TRES AÑOS DEL GOLPE EN MYANMAR Investigación

La represión obliga a los militares birmanos a multiplicar la capacidad de la mitad de sus cárceles

La entrada frontal de la prisión de Inn Sein, donde estuvo recluida la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi.

El 1 de febrero de 2021 un golpe de Estado devolvió el poder al ejército en Myanmar, la antigua Birmania, tras apenas una década de frágil democracia. Los militares acusaron a Aung San Suu Kyi, la líder de la Liga Nacional para la Democracia (NLD) y premio Nobel de la Paz en 1991, de fraude electoral: no aceptaron la victoria en noviembre de 2020 de la Dama de Rangún, que consiguió el 87% de los escaños. Myanmar vive desde entonces bajo un gobierno militar, en realidad una constante en el país del sureste asiático desde 1962, sólo interrumpida en 2011 con las reformas que condujeron a las primeras elecciones democráticas de 2015, ganadas por Suu Kyi, hija de un general héroe de la independencia del país.

Tras declarar el estado de emergencia, arrogarse plenos poderes el comandante en jefe del ejército y ser detenidos tanto Aung San Suu Kyi como el presidente del país, Win Myint, las protestas se extendieron. También la represión. Según informó entonces la ONU, los enfrentamientos armados y la violencia contra los opositores provocaron el desplazamiento interno de 284.700 personas. Además, se endureció enseguida el Código Penal, eliminando la necesidad de una orden judicial para detener a un ciudadano e incluso criminalizando cualquier comentario en internet contrario al ejército o al golpe. “Usar la popularidad en las redes sociales de forma que pueda dañar la paz y el orden del país” es una causa de detención, que ha mandado a la cárcel a actores, cantantes y directores de cine.

Como resultado, se han multiplicado los arrestos y reanudado las ejecuciones. Según los datos de la Asociación de Asistencia a Presos Políticos (AAPP), una organización independiente sin fines de lucro fundada por expresos políticos birmanos en el exilio, desde el golpe de 2021 y hasta el 11 de diciembre de 2023 habían sido detenidas en Myanmar 25.529 personas, de las que aún permanecen en prisión 19.740. Los militares han ejecutado a 4.252 condenados. Sólo el 6 de abril de 2023, 151 opositores fueron sentenciados a muerte.

Para encarcelar a tantos miles de presos políticos, la junta militar birmana ha necesitado redoblar la capacidad de su sistema penitenciario. Desde del golpe de 2021, se han ampliado 25 prisiones con nuevos edificios y otras dos más han extendido su perímetro, se han construido dos nuevas cárceles y se han planificado otras dos más. Son las revelaciones del proyecto Myanmar Witness, elaborado por el Centro para la Resiliencia de la Información, una organización británica sin ánimo de lucro experta en análisis e investigaciones de fuentes abiertas.

Imágenes de satélite

Utilizando imágenes de satélite, Myanmar Witness ha localizado 59 centros penitenciarios y 53 campos de trabajos forzados en el país. El 46% de esas 59 prisiones han sido ampliadas y, si se les añaden las que han sufrido reformas, el 88% de ellas han hecho obras desde el golpe de Estado. A juicio de Myanmar Witness, este elevado porcentaje demuestra las grandes inversiones que han fluido hacia el sistema penitenciario local desde el golpe.

En los campos de trabajos forzados, en cambio, no se han hecho trabajos de reforma o ampliación pero, en cualquier caso, su actividad ha sido constante en estos últimos tres años. Los hay de dos tipos: canteras y plantaciones agrícolas. Tanto los trabajos forzados como los campos de reeducación contravienen las leyes internacionales.

Myanmar Witness también ha identificado 20 centros de detención no oficiales, de los que 10 se encontraban en comisarías de policía y otros tantos eran centros de interrogatorio.

Torturas y hacinamiento

“Es muy posible que nuestra metodología subestime la expansión de los centros penitenciarios”, advierte Matt Lawrence, director de proyectos de Myanmar Witness. “Los datos de fuentes abiertas no nos permiten ver el interior de cada edificio nuevo ni determinar para qué se utiliza cada bloque”.

Según destaca, además, en este momento el régimen militar está “sometido a una presión cada vez mayor”. “El año pasado”, explica, “una alianza de grupos armados lanzó una gran ofensiva contra el ejército, que aún continúa, y son numerosas las noticias sobre la toma de posiciones militares”.

Que los militares estén dedicando tanto dinero a aumentar la capacidad de las cárceles no significa que las condiciones de los internos hayan mejorado. El director general de Instituciones Penitenciarias nombrado nada más consumarse el golpe, Zaw Min, fue sancionado por la Unión Europea en 2022 y por Estados Unidos en octubre de 2023 por los malos tratos infligidos a los reclusos. Fue sustituido en julio de 2023 por Myo Swe, colaborador próximo del teniente general Soe Htut, actual ministro del Interior y considerado responsable del ahorcamiento de cuatro presos políticos en julio de 2022. Las denuncias de la AAPP sobre huelgas de hambre, palizas a presos y violencia sexual han sido continuas, en unas prisiones que, además, siguen tan masificadas como antes del golpe pese a las ampliaciones.

