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"Hay que trabajar más y gratis": las élites económicas de Francia aprovechan el covid-19 para imponer su agenda

Un viajero con una máscara facial se para en las marcas de distancia social en el suelo de la estación de tren de Montparnasse en París.

Romaric Godin (Mediapart)

Las 35 horas están ya en el punto de mira. Mientras el confinamiento se está “levantando progresivamente”, una cohorte de institutos neoliberales ya ha comenzado una gran ofensiva contra la reducción del tiempo de trabajo. Después de que lo hiciera el Instituto Montaigne el jueves 7 de mayo, ahora es el Ifrap, una de las punta de lanza del neoliberalismo en Francia, el que hizo este fin de semana la misma propuesta: eliminar las 35 horas para permitir la “reconstrucción de la economía”. Inmediatamente, en la cadena France Inter, el jefe del grupo parlamentario Les Republicains (LR), Christian Jacob, se unió al estribillo del “yugo de las 35 horas”.

Las cadenas de televisión en bucle y numerosos medios salieron rápidamente al paso haciéndose todo el rato esta falsa pregunta: “¿Hace falta trabajar más para salvar la economía?”. El gobierno mismo había marcado ya el compás al aprovechar el estado de urgencia sanitaria para alargar la duración máxima del tiempo de trabajo de 48 a 60 horas a la semana.

Como de costumbre, esta ofensiva se basa en una apariencia de “sentido común”: para que la economía vuelva a funcionar hay que producir más y, para producir más, hay que trabajar más. Elemental. Sin embargo, en estas propuestas todo parece estar fuera de lugar.

Para entenderlo, primero hay que partir de la situación económica actual. El confinamiento ha impedido físicamente una gran parte del consumo y de la producción. El Estado ha garantizado una buena parte de los ingresos perdidos, pero ya no se contempla la hipótesis de una recuperación rápida por varias razones: la persistencia de la epidemia, que contrae el consumo, las pérdidas de ingresos generadas por el paro parcial y la ausencia de facturación, y la incertidumbre radical sobre el futuro de esta epidemia y del empleo, que paraliza los gastos futuros.

El impacto, en términos del PIB, es para Francia aún muy incierto. El Gobierno prevé un retroceso del 8% en 2020, pero podríamos apostar que el resultado será finalmente más negativo.

Para “reactivar la máquina” más rápidamente, nuestros institutos se concentran sobre la oferta productiva. Permitiendo que cada empresa haga trabajar más –y gratis– a los trabajadores, esperan que se dinamice la producción a un menor coste y por consiguiente que mejore la rentabilidad de las empresas y en consecuencia su capacidad futura para emplear personal e invertir. Pero esta receta, que aparece en cada crisis, apenas considera la situación real de la economía francesa.

Ciertamente, esta crisis tiene la característica de ser una crisis que conjuga la oferta y la demanda. Pero la crisis de oferta no está ligada en ningún caso a una capacidad estructural de menor producción, como sería el caso de una posguerra donde la estructura productiva se habría degradado o modificado. En el caso actual, la estructura productiva ha sido “congelada”, no ha habido destrucción de capital físico, las fábricas, oficinas y tiendas siguen disponibles y la producción sólo ha sido moderadamente reorientada hacia las necesidades sanitarias. Esto significa que cuando la demanda se reinicie, la oferta podrá seguirla.

Es verdad que puede haber algún retraso debido a la implantación de nuevas normas para los locales o a la perturbación de cadenas de valor internacionales, pues los Estados están levantando el confinamiento a ritmos diferentes, pero no parece que el aumento del tiempo de trabajo pueda dar una respuesta a estas dificultades temporales.

En realidad, el verdadero reto actual va a ser más bien volver al nivel de gastos cercano al de antes de la crisis (que era ya poco satisfactorio). En efecto, las familias van a tener que enfrentarse a la posibilidad del paro y a soportar pérdidas de ingresos debidas al confinamiento. También tendrán que tener en cuenta el riesgo sanitario y la posibilidad de un nuevo confinamiento. En esas circunstancias, no sería el momento del consumo sino más bien del mantenimiento de cierto ahorro por precaución. Por consiguiente, la oferta se enfrentaría menos a una subproducción, que conllevaría efectivamente tener que trabajar más para aumentarla, que a una sobreproducción ante una demanda moderada.

