El auge y caída de Wilders en Países Bajos: ¿qué pasa cuando se deja gobernar a la extrema derecha?

El Partido por la Libertad de los Países Bajos (PVV) no es un partido al uso. Es una formación que no tiene cuadros, ni siquiera militantes. Legalmente, su único socio, integrante y propietario es un hombre de 61 años con una larga cabellera rubio platino. Esa persona, una de las mentes más radicales de la extrema derecha mundial, es Geert Wilders. Amo y señor, no solo del partido, sino también, durante el último año y medio, del Gobierno de los Países Bajos sin ni tan siquiera figurar en él. En el PVV todo empieza y acaba en Wilders, él mismo fue quien, la pasada semana, cortó el hilo de vida de la coalición de cuatro partidos que sostenía el Ejecutivo, abocando de esa forma a los neerlandeses a unas nuevas y disputadas elecciones el 29 de octubre.
Sin embargo, la sentencia de muerte de la coalición había sido firmada mucho antes, en una decisión que hirió una de las características más temibles de Wilders: su orgullo. Ante el continuo bloqueo de todos los partidos, las cuatro formaciones decidían que ninguno de sus líderes integraría el nuevo Ejecutivo. Aquello fue un golpe a la línea de flotación del PVV, ya que relegaba a su todopoderoso presidente a un segundo plano. Tras duras negociaciones, se acordó dar el puesto de primer ministro a Dick Schoof, un antiguo militante socialdemócrata y que durante los anteriores cuatro años había desempeñado el cargo de secretario general del Ministerio de Justicia y Seguridad.
Su Gobierno, finalmente, tan solo ha durado 11 meses. Algo que no es del todo extraño en un país que acostumbra a legislaturas cortas, coaliciones, inestabilidad y parlamentos enormemente fragmentados dado su sistema electoral proporcional. “Aun así, en esta ocasión ha sido demasiado. Han sido cuatro partidos para formar el Ejecutivo, con muchos intereses diferentes y que han acabado chocando continuamente, algo que ya preveían las duras negociaciones previas. Así, las formaciones solo consiguieron firmar un acuerdo de mínimos que llevó a un Gobierno más técnico que político en el que ninguno acababa de estar contento y donde era difícil que se implementaran las políticas de cada uno, especialmente las del PVV”, señala Héctor Sánchez Margalef, investigador del Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB).
Precisamente, esa falta de contundencia en la agenda ha sido uno de los principales lastres del PVV. Sus propuestas, algunas de las cuales se encuentran entre las más radicales de las extremas derechas europeas, no han estado ni cerca de salir adelante. De hecho, ha sido la legislación de migración, una de las puntas de lanza del PVV, la que ha terminado por destruir la frágil estabilidad de la que gozaba el Gobierno. “En un Ejecutivo con tantas voces, es muy complicado hacer valer tus propias propuestas, porque las tienes que acordar con muchos partidos. Es lo que le ha sucedido al PVV, que también ha pecado de inocencia e inexperiencia. Dentro de la coalición, estaba con ellos el Partido Popular por la Libertad y la Democracia, la formación del ex primer ministro Mark Rutte, que ha gobernado en varias legislaturas y que sí tiene esa experiencia”, explica el experto.
Tanto más difícil para ellos ha sido sacar adelante propuestas que no sólo chocaban con las divisiones internas del Gobierno, sino también con el propio derecho europeo, sobre todo en cuanto a migración. “No podemos, además, perder de vista que Wilders ha actuado como si estuviera en la oposición. Al estar él mismo fuera del Ejecutivo, criticaba constantemente al Gobierno, aunque estuviera integrado por personas de su propio partido. Al tener esa fórmula hipercentralizada de un solo militante, no hay posibilidad de debate interno y todo está en sus manos”, destaca Steven Forti, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y autor de Democracias en extinción: el espectro de las autocracias electorales.
Esa doble estrategia, pese a todo, no parece haber servido para retener los apoyos de una parte sustancial de quienes confiaron en el PVV hace dos años. En las elecciones de 2023, la formación de Wilders logró su mejor resultado histórico, ganando los comicios con el 23,5% de los votos y 37 escaños, dando un golpe de mano a la política neerlandesa y ubicándose como uno de los partidos de extrema derecha más importantes de Europa. Desde las anteriores elecciones, subió 20 escaños y dobló sus votos, rozando los dos millones y medio de papeletas. Ahora, las cosas pintan de forma muy distinta para Wilders y es casi imposible que repita ese resultado, el mejor de la historia del partido.
Desde hace ya más de un año, el PVV puntúa a la baja en las encuestas. Ya en las elecciones europeas del pasado año, la extrema derecha vivió un pequeño adelanto de lo que puede llegar en octubre. Solo siete meses después de su gran triunfo, el partido caía cinco puntos en porcentaje de voto y quedaba relegado a la segunda posición por la coalición entre socialdemócratas y verdes liderada por el excomisario europeo Frans Timmermans. Ahora, según la media de sondeos de Politico, la pérdida sería de ocho escaños, quedándose en el 20% del voto y empatando en la primera posición y a 29 asientos con la coalición de Timmermans. Según la misma encuesta, hace algo más de un año, los de Wilders tenían un 33% de apoyo y más de 15 puntos de ventaja sobre la unión de verdes y socialdemócratas.
