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Por qué el Ejército de Birmania se ha quitado de en medio a Aung San Suu Kyi

Aung San Suu Kyi, que había estado bajo arresto domiciliario, es saludada por miles de partidarios por encima de la valla de su casa al ser liberada en Yangon, Myanmar.

René Backmann (Mediapart)

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La exdisidente birmana Aung San Suu Kyi, primera ministra desde 2016, era detenida el lunes por la mañana por el Ejército. Tal vez inspirado por Donald Trump, el general Min Aung Hlaing, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas birmanas, en estos momentos amo y señor del país, acusa, sin pruebas convincentes, a la Liga Nacional para la Democracia (LND), el partido de Aung San Suu Kyi, de hacer trampas en las elecciones parlamentarias de noviembre de 2020. En realidad, no acepta que el Partido Solidaridad y Desarrollo de la Unión (PSDU), formación diseñada para servir a los intereses del Ejército, haya sido derrotado en las elecciones. La LND obtuvo 396 de los 476 escaños del Parlamento –el 82% de los diputados–, mientras que el PSDU tuvo que conformarse con 33 representantes, además del 25% de los escaños asignados automáticamente al Ejército, conforme a la Constitución birmana de 2008.

Poco después de la detención de Aung San Suu Kyi, un portavoz de su partido anunció que el jefe de Estado, también miembro de la LND, Win Myint, y un número indeterminado de altos cargos del partido habían sido arrestados. Posteriormente, Myawaddy TV, la televisión del Ejército, informaba de que se había declarado el estado de emergencia durante un año y que el exgeneral Myint Swe, antiguo jefe de la seguridad militar y actual vicepresidente, había sido nombrado presidente interino. En resumen, Birmania acababa de sufrir su cuarto golpe militar en 63 años.

La lección es dura para Aung San Suu Kyi que, entre 1989 y 2010 pasó casi 15 años en prisión o en libertad condicional, bajo control de los militares birmanos, antes de creer que podía gobernar el país con ellos. La mujer conocida como Dama de Rangún, que se ganó su condición de icono de la oposición no violenta y el Premio Nobel de la Paz de 1991 al proclamar su deseo de garantizar una transición pacífica de la dictadura militar a la democracia, consideraba al Ejército un socio importante e indispensable en esta fase histórica. Hasta el punto de callar ante sus crímenes.

¿Quizás por ser hija del general Aung San, artífice de la independencia del país en 1948 y fundador del Ejército birmano, consideró que los militares tenían todo el protagonismo en este proceso de modernización del país y sus instituciones? O tal vez juzgó de forma más prosaica que la relación de fuerzas no estaba a favor de una sociedad civil, ni siquiera movilizada, frente a militares, que controlaban todos los resortes del poder desde el golpe de Estado del general Ne Win en 1962.

Una cosa es cierta, en cuanto fue liberada en noviembre de 2010 y su partido ganó las elecciones parlamentarias parciales de 2012 y las de 2015, Aung San Suu Kyi aceptó el principio de gobernar con los militares. En contra de la opinión de muchos de sus amigos y partidarios, el 27 de marzo de 2013, como miembro recién elegido de la Cámara baja del Parlamento, incluso asistió al tradicional desfile militar del Día de las Fuerzas Armadas junto a los generales de la Junta que reprimieron sangrientamente las protestas prodemocráticas de 1988.

Nombrada ministra de Asuntos Exteriores, Educación y Energía y, posteriormente, consejera especial del Estado, es decir, primera ministra, respaldó de facto las instituciones diseñadas por los militares, es decir, el control militar de los ministerios clave y la asignación automática de una cuarta parte de los escaños del Parlamento a los militares. También aceptó el nuevo nombre del país, Myanmar, que pone de manifiesto el dominio de la etnia mayoritaria birmana. O también, en 2005, la creación en medio de la selva de la nueva capital, Naypyidaw, que sustituye a Rangún, “demasiado expuesta a las invasiones”, según el Ejército, históricamente paranoico. Disidente valiente pero mala política, multiplicó las concesiones a los generales y a sus aliados budistas nacionalistas.

Hasta el punto de guardar silencio cuando en 2012 estallaron sangrientos enfrentamientos interétnicos en la provincia occidental de Arakán, fronteriza con el golfo de Bengala, entre miembros de las comunidades musulmana y budista. Según un informe de Human Rights Watch, las autoridades –el Ejército, la Policía y las milicias de los pueblos–, lejos de contener la violencia, la intensificaron. El documento acusa incluso al Gobierno birmano de haber organizado una “campaña de limpieza étnica” contra los musulmanes rohinyá que viven en Arakán desde octubre de 2012.

Aung San Suu Kyi, ferviente budista, no dudó, al acercarse al poder, en seguir los pasos de su padre en la cuestión de las rivalidades y rencillas étnicas. El general Aung San pretendía basar la estabilidad del país en un diálogo entre los birmanos –el grupo étnico mayoritario– y los demás grupos étnicos o pueblos de la Unión. Tres cuartos de siglo después, su hija quiso apoyándose esencialmente sobre su base birmana y budista. Con una insistencia que roza el racismo.

