'Una niña hecha y derecha'
El segundo libro de la noruega Pia Edvardsen no deja indiferente a nadie: es una novela incómoda al mismo tiempo que impactante, conmovedora, valiente y absolutamente imprescindible. Basada en su experiencia con la terapia de conversión, Una niña hecha y derecha construye una historia que desmonta el mito de que vivimos en sociedades tolerantes con la diversidad sexual y de género.
Ambientada en una Noruega contemporánea, la protagonista es una joven atrapada entre su deseo y las exigencias de su entorno. Aunque se ha explorado en el mundo de la cultura la historia sobre personas no aceptadas por su entorno, Pia Edvardsen profundiza en la novela en cómo el personaje principal es el que lleva su negación al extremo, reprimiendo su identidad, su cuerpo y su autenticidad.
infoLibre adelanta el capítulo siete de esta obra que publica Consonni y que salió a la venta este lunes 12 de mayo:
Capítulo séptimo
Estoy sentada en la escalera que lleva a la planta de arriba. El fondo de pantalla del móvil alumbra mi cara. Cuando Lars y yo estábamos juntos, el fondo de pantalla era una foto de él. Tuve la misma foto durante años, era tan bonita que no la cambiaba. Era yo la que la había tomado, en uno de nuestros primeros viajes al extranjero. Lars estaba cerca de la cámara, de manera que su cara se veía con nitidez, desde la clavícula para arriba. Al fondo hay arena blanca, mar azul y personas bañándose, y detrás de todos ellos se distinguían las siluetas de montañas llenas de olivos. Lars estaba moreno, así que la debimos de haber tomado en uno de los últimos días de las vacaciones. Llevaba una cadena de plata. No la que yo le había regalado, sino otra, más gruesa. Sonreía de manera que los dientes de arriba quedaban a la vista. Tiene los dientes separados, hay hueco entre ellos, pero no tanto hueco como para que no sea bonito. Eso les da más nitidez, le da a cada diente un lugar marcado. No sé si era el agua del mar lo que hacía que su pelo estuviera ondulado por arriba, o si llevaba cera o gomina puesta. No era tan largo como yo quería, pero tampoco tan corto como él en realidad prefería tenerlo. Llevaba mis gafas de sol puestas. Las había comprado en el aeropuerto en el viaje de ida. No sé si las llevaba puestas de broma, o si se había olvidado las suyas. Ya no me acuerdo. Tenía veintiuno o veintidós, ni niño ni hombre, era las dos cosas a la vez. Ahora la foto del fondo de pantalla del móvil es de la casita para los pájaros en el claro del bosque, pero el código para desbloquear el móvil sigue siendo 1011, el día de su cumpleaños.
Tengo el pósit con el nombre y el teléfono apoyado en el muslo del pantalón. Abro la mano y separo los dedos, empiezo a escribir un mensaje, pero lo acabo borrando. He intentado pensar que el lenguaje solo es una pequeña parte de las personas, he estado intentando no definirme a mí misma con palabras. No soy lesbiana, no soy homosexual, no soy una bollera o una chupacoños, yo no soy las palabras, he intentado pensar así, pero no es verdad. ¿Quién soy yo, quién puedo ser, si no tengo un lenguaje sobre mí misma? No estoy acostumbrada a ser honesta, los pulgares escriben rápido, que soy lesbiana, pero que quiero ayuda para vivir de manera heterosexual porque no encuentro sosiego. Pulso "enviar", pongo el móvil en silencio y me lo meto en el bolsillo. No lo siento como una traición, ni contra mí misma ni contra otros homosexuales, porque no soy parte de una comunidad, no lucho por una causa política, porque no sirve de nada. No hay el suficiente número de heterosexuales a los que les preocupen los derechos de los homosexuales, que trabajen para que sea más fácil tener hijos y que las lesbianas y los maricones decidan sobre su propia vida. La comunidad con purpurina y arcoíris no tiene relevancia.
