde viene ni qué forma tiene el riesgo, pero aguardamos su regreso como si fuera necesario”. Al cerrarlo, una vez más se le quedó abierto por la primera pagina, en la que dos años atrás había escrito una única entrada que volvió a leer de nuevo: “Cuando odies a alguien con todas tus fuerzas, recuerda que ese alguien también fue niño y también acabará muerto”.
(Continuará Marcos Giralt Torrente.)Marcos Giralt Torrente
*Manuel Vilas es escritor. Su última novela es Manuel VilasOrdesa (Alfaguara, 2018).
*Use Lahoz es escritor. Su último libro, Use LahozLos buenos amigos (Destino, 2016).