Rumanía es sólo un espejismo: la amenaza de la extrema derecha mundial sigue intacta

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Fabien Escalona (Mediapart)

La ola parda parece tan irresistible que su contención provisional casi parece una buena noticia. En Rumanía, el pasado domingo se evitó una catástrofe política y geoestratégica con la derrota del candidato de la Alianza para la Unidad de los Rumanos (AUR, extrema derecha). George Simion, nacionalista, reaccionario y hostil a la ayuda a Ucrania, habría podido privar a la Unión Europea y a la Alianza Atlántica de un socio fiable en su “flanco oriental”, frente al régimen ruso y las redes trumpistas.

Ahora, muchos esperan un cambio similar en Polonia. El partido Ley y Justicia (PiS), que ostenta la presidencia, busca salvaguardar el legado de su “revolución conservadora”. El duelo entre su candidato y el del bando liberal, el alcalde de Varsovia, polarizará sin duda la sociedad de forma intensa. En este país, al igual que en Rumanía, la derrota de la derecha más dura es condición necesaria para el avance de la causa de las mujeres, las minorías, la sociedad civil y el Estado de derecho en general.

Es lógico que todas aquellas personas que apoyan estas causas hayan sentido cierto alivio ante las noticias procedentes de Bucarest. Pero esto no debe llevar a una falta de lucidez, o a un entusiasmo mal entendido, como han señalado muchos observadores y responsables políticos desde el domingo.

Con cierta ingenuidad, el semanario alemán Die Zeit se felicitó de que los rumanos hubieran elegido “la casa de Europa” dándose una “oportunidad de consolidar [su] democracia” al votar por Nicușor Dan, el alcalde anticorrupción de la capital. De manera igualmente reveladora, la eurodiputada francesa Nathalie Loiseau felicitó “al pueblo rumano [por haber] resistido a las mentiras y manipulaciones con las que ha sido bombardeado”, como si el atractivo de la extrema derecha se redujera a un malentendido atribuible a las injerencias rusas.

En la misma línea tranquilizadora, Le Nouvel Obs se preguntaba recientemente sobre un posible “contra-efecto Trump”, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Poco antes, el New York Times señalaba que las guerras comerciales y el autoritarismo de Trump habían perjudicado a los candidatos conservadores asociados con él, en Australia y en Canadá. Sin negar esas dinámicas de campaña, se puede relativizar la evolución concreta del equilibrio de fuerzas e insistir en las tendencias aún más sombrías en Europa.

Basta de pensamiento mágico

En Canadá, el sucesor liberal de Justin Trudeau se ha limitado principalmente a debilitar a las demás fuerzas progresistas y a conservar la mayor parte de su propio electorado. Esto no ha impedido que su rival, procedente del ala radical del Partido Conservador, haya aumentado los resultados de su formación con respecto a las últimas elecciones. La diferencia entre los dos grandes partidos apenas supera los dos puntos porcentuales, lo que también ocurre en Australia. Las diferencias en el número de escaños son más significativas solo por efecto del sistema electoral.

En Rumanía, la mayor movilización contra Simion no le impidió avanzar en la segunda vuelta. En un contexto de aumento de la participación en 10 puntos, obtuvo 1,5 millones de votos más que el 4 de mayo. En Polonia, al resultado del PiS, menos impresionante que en 2020, hay que añadir el auge de formaciones extremistas a su derecha. Y en Portugal, quienes pensaban que Chega había alcanzado su techo en 2024 se han llevado una sorpresa: André Ventura y su trumpismo luso, inexistentes hace seis años, estuvieron a punto de arrebatarle el segundo puesto en las urnas al Partido Socialista.

Los problemas de fondo no están camino de resolverse. Las fuerzas que se supone deben contener a las derechas compatibles con Trump, o incluso con Putin, no tienen ni las intenciones políticas ni las propuestas programáticas necesarias para actuar sobre las causas que las atraen.