'Agnès Varda'
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Me paro delante del espejo de la entrada. Me han salido líneas marcadas en la frente. Mis ojos ocupan más espacio en la cara que antes. Están totalmente oscuros, aunque en realidad son azules. Estoy segura de que se puede ver en ellos que vivo sola.
El bosque está cubierto por la neblina. El cielo gris es como una tapadera que presiona la casa y los árboles frutales contra el suelo. Abro la trampilla para bajar al sótano y bajo la pequeña escalera. Tengo dos cobertizos, uno con leña y otro con heno. Abro uno de los grandes fardos redondos de heno y me llevo todo el heno que consigo cargar. Algunos de los tallos me arañan la cara, y siento el olor del verano seco. Coloco el heno bajo los árboles frutales. Justo después esparzo semillas de girasol en la bandeja para los pájaros. Hace no mucho que estuve en la tienda de suministros agrícolas y compré un saco de veinte kilos de semillas. No sé de qué voy a vivir cuando se me acabe la herencia. Tal vez pueda partir y vender leña. Si la apilo sobre la tarima de madera bajo techo, se mantendría seca y en buen estado. La puedo empaquetar en sacos de leña más grandes que los de la tienda y aun así ponerlos a la mitad del precio al que la venden ellos. Y en verano puedo recoger ostras y venderlas a restaurantes de la ciudad. Donde suelo ir a nadar, hay muchas ostras. Lo he hecho ya varias veces, con escarpines, guantes, el formón para cortar las ostras y una bolsa. Me da la posibilidad de ganar algo de dinero, si no se me ocurre otra cosa. Si me dejan que trabaje tranquila y me libro de tener que hablar con nadie, puedo ser rápida y autosuficiente.
Me siento en la piedra que hay bajo uno de los árboles frutales, me canso con nada. Las manzanas están amontonadas en el suelo. Suelo exprimirlas y hacer zumo con ellas, pero este año no lo he hecho. El móvil se sale del bolsillo trasero del pantalón, pero me quedo sentada. Tengo miedo de que un encuentro con el psiquiatra no cambie nada, que vaya a seguir teniendo ganas de volver a ver a mujeres hermosas, seguir pensando en ellas mucho después y acordarme de manera precisa de cómo olían. Mientras que no me encuentre con él, sigue existiendo una esperanza, como una posible solución. ¿Qué voy a hacer si no ayuda, si sigo siendo la misma que siempre he sido? El teléfono vibra, pero yo dudo. Me levanto y les doy una patada a algunas de las manzanas. Se rajan de manera que el zumo salpica, se hacen pedazos que los pájaros pueden comerse. Al final no consigo resistirme. Aunque no tengo su número guardado, veo de inmediato que es de su parte: Hola. Es difícil decir algo con seguridad al respecto, así, de buenas a primeras, pero con una conversación, valoración y una discusión puede ser posible averiguar algo más. ¿Puedes mañana a las 10 h? De repente me entra la inseguridad. ¿A qué estoy diciendo que sí si me encuentro con él? ¿Qué partes de mí misma es necesario que muestre? No les puedo pedir consejo a mi madre o a mi padre. No lo van a entender. Van a decir que están en contra, que debería ser ilegal, que el mundo es lo suficientemente grande para todos independientemente de a quién amemos. ¿Pero qué papel juegan esas palabras? Ellos no tienen que vivir la vida que yo estoy viviendo. Yo no he deseado dar este paso, me han presionado todos los que dicen que es tan fácil ser homosexual, que no es ningún problema, ¿visteis toda la gente que se juntó en el último Orgullo? Nada más que alborozo y alegría en sus voces, porque no tienen nada en contra de la homosexualidad, todo lo contrario, les parece que los gais son un punto de color en la paleta, la alegría de la huerta. Son la misma gente que lee a Édouard Louis y hablan de lo terrible que es ser homosexual en la Francia rural, convencidos de que es totalmente diferente aquí. A la mierda las dudas que siento. No tengo nada que perder. Esta es una oportunidad de tomar el mando sobre mi propia historia. Le respondo que nos vemos mañana.