También esto pasará / La dulce existencia - Milena Busquets
Anagrama (2015 / 2025 - 172/105 páginas)
¿Quién se supone que he de ser?
Prólogo
He desempolvado las novelas de la madre. Las que fue publicando en los años setenta y ochenta del pasado siglo. Alguna ha desaparecido de las estanterías. Otras, como El mismo mar de todos los veranos (1978), que es la primera que leí y si no me equivoco también la número uno en la cronología de sus publicaciones, tienen las cubiertas descoloridas y muchos subrayados. Lo de los subrayados es vicio. No sé cuántos lápices consumo en la práctica de ese oficio. Porque llenar de rayajos las páginas de un libro es un oficio y no de los más fáciles a la hora de enfrentarnos a la lectura de un texto sea del tipo que sea. Creo que en alguna parte, hace muchísimos años, lo escribí: "un libro son sus subrayados". O a lo mejor lo escribió alguien que no era yo y simplemente lo copié como si fuera mío. Al fin y al cabo, ya lo dijo Juan Gelman: todos los libros vienen de otros libros. O sea, que los libros que leo y me gustan (incluso muchos de los que me han parecido una mierda) acaban llenos de cicatrices, como la cabeza cuadrada de Frankenstein en las películas de miedo. Pobre monstruito que sin comerlo ni beberlo lo pusieron a ser más malo que Caín sin que él tuviera ninguna culpa.
La casa de la calle Larga
Sobre eso de los libros y nuestra manera de enfrentarnos a su lectura, lo escribe la hija en También esto pasará, una novela de 2015 que gozó de unos beneplácitos de crítica y público que pocas veces antes se habían dado en la literatura española contemporánea escrita en castellano: sacudió –según algunas frases publicitarias– los cimientos de la Feria de Frankfurt. Hasta una editorial estadounidense dicen que pagó medio millón de dólares por los derechos. Ya se sabe que las Ferias del Libro –la de Frankfurt y cualquier otra– sólo sirven para eso: comprar y vender. Otro oficio. La compraventa. ¿Ustedes saben la pasta que es medio millón de dólares cuando hablamos de libros? Sobre la relación lectora con los libros, dice la autora: "Se puede saber si a alguien le gustan de verdad los libros por cómo los mira, por cómo los abre y los cierra, por cómo pasa sus páginas…". Y yo añadiría: por cómo los descuartiza la pasión a la que se entrega en cada relectura. Porque somos lo que releemos, como también dijo Julio Ramón Ribeyro, un escritor peruano que tendría que ser más respetado literariamente (y no veas en lo demás) que Vargas Llosa y sólo se lo conoce –quien lo conoce– porque fumaba como los periodistas cuando las redacciones no eran como las salas desinfectadas de un hospital y tampoco, precisamente, como los que está destrozando Israel para exterminar Palestina sin ningún pudor y con la ayuda vergonzosa del mundo mundial.
Una confesión: nunca había leído nada de una escritora que se llama Milena Busquets. Y nunca es nunca. Ahí estaban sus novelas, llegadas como otros centenares que me están expulsando de la casa de la calle Larga, pero no les había prestado ninguna atención. La burguesía me interesa poco o nada y menos cuando protagoniza narrativas y conflictos que me resbalan. Hablo de narrativas de ahora, no de las que llenan el siglo XIX y son como las inventoras -con el permiso del Lazarillo- de la novela moderna. De hecho, sigue siendo Las afueras, escrita cuando él tenía poco más de veinte años, la novela que más me interesa de Luis Goytisolo porque no habla de la burguesía sino de los perdedores de la guerra y no tenían donde caerse muertos.
Por eso las novelas de Milena Busquets estaban ahí, entre los montones de libros que ya me impiden disponer de un asiento decente para leer con tranquilidad y escupir –las poquísimas veces que les presto atención– a los informativos de la tele. Con García Ferreras agoté la saliva que me quedaba y desde entonces el televisor es un mueble inútil sobre otro reluciente de color rojo que compré en el Ikea de Grenoble hace la tira de años. El caso es que hace unos días me llegó La dulce existencia, su última novela. Las notas críticas de la contraportada me sonrojaron bastante. Hacían alusión –en positivo– a la que tuvo tanto éxito hace ahora diez años.