Las tres últimas elecciones en Europa son elocuentes: la geografía electoral de esas derechas está correlacionada con la del declive económico y la precariedad social. Los tres países afectados, en su conjunto, ocupan además una posición subordinada en el espacio capitalista europeo. Son de los Estados más vulnerables y dependientes de ese espacio. Sin embargo, ni el nuevo presidente rumano, ni el rival polaco del PiS, ni el primer ministro portugués reelegido promueven una economía política alternativa a esta configuración.

Sería necesario desarrollar un concepto ampliado y social del Estado de derecho, más allá de la indispensable defensa de las libertades fundamentales

El alcalde de Bucarest, por ejemplo, aunque sea un independiente identificado por su lucha contra la corrupción, se inscribe plenamente en el paradigma neoliberal que ha acentuado las fracturas sociales y territoriales de Rumanía. En Portugal, los dos partidos que se alternan en el poder —los únicos que se mantienen a flote frente al ascenso meteórico de Chegahan construido conjuntamente el modelo turístico que encierra al país en un desarrollo subordinado, alejado de las necesidades de la población. Y en Polonia, los liberales que pretendían evitar un destino “al estilo húngaro” fueron expulsados del poder en 2015 por un PiS que parecía más comprometido con las cuestiones de redistribución y justicia social.

Eso no significa que las derechas extremas o radicales tengan soluciones pertinentes a los problemas socioeconómicos de fondo. Además, hay que admitir que, al igual que en Francia, su fuerza motriz reside en actitudes xenófobas y autoritarias muy reales, arraigadas en la larga historia de las sociedades.

Pero no se puede entender el éxito de su política del resentimiento sin relacionarla con las condiciones materiales de existencia, el sentimiento de un “mundo finito” en el que solo sobrevivirán los más despiadados, y la ausencia de organizaciones de masas que cultiven una visión del mundo igualitaria y solidaria.

En este sentido, hay que tomar en serio las injerencias de potencias extranjeras en los procesos electorales, pero sin olvidar nunca que su poder de desestabilización está ligado a la escasa confianza de las poblaciones en sus instituciones y sus élites dirigentes, y a su disponibilidad para aceptar discursos demagógicos que se aprovechan de esta situación. Un algoritmo sesgado y cuentas falsas en TikTok no pueden bastar por sí solos para dirigir millones de votos hacia candidatos xenófobos, conspiranoicos y complacientes con el imperialismo.

Terminemos subrayando que el Estado de derecho, en nombre del cual se pide a los ciudadanos que “hagan un frente”, debe defenderse con rigor y coherencia. No es lo que ha ocurrido en el caso rumano, donde la acumulación de amateurismo y opacidad ha llevado a la anulación de las elecciones presidenciales de diciembre de 2024, en plena campaña para la segunda vuelta. Esto da pie a una retórica centrada en las elecciones robadas y a ideas como las de George Simion, que ahora habla de injerencias imaginarias, en particular de Francia, para pedir una nueva anulación.

La amenaza de la extrema derecha recorre Europa

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Quizás sea necesario desarrollar un concepto más amplio del Estado de derecho, más allá de la defensa indispensable de las libertades fundamentales y la seguridad jurídica. Existe ya una tradición al respecto. Durante la República de Weimar, juristas como Hermann Heller (1891-1933) hablaron de “Estado de derecho social”, con la idea de que una “organización justa de las relaciones socioeconómicas” prolongaba la lucha por la libertad y la igualdad “en el orden del trabajo y de los bienes”. Es esa organización justa la que permite la efectividad de los derechos y consolida el apego del cuerpo cívico a un modelo político pluralista.

Los liberales de verdad, preocupados por las garantías constitucionales que protegen contra el gobierno tiránico promovido por los trumpistas más allá de sus fronteras, deberían comprenderlo y subordinar sus preferencias económicas a esa prioridad. Sería necesario para que el tiempo ganado frente a la extrema derecha no sea tiempo perdido.

Traducción de Miguel López

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