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El rincón de los lectores

Érase un ángel fieramente humano

Jesús García Sánchez, editor de Visor, Mara Torres y Ángel González.

Mara Torres

​​​​​​Este enero se cumplen diez años desde que falleció el poeta Ángel González, miembro del grupo poético del 50 y figura clave de la literatura de posguerra. En este número, algunos de sus (numerosos) amigos le rinden homenaje y recuerdan su obra.​ La periodista y escritora Mara Torres recuerda aquí su primer encuentro, literario y personal, con el poeta. 

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Érase un ángel fieramente humano que se presentó en mi casa un domingo de 1997, cuando yo todavía vivía con mis padres, existían las pesetas y se compraban los periódicos. Mi padre subió del quiosco el diario y me dio el suplemento dominical para que lo leyera mientras tanto. El País Semanal dedicaba un reportaje a la poesía española contemporánea y allí, en aquellas páginas de revista, de golpe y sin previo aviso, me topé con “Quise”. “Quise mirar el mundo con tus ojos/ ilusionados, nuevos/ verdes en su fondo/ como la primavera./ Entré en tu cuerpo lleno de esperanza/ para admirar tanto prodigio desde/el claro mirador de tus pupilas./Y fuiste tú la que acabaste viendo/el fracaso del mundo con las mías”.Recorté el poema con los dedos, lo puse en un corcho que tenía en la pared al lado de la cama y me dormí mirando el trozo de papel sujeto con la chincheta. En esos nueve versos estaban todos los temas que me interesaban: el amor, el paso del tiempo, la esperanza, el fracaso, el realismo social y el deseo. Acababa de enamorarme, y ya sería para siempre, del poeta Ángel González.

Mi primer libro suyo fue Poemas, una edición que el autor hizo para Cátedra y compré poco después de aquel domingo, en agosto del 97. Abrí al azar por “Me falta una palabra…” (“La necesito: ¿no veis / que sufro?”) y doblé la esquina de la página para seleccionarlo. Salté a otro: “Me basta así” (“Creo en ti/ Eres./ Me basta”), y también doblé la esquina de la página. Otro: “El conformista” (“Cuando era joven quería vivir en una ciudad grande. /Cuando perdí la juventud quería vivir en una ciudad pequeña./Ahora quiero vivir”) y doblé la esquina. Otro: “Canción para cantar una canción” (“Esa música… /Insiste, hace daño/en el alma”) y doblé. Y así fui haciendo con “Es la felicidad lo que hoy lamento”, “Muerte en el olvido”, “En ti me quedo”, “Eso era amor”, “Nada es lo mismo”, “Porvenir”, “Dos homenajes a Blas de Otero” —a quien robo un título en este artículo—, “Estoy Bartok de todo”… Hoy, al revisar aquel primer poemario, compruebo que tiene todas las páginas marcadas y asumo que nunca he podido elegir un poema de Ángel González porque me gustan todos.

Sin que él lo supiera, a partir de aquel verano vino a vivir conmigo. Se instaló en las estanterías, encima de la cama, en la mesa del salón, en el cuarto de baño. Recorrí junto a él infinitos estados de ánimo: si la madrugaba era oscura, él la iluminaba; si había ruido, lo convertía en música; si tenía pena, me acompañaba hasta dentro de la tristeza. Cuando necesité reírme, me enseñó a hacerlo de mí misma; y cuando algo me desconcertaba, aportó la reflexión y la ironía. Ante la desesperanza, ponía el convencimiento; ante la aspereza del mundo, la amistad; y si tenía sed, me ponía una copa. Recuerdo una de esas en las que me estaba muriendo (ya no recuerdo de qué, intuyo que de amor, era veinteañera) y él dijo serenamente que para vivir un año era necesario morirse muchas veces mucho. En asuntos humanos, el ángel era un fiera.

Un día, Luis García Montero, a quien agradezco tantas cosas que no me caben en ningún texto, me invitó a cenar a su casa. “Estaremos Almudena y yo, y vienen también Ángel y Susi”. “¿Qué Ángel?”, pregunté. “Ángel González, así le conoces”. Casi me da un infarto. Me puse tan nerviosa que no se me ocurrió otra cosa que llevar una botella de champán que compré en el Vips de la calle Fuencarral porque se me olvidó que bebía whisky. Después de aquella cena, vinieron otras y en todas fui testigo de lo que significaba Ángel González para sus amigos: cuando caía la noche, se convertía en la luz de la hoguera.

Al apagarse él, se apagaron todas las luces.

Uno de los poemas más tristes que conozco se titula “Caída”, es el último poema del libro póstumo Nada grave, publicado por Visor cuando Ángel ya no estaba (“Y me vuelvo a caer desde mí mismo/ al vacío, / a la nada./ ¡Que pirueta! / ¿Desciendo o vuelo?/ No lo sé./ Recibo/ el golpe de rigor, y me incorporo./ Me toco para ver si hubo gran daño,/mas no me encuentro./ Mi cuerpo ¿dónde está?/ Me duele sólo el alma./ Nada grave”), y si este cuento tuviera un final inventado yo no sería lectora, sino poeta, para poder haber curado sus heridas tal y como él hizo tantas veces con las mías.

*Mara Torres es escritora y periodista. Su último libro, Mara TorresLos días felices (Planeta, 2017). 

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