A la vez, me enteré de que se iba a estrenar una película basada en esa novela. Revisé cosas que se habían escrito entonces. Todo halagos. Incluso de gente que suele ser dura a la hora de escribir sobre libros. Como no leo reseñas ni nada parecido, hube de buscar en internet. Insisto: todo halagos. Así que antes de meterme en las páginas de la recién llegada, me fui a la segunda. O sea: También esto pasará. La del medio millón de dólares que antes les decía. Protagonistas jóvenes de la burguesía catalana. Descendientes de aquella gauche divine de los sesenta fotografiada por Colita en la que se coló un joven ayudante de un taller de joyería que se llamaba Juan Marsé. Para mí es el number one. Los Beatles de la literatura contemporánea en castellano. Una pareja perfecta: Juan Marsé y Concha Alós. No me pidan más: Últimas tardes con Teresa y Los enanos. No me costaba nada probar lo que había dentro de la novela de Milena Busquets. Además, era de los libros que me gustan: breves y no esos mamotretos que me incitan a convertirme cada día más en el más despiadado asesino en serie de libros gordos. O sea: qué perdía adentrándome en una historia que, de primeras, no me iba a robar mucho tiempo en el caso de que llegara al final. O sea: que escribo aquí sobre una novela que se publicó hace diez años y que había estado más dormida en la casa de la calle Larga que la princesa del cuento todo ese tiempo.
Carta a la madre
Tienen cuarenta años los hombres y mujeres que pueblan sus páginas. Los hijos y las hijas andan cerca de la adolescencia. Lo pasan la hostia de bien en Cadaqués, paraíso de la vieja y catalana izquierda divina sesentera. Parecen felices. Seguramente lo son, a su manera. Como decía Tolstoi de esas familias ancladas en la dicha. Pero no todo es oro lo que reluce en esa felicidad. Disculpen ustedes la frasecita, pero uno tampoco es Faulkner todas las horas del día, aunque a ratos se lo crea. La verdad es que, como le decía Onetti a mi siempre recordado Ramón Chao, no sé escribir mal. Para qué me voy a poner sensible con eso de la modestia que siempre es más falsa que el silencio de Santos Cerdán los años que se pasó ejerciendo de trilero mayor en la cúspide del socialismo regeneracionista. La vida es una excursión a las raíces de la infancia, el reencuentro con antiguos amantes, descubrir que "lo contrario de la muerte no es la vida sino el sexo". Follar es importante. Y follar, follar y follar, más importante todavía. Y tanto que lo es. Que se lo pregunten a Blanca. O a cualquiera de sus amigas y amigos excursionistas. Cuarenta añitos. La vida resuelta. Un lujo.
Al final, eso de la felicidad también es un cuento chino. Incluso para esa burguesía que tiene barca y una casa donde habitan los fantasmas de sus antepasados. Por mucho que -como la propia protagonista de una novela que poco a poco me iba calando más de lo que hubiera imaginado desde mis aprensiones ideológico-literarias- tuvieran vidas más o menos acomodadas. Ya sé que no es lo mismo –ni parecido– ser rico que una rata. Pero también sé que la escritura es siempre lo que hará que nos creamos o no lo que nos cuentan en una novela o donde sea. Y en la escritura de También esto pasará hay algo bueno que –con una mezcla de tensión y una ironía que a ratos se vuelca en un humor que humaniza a los scouts protagonistas– ennoblece el relato sin que nada de lo que estás leyendo suene a falso como el silencio de M. Rajoy en los papeles de Bárcenas. ¿Qué pensaban, que sólo iba a hablar de los desalmados socialistas? Para eso ya está el periodismo de las cloacas.
Y sobre todo, por encima de lo que hacen o deshacen sus personajes, la novela es una carta a la madre muerta. Como la de Kafka a su papá, pero con más equilibrio entre el odio y el amor de hija que Blanca siente por su progenitora. Es una señal de escritura seria cómo va intercalando los renglones de esa carta con todo lo demás. Ese tú a tú, ese mirarse a la cara sin las pestañas postizas de la impostura (otra frasecita guay, ¿eh que sí?), la forma de enfrentarse a una madre que fue como la madrastra de Blancanieves pero que algunos espejos en que se mira devuelven el amor que sentían una por la otra y viceversa. Disculpen de nuevo: eso de viceversa debería estar señalado con pintura roja en los manuales de escritura de todos los géneros, incluido el literario. La virulencia del recuerdo. El tiempo que arrecia en mar abierto como si arrastrara el peso de no se sabe cuántas biografías que navegaron los veranos de Cadaqués abriendo una brecha entre el franquismo de los abuelos de Blanca y el antifranquismo de los padres.