Las dos prisiones de Suu Kyi, la más antigua y la más moderna

El informe de Myanmar Witness detalla las obras realizadas en seis de las prisiones localizadas. La principal es la de Inn Sein, la más antigua y tristemente conocida por las torturas, el hacinamiento y sus deficiencias de higiene y sanitarias. Es enorme –tiene una extensión de 226.764 metros cuadrados– y fue construida en 1887. Por tanto, se trata de una cárcel de los tiempos coloniales, con una estructura circular típica de la época, para facilitar la vigilancia. En ella estuvo recluida, en 2003, 2007 y 2009, Aung San Suu Kyi, quien además pasó 15 años en arresto domiciliario. En los dos últimos años se le han construido dos nuevos edificios y un nuevo tejado.

Maung Phoe, detenido y acusado por la junta militar de llevar a cabo actividades políticas revolucionarias, y su esposa pasaron seis meses en Inn Sein. “Había 700 prisioneros en nuestro pabellón, y de ellos 400 se contagiaron con covid”, cuenta Phoe, que tiene 50 años. Eso fue en junio de 2021, cuatro meses después del golpe. Al menos 10 de ellos fallecieron. Phoe comenzó a dibujar a sus compañeros de reclusión porque se aburría, confiesa. Bocetos con bolígrafo azul que retratan a otros presos, unos 200, y escenas cotidianas de la cárcel. “Quería documentarlo todo y sacar los dibujos de la prisión”, dice. Ahora le gustaría publicarlos en un libro. Tras salir de la cárcel en octubre de 2021, escapó por la frontera con Tailandia. “Mis dibujos aparecieron en un artículo de la agencia Reuters”, explica.

Con él fue arrestada también su mujer, a la que enviaron a la misma prisión. “Primero éramos 70, después 230 y más tarde nos metieron a más de 400 reclusas en dos salas”, asegura. Sin agua para asearse: “Los guardianes repetían que aquello no era un hotel, sino una cárcel”. Guardianes que cobran, añade su marido, entre 100.000 y 150.000 kiats, el equivalente a entre 44 y 66 euros al mes. Muy poco, así que viven de los sobornos. “Las mujeres teníamos guardianas, pero cuando había que golpear a las presas, eran hombres los que se encargaban”, recuerda la esposa de Maung Phoe. La policía esgrimió en su contra que habían encontrado una camiseta con la foto de Aung Sam Suu Kyi en su casa, también pancartas de protesta y un casco que su hijo utilizaba para protegerse del gas lacrimógeno en las manifestaciones. El menor también fue detenido, y puesto en libertad al día siguiente después de pagar al jefe de policía 500.000 kiat –220 euros–.

En Inn Sein permaneció recluido, 22 meses, un líder estudiantil de la Universidad de Yangón. Le golpearon en la cabeza durante los interrogatorios antes de ser encarcelado además de obligarle a permanecer de rodillas durante cinco o seis horas. Después, en Inn Sein, estuvo más de dos meses en régimen de aislamiento. “Pero debido al hacinamiento, en realidad estábamos tres presos en cada celda”, explica. Él se negó a trabajar, pero otros reclusos se encargaban de cultivar verduras o limpiar los baños, en unos pabellones que carecían de sistema de aguas residuales, por lo que tenían que retirar los excrementos “con las manos”. Pero el trabajo más habitual, añade, era vigilar a otros prisioneros.

Tras el golpe, Aung San Suu Kyi estuvo presa en la cárcel de Naypytaw, una de las más modernas de Myanmar, construida entre 2015 y 2017 en esa ciudad, donde se ha establecido la nueva capital del país. Suu Kyi permanece en ella, en régimen de aislamiento, desde junio de 2022, tras haber sido condenada a 27 años de prisión en agosto de 2023. Su traslado a arresto domiciliario debido a los problemas de salud que padece –tiene 78 años– no ha sido confirmado a día de hoy.

Por qué el Ejército de Birmania se ha quitado de en medio a Aung San Suu Kyi

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Veinte meses vivió Naw May en la cárcel de Hpa An. Ella tiene 41 años. Su marido, de 43, murió mientras ella estaba en prisión. Embarazada. Tras parir, tuvieron que ingresarla de urgencia para quitarle el útero. A los 11 días, asegura, la devolvieron a su celda, cuando aún no le habían quitado los puntos. Para utilizar el retrete de los guardianes –no podía agacharse en el de los reclusos, una letrina– tuvo que pagar 100.000 kiats. “Había otras 14 mujeres embarazadas conmigo: cuando estaban de parto las enviaban al hospital militar y al día siguiente las devolvían a la prisión”, relata.

La cárcel de Mawlamyne es una de las de nueva construcción. Empezó a levantarse en 2021, tras el golpe de Estado, y según Radio Free Asia, la administrará el ejército, no el departamento de prisiones del Gobierno. Estará destinada a albergar únicamente a presos políticos.

De los campos de trabajos forzados, Myanmar Witness sólo ha podido rastrear imágenes de la cantera de Pyaung, donde aparecen dos prisioneros, uno de ellos con grilletes, picando unas enormes rocas en 2021, y de la plantación de Min Kone. Esta última documenta una inspección llevada a cabo por la Comisión Nacional de Derechos Humanos de Myanmar en enero de 2023. El campo ya fue objeto de denuncias por el trato vejatorio a los prisioneros y sus malas condiciones higiénicas en 2018.

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