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La guerra que se avecina

Manifestantes muestran pancartas con la cara del general Qasem Soleimaní, durante una protesta frente al consulado estadounidense en Estambul, Turquía.

Edwy Plenel

28 de junio de 1914. El asesinato en Sarajevo del archiduque François-Ferdinand, heredero del Imperio Austro-Húngaro, y de su esposa, a manos de un nacionalista serbio fue el suceso que desencadenó la I Guerra Mundial, seguida de tres décadas de catástrofes europea hasta las masacres masivas de la II Guerra Mundial.

El futuro nunca está escrito de antemano y nada permite afirmar que lo mismo ocurrirá con el asesinato, el 3 de enero de 2020 en Bagdad, del general Qassem Suleimani, un alto dignatario de la República Islámica de Irán, por orden del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Pero, ¿quién se atrevería, razonablemente, a descartarlo categóricamente?

Porque sería un error tranquilizarse, ya que sólo se conjurará lo peor aceptando su eventualidad. Ya se dan todos los componentes explosivos de una deflagración global, a merced de un acto más incendiario que otro. La insensata orden dada por Donald Trump se enmarca en este contexto: nunca antes Estados Unidos, la principal potencia militar del mundo, había ordenado y reivindicado públicamente, ante el mundo entero, el asesinato de un líder de un Estado soberano, miembro de Naciones Unidas.

Evidentemente, Irán no es Daesch, pseudoestado ilegítimo para toda la comunidad internacional, y el general Suleimani, interlocutor de militares estadounidenses en la lucha contra Daesch en Irak, no es en absoluto comparable con el autoproclamado califa del grupo terrorista Abu Bakr al-Baghdadi.

Tan ilegal como irresponsable, semejante crimen de Estado es uno de esos actos que pueden provocar reacciones en cadena fuera del control de los diversos protagonistas. Esto es aún más cierto en nuestro mundo post-Guerra Fría, cuyo equilibrio ya no está garantizado por el enfrentamiento inequívoco de dos potencias solitarias. Nuestro mundo es definitivamente multipolar e interdependiente, con alianzas incontrolables y reversibles, sin otra coherencia en su complejidad que las lógicas de poder e intereses enfrentados. 

Se trata de un verdadero eco a la situación anterior a 1914, cuya modernidad recordó muy acertadamente el historiador británico Christopher Clark en su obra maestra Les somnambules (Flammarion, 2013). 

El conflicto que movilizaría a 65 millones de soldados salpicaría a tres imperios, causaría 20 millones de muertos, tanto civiles como militares, y 21 millones de heridos, no era inevitable. Fue posible porque, en las cadenas de causalidad que llevarían a ello, sus protagonistas, concluyó Clark, "eran sonámbulos que miraban sin ver, atormentados por sus sueños pero ciegos ante la realidad de los horrores que estaban a punto de traer al mundo".

Hoy en día, los sonámbulos y los ciegos son numerosos. Son todos aquellos que no quieren ver, y mucho menos decir, que el primero de los Estados canallas, por su poder de ataque y su capacidad para destruir, crear desorden y causar problemas, un Estado cuya acción militar viola el derecho internacional y menosprecia la simple moralidad, no es otro que los Estados Unidos de América. Sonámbulos y ciegos que ahora no tienen ninguna excusa ya que el comportamiento errático de Donald Trump, como el Doctor Folamour que pone en peligro el mundo, hace que esta amenaza se manifieste.

La orden asesina de Donald Trump no es más que la enésima ilustración de este comportamiento que fue teorizado por Jacques Derrida, al aplicar contra el imperialismo estadounidense el concepto de "rogue State", forjado bajo la presidencia de Ronald Reagan para designar a los enemigos de Estados Unidos. 

Subrayando hasta qué punto el abuso de poder constituye una soberanía proyectada hacia la dominación mundial, el filósofo afirmó, ya en 2003, en Voyous (Galileo): "Los Estados que están en condiciones de denunciar, de acusar las violaciones de la ley, los incumplimientos del derecho, las perversiones y las desviaciones de las que es culpable tal o cual rogue State, estos Estados Unidos que se proclaman garantes del derecho internacional y que toman la iniciativa de la guerra, de operaciones policiales o de mantenimiento de la paz porque tienen la fuerza para hacerlo, estos Estados Unidos y los Estados que se alían con ellos en estas acciones, son ellos mismos, como soberanos, los primeros rogue States".