La seguridad de que no hay tiempos iguales y de que algún día los fantasmas del pasado echarán a andar como en las películas de muertos vivientes. Heredar un sentido de la libertad que no casaba con la oscura y siniestra vida impuesta por la dictadura. Eso hizo fuerte -aunque fuera en apariencia- a la generación burguesa de los cuarenta años en el año 2015. No es el 15M de cuatro años atrás, claro que no. Ni el contexto político se explica de una manera distinta a lo que de radicalmente político tiene la violencia de una memoria familiar que se mezcla con las risas de la pandilla, los encuentros furtivos y las estrategias de seducción de quienes saben –o a lo mejor no– que vivir es, como decía Monique Lange en Las casetas de baño, acostumbrarte a que los demás te abandonen. Crecer en la seguridad de que "todos tenemos paraísos perdidos en los que nunca hemos estado". La pregunta eternamente repetida a lo largo de un libro que acaba fascinando: cómo nos hacemos adultos, qué hay en nosotros de quienes estuvieron antes en los mismos sitios, en los mágicos amaneceres del cabo de Creus (yo estuve una vez, hace ya muchos años) o en las calles alejadas de la playa donde al menos las veces en que anduve por allí había un campo de fútbol y tenía una casa modesta mi querido tío Vicente, exiliado y comunista, al que llamamos en Gestalgar, mi pueblo, el tío Zapatero.
La sombra –o la luz– de la madre muerta recorre el libro y eso me ha llevado a recuperar los que escribió en los años setenta y ochenta del pasado siglo. A los subrayados que lo llenan de cicatrices. A juntar El mismo mar de todos los veranos y También esto pasará. En la primera, que leí cuando leía todo lo que caía en mis manos sin que nadie me dijera lo que valía la pena leer o tirar a la basura, hay un subrayado que por sí solo define la novela de la hija escrita treinta y siete años más tarde: "crecemos en el mundo sagrado de los juegos –donde todo es real– para desembocar después en esta mascarada de los adultos". En esa mascarada se enreda la hija Blanca y se pregunta, entre los arrebatos sexuales, las noches de quiebra emocional cuando todo se ha torcido y el ronroneo de una barca que es como la de Lucho Gatica a ritmo de los Clash (mi grupo favorito con el permiso de Paul McCartney y Brian Wilson, que se acaba de morir), se pregunta, digo, si se ha hecho cada día más madura o si la madurez es otro cuento chino que se han inventado la nostalgia de un pasado que nunca acaba de pasar y las Spice Girls.
Qué perra la de algunos tipos listos
Lo digo porque en mi paseo por internet he descubierto la tira de alusiones a la autoficción, que es como llaman quienes dicen que saben a novelas como ésta. No sé lo que es la autoficción. Ni me interesa. Pero hay tipos que viven escribiendo sobre ella. Sobre todo para negarla. Hasta escriben libros sobre eso. Que si se agota la imaginación. Que si el yo se hincha más que el locuaz monigote de neumáticos Michelín. Que ya no existen personajes como Emma Bovary, Holden Caulfield o la Scarlett O’Hara de Lo que el viento se llevó. Por cierto, un productor de cine, en los años cuarenta del pasado siglo, pagó por los derechos de la novela de Margaret Mitchell una pasta que ríete tú del medio millón que alguien pagó en Frankfurt por También esto pasará. Me da igual si esa novela y las de Esther Tusquets (ya salió el nombre de la madre) son autoficción o la Brevísima relación de la destrucción de las Indias que escribió Bartolomé de las Casas contra los cruzados terraplanistas patrióticos que ya existían en el siglo XVI.
Lo único que quería es hablar de que a veces viene bien escarbar en los rincones más apartados donde guardamos los libros que en su momento no nos interesaron. Y que a pesar de mis razones ideológicas para no acercarme a las novelas que protagoniza la burguesía (no hablo de las del XIX), También esto pasará ha supuesto una sorpresa feliz, de las que se agradecen. Que he tardado diez años en leerla y lo he hecho porque me llegó hace nada La dulce existencia, la última novela de Milena Busquets de la que hizo una estupenda reseña en Posdata (suplemento literario del diario Levante-EMV) mi amigo y entendido en estas lides Manuel Peris. Diez años, nada menos. Y qué. No es por comparar, claro que no, pero quién de ustedes –incluso esos tipos listos que leen con guantes a Annie Ernaux o La campana de cristal– acabó el Ulises o The waste land en el primer intento. De Finnegans Wake, ya ni les hablo. Así que menos lobos, Caperucita, y a leer autoficción o lo que sea siempre que lo que sea no sea una vergüenza, ¿vale? Pues eso.
* Alfons Cervera es escritor. Su último título publicado es 'Libro de familia', editado por Piel de Zapa.