¿Tocar poder destruye a la extrema derecha?
El choque con la realidad vivido por el PVV no ha sido el único que ha sufrido un partido de extrema derecha en Europa. Otras formaciones ultras han visto como su apoyo bajaba exponencialmente en las encuestas una vez tocaban el poder. Un ejemplo paradigmático es el de las formaciones de este tipo en los países escandinavos. En el caso sueco, los Demócratas de Suecia, que gobiernan en coalición con la derecha moderada del primer ministro, Ulf Kristersson, han visto cómo sus votos llevan estancados casi dos años, sin grandes subidas y peleando la segunda posición a su socio de Gobierno. En Finlandia, la situación del Partido de los Finlandeses es incluso más preocupante. Desde que entraron como socio minoritario en el Ejecutivo de los conservadores del primer ministro, Petteri Orpo, el apoyo a la formación ha caído en barrena. De quedar en las últimas elecciones en segundo lugar con un 20%, empatados con los socialdemócratas y a solo un punto del ganador, actualmente las encuestas los colocan cuartos y con un 11%.
Pero si ha habido un caso sonado, ha sido el del actual ministro del Interior italiano, Matteo Salvini. El líder de la Lega, que allá por 2019 se colocaba como uno de los hombres más prominentes de la extrema derecha europea, arrasando en las europeas de ese año con un 34% de los votos, está ahora en camino de la pura irrelevancia, completamente destronado en el espectro ultra por la primera ministra, Giorgia Meloni. Por medio ha estado un Ejecutivo de coalición con el Movimiento 5 Estrellas y otro técnico de concentración nacional liderado por Mario Draghi que destruyeron las expectativas electorales de La Lega. Especialmente este último, donde Meloni capitalizó su decisión de quedarse fuera del mismo y presentarse como la oposición real a él.
Un castigo exiguo y limitado en el tiempo
“La teoría avala que quien es el socio minoritario de una coalición, no solo en el caso de la extrema derecha, sino en general, suele sufrir el desgaste y asume una pérdida de votos mayor que el mayoritario. Y el caso italiano, con Meloni y Salvini, lo ejemplifica perfectamente”, describe Guillermo Fernández Vázquez, profesor de la Universidad Carlos III y autor del libro Qué hacer con la extrema derecha en Europa. De hecho, ante el fracaso repetido en muchos países como Alemania o Francia de la estrategia del cordón democrático, que ha hecho crecer cada vez más a las fuerzas extremistas, algunos plantean que, si se deja a los ultras en el Gobierno, mostrarán su incapacidad, se desgastarán y, en último término, sufrirán una gran debacle electoral. Una táctica que, sin embargo, para Sánchez Margalef, implica muchos riesgos.
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Porque no todo es tan fácil o claro como parece en última instancia. Todos los expertos consultados coinciden en que vincular la entrada en el Gobierno de la extrema derecha con una pérdida de votos o una debacle electoral masiva es un error. En primer lugar, porque es una norma que no siempre se cumple, y en segundo, porque es casi imposible hacer desaparecer a los partidos extremistas, ya que se alimentan de un descontento estructural de los ciudadanos con la democracia. “La extrema derecha ha venido para quedarse, fluctúa, pero ni va a conseguir el 30% ni tampoco va a desaparecer. En España, por ejemplo, Vox ha estado en el Gobierno de las autonomías y eso probablemente les pase factura, pero no van a tener un retroceso radical”, señala Fernández Vázquez.
La extrema derecha ha venido para quedarse, fluctúa, pero ni va a conseguir el 30% ni tampoco va a desaparecer
Ese patrón es el que, indica Forti, ha seguido buena parte de la extrema derecha italiana a lo largo de las últimas décadas. “Siempre tienen subidas y bajadas, pero no es habitual que se les castigue con grandes batacazos que les destruyan. No existe tampoco un patrón donde se vea claramente que la extrema derecha muestre su incapacidad en el gobierno y entonces se le castiga. Incluso, aunque se llegue a hacer, esta represalia termina siendo de muy corta duración”, describe el historiador. Como ejemplos evidentes de esta tendencia está el Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) que, si bien ha sido penalizado por estar dentro del Gobierno y ha vivido grandes épocas de valle, ha terminado siempre recuperándose hasta incluso llegar a ganar las elecciones en 2024.
Por no hablar de otros líderes de extrema derecha que no solo han llegado al poder sino que se han consolidado en él. Quizás los dos más claros ejemplos sean el del presidente estadounidense, Donald Trump, o el del mandatario húngaro, Viktor Orbán, aunque también puede incluirse aquí a la propia Meloni, la cual ha terminado por sustituir a la derecha tradicional. Todos ellos han conseguido algo que, a priori, parece muy complicado: combinar el discurso antisistema de la extrema derecha con ser ellos mismos parte de ese sistema y del Gobierno. “Para ello, suelen siempre aludir a agentes externos que no les permiten hacer lo que quieren o llevar a cabo su programa. Por ejemplo, en el caso de Orbán, ese chivo expiatorio suele ser la Unión Europea o, en el de Trump, el Estado profundo (o deep state) o las élites globalistas. Es un clásico discurso populista que funciona para eludir esa responsabilidad y poder mantenerse en el gobierno mientras culpabilizan a otros”, zanja Forti.