En ese caso, entonces, la eliminación de las 35 horas podría ser la peor idea posible. En efecto, el principal riesgo para el empleo es que las empresas ajusten su oferta a un nivel bajo de gastos y en consecuencia hagan despidos masivos. Porque será precisamente esa prolongación del tiempo de trabajo lo que facilite esa dinámica. Será posible reducir aún más puestos de trabajo si a los que se queden se les añade una carga de trabajo suplementaria. El impacto sobre el empleo de medidas como esas sería dramático y contribuirían a comprimir más la demanda, directamente por el aumento del desempleo e indirectamente por el temor a ir al paro.

En ese caso, el aumento del tiempo de trabajo no contribuiría a aumentar la producción, antes al contrario, permitiría en el mejor de los casos mantener la productividad de las empresas. Pero sería un equilibrio muy precario porque, ante la depresión de la demanda y la persistencia del riesgo sanitario, no habría que descartar la posibilidad de un ajuste permanente a la baja. El beneficio extraído por esta medida podría ser pues reducido y como las perspectivas de crecimiento son débiles, no iría de todas formas a la inversión sino más bien a los mercados financieros o a los paraísos fiscales.

Además, ¿por qué habría que invertir cuando sería más fácil hacer trabajar más y gratis al personal? Será escaso el atractivo de una inversión costosa para aumentar la productividad que se puede ajustar tan cómodamente, especialmente porque se puede hacer trabajar más a los empleados con un menor coste. Por consiguiente, el origen de este círculo virtuoso descrito por nuestros institutos en base al único criterio del coste del trabajo es cuando menos dudoso. “Autorizar a los empleadores a aumentar fuertemente los horarios de los trabajadores provocará una nueva oleada de paro y la única recuperación que tendrá lugar será la de los beneficios y dividendos, pero sólo en el corto plazo”, resume Guy Démarets, economista y autor de un libro que aparecerá este año, La deflación competitiva (editorial Classiques Garnier).

La ofensiva generalizada venidera

Al contrario de esa recetas, parece que la reducción del tiempo de trabajo es la mejor manera de mantener el empleo después del confinamiento. Guy Démarest explica que, en efecto, “cuando la duración media de trabajo efectivo baja más rápido que el volumen de trabajo que necesita la actividad económica, es cuando el empleo aumenta”. Porque, en un contexto en el que la productividad y el crecimiento son estructuralmente débiles, la creación de empleo no puede hacerse más que con una disminución del tiempo de trabajo. “La evolución posterior del empleo dependerá en consecuencia de la evolución de la duración media trabajada y, sin una reducción significativa, el empleo crecerá muy lentamente y el desempleo seguirá siendo elevado”, añade Guy Démarest.

Son estos datos los que nuestros institutos parecen ignorar escudándose en la vieja doctrina de Jean-Baptiste Say de que “la oferta crea la demanda” negando cualquier forma de ralentización estructural del capitalismo. Esas viejas recetas recalentadas bajo el pretexto de la urgencia sanitaria no podrán amortiguar el aumento esperado de desempleo, pero ponen en evidencia una forma de “oportunidad desaprovechada” para las élites económicas francesas que, desde comienzos de siglo, están obsesionadas con la cuestión de reducción del tiempo de trabajo y las 35 horas. Porque la ley de 1998 fue percibida como un fracaso por el campo neoliberal, que no ha cesado desde entonces de rebajarla, de crear excepciones y de reducir su alcance. No es que haya supuesto una victoria unilateral de los trabajadores, ni mucho menos, sino que ha representado un compromiso entre el capital y el trabajo que era inaceptable para los partidarios de la competitividad y de la adaptación a la globalización.