La lista de actos que lo atestiguan, incluida, en particular, la injusticia duradera cometida contra el pueblo palestino desafiando las resoluciones de Naciones Unidas, es larga. Pero para limitarnos al teatro geopolítico de la confrontación con Irán –y sin remontarse al derrocamiento violento del gobierno legítimo de Mohammad Mossadegh en 1953–, es suficiente recordar la sucesión de decisiones catastróficas tomadas por Washington tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, cuyo respaldo ideológico y financiero fue, sin embargo, su principal aliado, después de Israel, en la región, el reino de Arabia Saudí.

En 2003, la invasión de Irak, que no sólo no poseía armas de destrucción masiva, sino que tampoco tenía conexión alguna con los terroristas de Al Qaeda, fue una aventura bélica sin precedentes desde las conquistas coloniales. Al igual que estás últimas, estuvo acompañada de crímenes de guerra, incluso de crímenes de lesa humanidad, al menos del uso generalizado de la tortura, con el respaldo oficial de los líderes estadounidenses de la época.

La posteridad dirá sin duda que fue la huida hacia adelante de un poder en declive, cegado por la pérdida de control de su destino hasta el punto de cometer errores de principiante. Porque derrocar al régimen de Saddam Hussein y brutalizar a la sociedad iraquí suponía, paradójicamente, ampliar el margen del juego de poder regional del enemigo declarado, Irán, ignorando el hecho de que Irak es el único país árabe cuya población es predominantemente musulmana chiíta, el chiísmo del que procede el clero iraní.

De esta aventura estadounidense nació el totalitarismo del llamado Estado Islámico, su reclutamiento se vio favorecido por la violenta represión de la población civil y su ideología alimentada por el resentimiento de la fuerte minoría sunita iraquí.

Y la incoherencia continúa: una de las consecuencias inmediatas del asesinato del general iraní es la suspensión, por parte del propio Estados Unidos, de la coalición contra Daesch en Irak... Incluso mientras un movimiento de protesta popular hacía caer las barreras confesionales, reuniendo a sunitas y chiitas iraquíes en una movilización común contra la corrupción y las injusticias –incluidas las atribuibles al procónsul iraní Qassem Suleimani, también coautor del martirio del pueblo sirio–. 

Los animales heridos son a menudo peligrosos. En este caso para el mundo entero, así como para su propio pueblo. Las demostraciones de poder estadounidenses son una admisión de debilidad. Indiscutible, el dominio militar de Estados Unidos no garantiza ningún éxito o una protección duradera.

El fracaso iraquí, sancionado en verdad por la orden de asesinato de Donald Trump, se produce después de que TheWashington Post revelara los Afghanistan Papers, que documentan la incoherencia e impotencia estadounidenses en una guerra que ya lleva activa más de 18 años, cuyas primeras víctimas son los afganos, que mata e hiere principalmente a civiles y que, para el futuro, sólo siembra la humillación y el resentimiento, el combustible del fundamentalismo y el extremismo.

No se encontrará ningún equilibrio en el mundo sin una firme condena de las aventuras estadounidenses que, lejos de proteger a sus aliados, los expone y los fragiliza.

Es aquí donde se esperaría que Francia, una Francia no alineada, libre y soberana, consciente del estancamiento de la lógica del poder y de la fragilidad de un mundo interdependiente, defendiese con extremo vigor el multilateralismo y el respeto del derecho internacional, abogando por el desarme y la paz. Esta posición se mantuvo, efímeramente, en 2003, en el seno de Naciones Unidas, en la oposición francesa a la aventura estadounidense en Irak. Desgraciadamente, ahora es sólo un recuerdo lejano.

Francia, que pasó a formar parte de la OTAN durante la presidencia de Nicolas Sarkozy en 2009, quien también fue el instigador de la desastrosa aventura bélica en Libia en 2011, no es la voz independiente que debería ser frente a la irresponsabilidad estadounidense.

