Los libros

Un libro mordedor

Sol poniente, de Antonio Fontana.

Sol ponienteAntonio Fontana Sol poniente

Fundación J.M. LaraSevilla2018

 

Por recomendación de una buena amiga me acerqué a la presentación de la última novela de Antonio Fontana (Málaga 1964), titulada Sol poniente. No conocía personalmente al autor y yo andaba con un trancazo del quince, dudé si acercarme o no, lo hice y no me arrepentí. La librería tampoco la conocía. Se llama La Lumbre, en la zona de Pacífico, hermosa y amplia, con espacio para actos y presentaciones. Buen ambiente y dirigida por un chico joven donde puedes tomarte un café con tranquilidad entre libros. Ojalá perdure.

Pero a lo que iba: la presentación. Como he dicho, no conocía personalmente al autor y me llamó la atención que hablara de los libros que le han influenciado, categorizados como libros balcón, libros meteorito, libros águila o libros tiburón, en función del efecto que produce en el  lector. Por ejemplo, un libro águila es aquel que te da una perspectiva desde las alturas, algo que alguien pedáneo no es capaz de contemplar y ese libro se lo aporta. Como ejemplo de estos libros águila habló de Crematorio y En la orilla, de Rafael Chirbes. El libro tiburón es aquel que no puedes esquivar: si vas a la derecha te ataca, si vas a la izquierda también. Y así sucesivamente. Por último habló de los libros perrito de señora mayor, ese que parece inocente, por pequeño, que te acercas a él y, zas, de un mordisco te arranca un dedo. A esa categoría le gustaría que perteneciera el suyo. Todo ello contado con gracejo andaluz, con humor. Una vez leído el libro he de confesar que sí, me arrancó no uno, sino varios dedos y tardé días en recomponerlos.

Esta novela, no muy larga (195 páginas), de nueve capítulos subdivididos en textos breves, de una página y media o dos, se puede considerar una novela de iniciación que, contada desde el rincón de la memoria, siendo adulto, desgrana aspectos de la infancia y su paso a la madurez, en este caso combinando los recuerdos gratos y agradables con ese acto, ahí, al final del libro, el que produce la cesura, el que marca el inicio a la vida adulta, algo duro y magníficamente bien contado, que me hizo recordar esa máxima de Italo Calvino: frente a la dureza de la vida, la levedad de la literatura. Es una novela que muestra y asoma más, mucho más de lo que está escrito. Solo hay que leer entre líneas, como la buena literatura.

Es la historia de una familia del sur de España, con la omnipresencia de la abuela en la vida del niño, una abuela que se enorgullecía de no haber fregado nunca la olla del potaje porque si volvía a hacer uno nuevo, ¿para qué perder el tiempo fregándola?

 

“El poso del potaje de las semanas y meses y años anteriores se mezclaría con el potaje de esa semana, y que la combinación de toda aquella grasa potenciaría el sabor del potaje de la semana entrante, y así potaje tras potaje, hasta que un día, aunque se le olvidara echarle, no sé, garbanzos, nadie se daría cuenta, pues el potaje seguiría sabiendo a potaje y a garbanzos gracias a que la olla tenía lo que mi abuela llamaba sustancia; y yo nos imaginaba a ella, a mis padres, a mis hermanos y a mí sentados a la mesa del comedor, los siete masticando garbanzos inexistentes que se desharían en la boca como los de verdad”.

Una abuela que siempre se estaba muriendo y cualquier enfermedad familiar no era nada comparada con la suya, y así a esa abuela “se le desmoronaba el esqueleto”, o “tenía velocidad en la sangre”, o “cáncer de boca” o sufría el mal de las vacas locas o el sarcoma de Feyder y al final murió de vieja mientras dormía. Una abuela que unía todas esas locuras con esa sabiduría popular  que da lo vivido. Qué gran personaje literario, la abuela, que absorbe al resto de personajes familiares hasta desdibujarlos, situarlos en la novela como peones de ajedrez que se ven movidos a su antojo, que nos hace ver que todo gira en torno a ella hasta que poco a poco la historia se va desplazando hacia el niño, lo que siente y le ocurre, saltando en la memoria de un suceso a otro, de una muerte a otra.

El libro está lleno de recuerdos, entre ellos la afición al cine, la diversión de muchas infancias de antaño, cuando solo había eso, cine, en sesiones continuas o dobles. Hay dos películas que se destacan, El mago de Oz y Lo que el viento se llevó. Y a lo largo del libro se desentraña el porqué de esas dos películas y no otras. Nos habla también de El Pico de las Ánimas o de La Cuesta de los Ahogados, del  azul de las flores de los jacarandás y también, de cómo era todo ese paisaje en 1906, a través de una postal, color sepia, de cuando la abuela se fue a vivir allí recién casada:

 

“Quizá no había pinos: quizá no había eucaliptos ni cipreses; quizá lo único que había eran higueras, o tampoco. Quizá mi imaginación haya añadido todos esos árboles y cualquier similitud entre mis recuerdos y la realidad sea pura coincidencia”.

De nuevo la memoria como gran fabuladora, el rincón desde el que nace la literatura, porque no es fiel a la realidad, la tergiversa, añade, reconstruye y cambia a su antojo para que la historia exista, cobre vida y vigor narrativo.

De todo esto habla esta novela, Sol poniente. Estuve a punto de perderme la presentación. No lo hice, compré el libro y lo leí de un tirón. Creo que es un buen consejo para que hagáis lo mismo que yo. Ha sido un placer leerla.

*Carmen Peire es escritora. Su último libro, Carmen PeireCuestión de tiempo (Menoscuarto, 2017).

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