La crisis actual ofrece pues al capital una oportunidad para terminar con ello definitivamente y conseguir una brillante victoria sobre el trabajo. Desde este punto de vista, una de las propuestas del Instituto Montaigne es muy elocuente: propone pagar las horas extras trabajadas no en forma de salario sino como participación en los beneficios. Dicho de otra forma, el trabajo ya no sería pagado como un medio de producción, sino únicamente en función de la rentabilidad del capital. Esto sería una derrota para el trabajo, cuya especificidad sería negada: no sería ya más que un aporte equivalente al del capital. Esto no significa por lo tanto nada más que la sumisión completa del trabajo como tal, ya que sería difícil ver a los trabajadores, asimilados a accionistas, discutir con ellos sobre la repartición del valor añadido.

Estas propuestas aparecen pues como el síntoma de esta “Restauración del capital” que va a llegar, donde, tras haber estado mantenido por el Estado con un respirador artificial durante casi dos meses y medio, el capital va a exigir una sumisión completa del trabajo a sus intereses en nombre del “empleo”. Esta estrategia podrá adoptar aspectos “progresistas” al ir acompañada de planes de estímulo keynesianos o de “relocalizaciones” puntuales, de la misma forma que la Restauración de 1815 dio pruebas de “modernidad” para asegurar su política reaccionaria. Por lo demás, la patronal europea reclama a gritos planes de estímulo ambiciosos, como revela el 12 de mayo Les Échos, pero el apoyo público a la demanda irá acompañado de una fiscalidad sobre el capital y de una sumisión creciente del trabajo.

Esta estrategia neokeynesiana es una variante conocida del neoliberalismo y se apoya en la idea de que el Estado deber intervenir, en caso de crisis exógena, para restablecer la rentabilidad del capital y la “normalidad” del funcionamiento de los mercados. Pero esta intervención tiene dos caras. Por un lado, se trata de aumentar el nivel de la demanda global para favorecer el uso de las capacidades de producción y, por otro, hay que favorecer las “reformas estructurales” para mejorar la asignación de capitales y facilitar los “equilibrios del mercado”. Dicho de otra forma, según esta visión, estímulo presupuestario y sumisión del trabajo van de la mano. Sin contar con que ese estímulo acaba siempre por ser pagado in fine por la población, puesto que toda fiscalidad del capital es nociva.

Esta Restauración del capital debería por lo tanto ir acompañada de una reducción de la protección social y de la protección del empleo en nombre de la creación de empleo. El debate podría tomar un rumbo preocupante entre los que desean aumentar el tiempo de trabajo y los que desean fraccionarlo en favor de la precariedad y el tiempo parcial en base al modelo alemán de una reducción del trabajo dirigida por los intereses del capital. En ambos casos, la situación de los trabajadores no podrá más que deteriorarse. En el primer caso, ya se ha visto, por el aumento del desempleo, y en el segundo, por el deterioro de las condiciones de trabajo y de vida.

Es incluso previsible que, en nombre del “empleo”, acabe por imponerse una síntesis de estas dos visiones: el aumento legal del tiempo de trabajo permitiría mejorar la rentabilidad, mientras que la precarización garantizaría al mismo tiempo una baja tasa de paro en apariencia, y una bajada del coste del trabajo. Los que se pudieran quedar en la estacada por el aumento del tiempo de trabajo se verían forzados a aceptar empleos precarios para sobrevivir, reduciendo las exigencias salariales durante mucho tiempo, que es la única salvación del capital en período de estancamiento secular.

Por eso haría falta un seguro de desempleo más estricto y menos generoso, que está al alcance de Francia, donde el gobierno sólo ha “suspendido” la reforma del seguro de desempleo.

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Todo tendría entonces sentido: el capital, apoyado incondicionalmente por el Estado, sometería totalmente al trabajo a su propia lógica. El chantaje al empleo y el uso de un “sentido común” de pacotilla serían las dos armas de que dispondría esta ofensiva ante la opinión pública. Estas “propuestas” sobre las 35 horas anuncian por tanto una exacerbación de la guerra social, retomando claramente la que estaba en marcha en Francia antes de la epidemia del coronavirus. Si el mundo del trabajo no es capaz de responder a ello, será el gran perdedor de la crisis venidera.

Traducción de Miguel López.

Texto original en francés: 

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