El multilateralismo contra el imperialismo

Es cierto que Emmanuel Macron ha llamado a los líderes de Rusia, Irak, Emiratos Árabes Unidos, Turquía y Estados Unidos, en una postura multilateral declarada, pero lo esencial de la reacción francesa es otra: silencio y palabra.

El silencio es la ausencia de condena explícita del asesinato del general iraní, cuya ilegalidad fue subrayada desde el principio por la relatora sobre ejecuciones extrajudiciales del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Peor aún, el comunicado que relata la conversación de Macron con Trump evoca "su plena solidaridad con nuestros aliados ante los ataques perpetrados estas últimas semanas contra las cárceles de la coalición en Irak [y] su preocupación por las actividades desestabilizadoras de la fuerza de Al-Quds bajo la autoridad del general Qassem".

En el lenguaje diplomático, esto equivale a un cheque en blanco acordado para la ejecución del general iraní.

En cuanto a la palabra, se trata de "contención", utilizada en los comunicados oficiales, en particular en el del ministro de Asuntos Exteriores, Jean-Yves Le Drian, como una forma neutral de pasar la pelota sugiriendo que, de ahora en adelante, el peligro para el mundo no es la terquedad estadounidense sino la represalia iraní. Es, además, esta misma palabra que llama a la "contención"la que se encuentra en los comunicados oficiales de Arabia Saudí y de los Emiratos Árabes Unidos, los principales emisarios antiiraníes de la región junto con el Estado de Israel.

No es casualidad que Francia, en los últimos años, se haya dejado atrapar en una ciega cadena de acontecimientos que podría resultar fatal, de la misma manera que en los años 80 apoyó (y armó) la dictadura iraquí empujando a Saddam Hussein a hacer la guerra a la joven República nacida de la revolución iraní de 1979.

¿No es el aliado militar y el proveedor de armas de los Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí? ¿No está involucrado, a través de la interposición de armas, en la guerra sucia que estos dos países están librando contra Yemen? ¿No muestra su complacencia con el régimen saudí, cuya violencia y sectarismo se comparan fácilmente, sin duda en beneficio de Riad, con el autoritarismo y la intolerancia del régimen iraní? ¿No ha dado muestras de su cobardía oficial ante el asesinato del periodista Jamal Jashoggi, ese "crimen de Estado" según los expertos de la ONU? ¿No sigue rozando la indignidad al permitir que sus medios públicos se comprometan en un rally de arena, el Dakar 2020, transformado en una campaña de comunicación de la monarquía saudí?

Cualquier adhesión a las lógicas de poder, y por lo tanto de dominación y opresión, del viejo mundo en decadencia compromete el advenimiento de un nuevo mundo, capaz de afrontar los verdaderos desafíos de la humanidad, entre los que destaca la emergencia ecológica, que vincula el Todo Viviente con el Todo MundoTodo Viviente con el Todo Mundo, la protección de la naturaleza y la salvaguarda de la humanidad.

No sin triste ironía, ya que a veces pagan el precio de sus vidas, los primeros en experimentarlo en su experiencia concreta son los soldados enviados a teatros de operaciones externos para resolver conflictos cuyas soluciones son principalmente sociales, económicas, democráticas y ecológicas. Esta es obviamente la condición de los 4.000 soldados de la operación Barkhane en el Sahel, cuyo punto muerto ya es tangible, incluso si opera junto a la principal operación de paz de Naciones Unidas, la Minusma, y sus 14.000 efectivos en Malí. 

Desde este punto de vista, hay más lucidez en la Revisión Estratégica de la Defensa y la Seguridad Nacional elaborada por los ejércitos franceses que en los despotriques de nuestros presidentes, que proyectan su omnipotencia presidencial en el mundo.

Ante el previsible fracaso de Emmanuel Macron, que pretendió, en vano, resolver por sí solo el conflicto iraní-estadounidense en la reunión del G7 en Biarritz, sólo podemos recordar lo que este documento de referencia afirmaba en 2017: "La emergencia de esta multipolaridad y esta nueva competencia se refleja en un cuestionamiento de las normas e instituciones internacionales que han proporcionado un marco jurídico y una regulación del uso de la fuerza desde la II Guerra Mundial. […] Algunas grandes potencias optan por una postura que favorece abiertamente las relaciones de poder. Sin embargo, Naciones Unidas y sus organismos siguen siendo esenciales para organizar un mundo regido por normas acordadas colectivamente. Son fundamentales para prevenir los conflictos, incluso en sus nuevas formas, responder a las crisis humanitarias, legitimar las operaciones externas e iniciar la estabilización después de intervenciones militares".