En 2015, la LND no concede ninguna investidura a los candidatos musulmanes, ni siquiera a los diputados salientes. Al año siguiente, mientras el Ejército, la Policía y las milicias budistas multiplican durante casi dos meses las detenciones, las violaciones, las torturas, las ejecuciones sumarias y el incendio de aldeas en el estado de Arakán, donde algunos de sus habitantes están encerrados en campos de internamiento, la laureada con el Premio Nobel de la Paz siguió guardando silencio. Esto provocó la ira del Relator Especial de la ONU sobre Birmania y del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos. Y la indignación de 23 personalidades internacionales, entre ellas 11 premios Nobel de la Paz, que exigieron en una carta abierta al Consejo de Seguridad de la ONU “el fin de la limpieza étnica y los crímenes contra la humanidad”.

No sería hasta 2017, con un nuevo estallido de violencia por parte del Ejército y las milicias budistas, que provocó la huida a Bangladesh de casi 750.000 refugiados rohinyá –un episodio calificado de “genocidio” por la ONU– cuando Aung San Suu Kyi salga de su silencio. No para denunciar o condenar estas masacres, sino para acusar a la comunidad internacional y a los medios de comunicación extranjeros de “sesgo prorohinyá”.

Este apoyo a los militares, incluso en su arrebato de chovinismo étnico, la llevó en diciembre de 2019 a La Haya, ante la Corte Internacional de Justicia, donde decidió defender la causa de su país y de sus militares, acusados de genocidio en persona. Aung San Suu Kyi dijo que “el sistema de Justicia internacional puede no estar aún equipado para filtrar las informaciones falsas”, y afirmó que los refugiados rohinyá eventualmente podían haber “exagerado” los abusos cometidos en su contra, aunque admitió que una investigación interna birmana concluyó que algunos miembros del Ejército habían cometido crímenes de guerra.

Pero su condición de icono de la libertad está en ese momento más que resquebrajada. Al igual que ella, el arzobispo sudafricano Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz, salió de su retiro en septiembre de 2017 para enviar a la que se dirige como “querida hermana”, una carta abierta de una página en la que condena el “lento genocidio” de los rohinyás. “Si el precio político que hay que pagar por su acceso al más alto cargo público de Myanmar es su silencio, entonces ese precio es ciertamente demasiado alto. Un país que no está en paz consigo mismo, que no puede reconocer y proteger la dignidad y el valor de todos sus habitantes, no es un país libre”, escribe.

A finales de agosto de 2018, el informe de la Misión de Investigación de la ONU, que denunció el “genocidio” perpetrado por el ejército y pidió el enjuiciamiento de varios generales, criticó al Ejército por "no haber utilizado su posición como jefe de gobierno de facto ni su autoridad moral para impedir” las matanzas. Amnistía Internacional la acusó de “traicionar los valores que una vez defendió” y en noviembre de 2018 se le retirará el premio de “Embajadora de la Conciencia” que recibió en 2009.

En Oxford, donde estudió Filosofía y Economía en la década de 1960, el Ayuntamiento de Oxford le quita las llaves de la ciudad que le había concedido simbólicamente, mientras que su universidad, St Hugh's College, retira su retrato del vestíbulo. En Washington, el Museo del Holocausto le despojó del premio de 2012 “por su lucha por la libertad”.

Tan inflexible en la defensa de sus nuevas opciones políticas como lo había sido en su lucha contra la dictadura, no movió un dedo en septiembre de 2018, cuando dos periodistas birmanos de la agencia de noticias británica Reuters fueron condenados, tras un dudoso juicio, a siete años de prisión por “violación de secretos de Estado”, tras investigar la ejecución sumaria por parte del ejército de 10 campesinos rohinyá un año antes. Incluso apoya su condena, señalando que pueden recurrir “ya que el país es un Estado de Derecho”.

La que fuera Dama de Rangún, que, tras las puertas de su residencia, solía arengar a sus partidarios cuando estaba vigilada, parece pensar ahora que, apoyando a los militares, contribuye a calmar el clima político, al tiempo que aumenta su margen de acción personal y el de su partido. Todo ello con el mismo objetivo desde su liberación: aplicar, incluso en los Estados periféricos en rebeldía, una política de desarrollo económico que cree que generará paz y seguridad. Cegada por su popularidad interna y el apoyo de su base budista, no parece darse cuenta de que en el extranjero su crédito se ha hundido. Y que en su país, el Ejército, aunque acepta su celoso apoyo, está irritado por su voluntad de asumir la responsabilidad de la lucha contra los rohinyás.

Esta postura belicosa de la primera ministra, que conmociona al resto del mundo, explica en gran medida, a ojos de los militares, la victoria de su partido en las elecciones legislativas. Una victoria que podría permitirle impulsar una enmienda constitucional que reduzca del 25% al 5% el porcentaje de escaños reservados al Ejército en el Parlamento. Además, una parte de los militares birmanos no aprueba la política “china” de Aung San Suu Kyi. China, que se ha convertido en el segundo mayor inversor extranjero en el país después de Singapur, comparte más de 2.100 km de fronteras con Birmania.

Y algunos generales sospechan que Pekín apoya el separatismo de los grupos étnicos periféricos. De ahí a pensar que los militares birmanos han aprovechado el deterioro de la imagen internacional de Aung San Suu Kyi y el repliegue de muchos capitales por sus problemas de salud para apartarla del poder y recuperar el control del país hay sólo un paso. Que algunos expertos ya han dado. Algo rápidamente. Las decisiones de los militares en las próximas semanas, sin duda, dirán más sobre este nuevo golpe de los generales birmanos.

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Traducción: Mariola Moreno

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