No hay otra Biblia para avanzar en este mundo incierto e inestable que un multilateralismo que respeta los compromisos, los tratados, las resoluciones y, sobre todo, los pueblos. 

La Francia de Emmanuel Macron se habría sentido honrada si, en lugar de permanecer circunspecta como si los males fueran compartidos, hubiera condenado firmemente la ruptura unilateral, por parte de los Estados Unidos de Donald Trump, del acuerdo sobre la energía nuclear iraní, del que era uno de los principales garantes, ya que había pedido que se endurecieran sus condiciones bajo la presidencia de François Hollande. 

Que como primera reacción diplomática al asesinato de su general, Irán anuncie su retirada de este acuerdo es un justo retorno al remitente: los Estados, sean cuales sean, monstruos fríos, nunca ponen la otra mejilla después de haber sido humillados y abofeteados, tanto es así que nunca son alcanzados por la gracia y la indulgencia que a veces alcanzan los individuos.

Hablando de individuos, de su valor profético y audacia, fue en el congreso de Stuttgart de la Internacional Socialista cuando en 1907 Jean Jaurès probablemente firmó su sentencia de muerte. El odio que armó el brazo de su asesino en 1914, un asesinato concomitante con el deslizamiento hacia el horror de la guerra, se desató después de que regresara con un compromiso de la Segunda Asociación Internacional de Partidos Obreros con "la gran idea del arbitraje internacional", la primera formulación de un orden multilateral, una idea que había defendido como un medio para evitar la guerra que presentía que era posible.

El último volumen de sus obras, el tomo 11, bajo la dirección de Vincent Duclert, acaba de publicar sus discursos y artículos de la época, bajo el título Voici le XXe siècle!. Nuestro siglo probablemente comenzó en 2001, con el atentado de Nueva York, un seísmo del cual la orden criminal dada por Donald Trump es una de sus réplicas.

Fue el momento de afirmación y generalización de una política del miedo que, al pretender defendernos, nos oprime: "Tengan miedo y yo me ocuparé del resto, aprovechando la oportunidad de forzaros y someteros, para proteger mejor los intereses económicos socialmente minoritarios".

Esta nueva política de esclavitud y control de las poblaciones va de la mano de la revolución industrial impulsada por la tecnología digital. Fue un dron el que asesinó al general Suleimani y a otros nueve ciudadanos iraníes e iraquíes. En Théorie du drone (La Fabrique, 2013), el filósofo Grégoire Chamayou analizó de manera notable "los retos políticos de la dronización y la robotización de los brazos armados del Estado": "El sueño es hacer una fuerza sin cuerpo, un cuerpo político sin órganos humanos".

"El cuerpo frío de un monstruo frío", resume, una operación destinada a provocar, en palabras de Friedrich Engels, "un poder, nacido de la sociedad, pero que se coloca por encima de ella y se vuelve cada vez más ajeno a ella".

Por lo tanto, lo que está en juego en el enfrentamiento entre Estados Unidos e Irán no es ajeno a lo que estamos viviendo, ordinariamente aquí mismo, por la defensa de nuestros derechos, sociales y democráticos. Tanto en la política internacional como en la nacional, la cuestión decisiva es la de controlar nuestro destino, nuestro bien común y, por lo tanto, nuestras propias vidas. Aquí volvemos a lo esencial, esa radicalidad humanista que pronto fue enunciada pero tan poco concretizada.

De ahí esta exigencia de Kant, autor de un proyecto de "paz perpetua" en 1795, defendiendo un principio inviolable de ciudadanía, sobre todo cuando está en juego la vida: el soberano sólo puede declarar la guerra si los ciudadanos, que arriesgarán sus vidas, han expresado su"libre consentimiento" mediante un voto republicano

Más urgente que nunca, debemos recuperar colectivamente el control de nuestro destino común para evitar la guerra que se avecina. Una guerra que, bajo ningún precio, podrá ser nuestra.

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Traducción: Irene Casado Sánchez

Texto original en francés:

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