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¿Qué atención ofrece el mercado laboral español a los enfermos mentales?

Pablo Luis Guérez Tricarico

"Es propio del hombre sensato adaptarse al mundo, mientras que es propio del hombre insensato empeñarse en intentar que el mundo se adapte a él. Luego, todo el progreso de la humanidad ha sido obra de hombres insensatos” (George Bernard Shaw)"No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo" (Jn 17:16)

Cuando escribo estas líneas, el 11 de octubre de 2016, se conmemora, una vez más, el Día Mundial de la Salud Mental.

Me pregunto cómo es posible que, en un país tan caracterizado por el progreso económico como por la desigualdad social, los Estados Unidos de América, en pleno macartismo, una persona como John Nash –al que tanto la ciencia matemática como la ciencia económica le deben su importante contribución a la teoría de juegos, especialmente en el ámbito de los juegos cooperativos o de suma no cero (por cierto, tan poco en boga en esta funesta época del ultraliberalismo), y la formulación del principio denominado equilibrio de Nash, lo que le valió el Premio Nobel de Economía en 1994– pudiera no sólo conservar, sino ser llamado a ejercer la docencia y la investigación en las prestigiosas Universidades de Harvard y Princeton.

Tuvo una vida complicada. Desde luego, muy lejana de lo que la mayoría de la sociedad consideraba, y parece que todavía hoy sigue considerando, como “normal”. Tenía una esquizofrenia paranoide.

Me pregunto cómo es posible, al mismo tiempo, que, en la España del siglo XXI del 3.0, de la magia de los derivados financieros y del ensalzamiento de la “ingeniería financiera” por parte de los profesionales del Derecho y de la denominada Administración de Justicia, en esta España tan culta, con las generaciones mejor preparadas de su Historia, perfectamente integrada en la Unión Europea, en esta España posmoderna, postbolónica, postreinventarse a uno mismo y post-todo, la mayor parte de las empresas medianas y grandes que hacen publicidad de incorporar a sus plantillas, con gran orgullo, a enfermos o discapacitados por causas mentales, lo hagan en los puestos más serviles y que no quiere nadie. Con ello, además de “apuntarse un tanto publicitario” por hacer algo a lo que están obligadas por ley, manifiestan un desprecio absoluto a muchas personas muy inteligentes y competentes con problemas mentales, cuyo único delito es haber nacido o haber desarrollado -como no es de mi competencia, no voy a pronunciarme aquí sobre el problema de la nosología de las enfermedades mentales- con uno o con varios problemas mentales que las hacen diferentes de la mayoría de las personas de su entorno y que son susceptibles de conformar, en buen lenguaje, y como se acostumbra cada vez más a hablar en los asociaciones civiles representativas de los diferentes colectivos de discapacitados, una “diversidad funcional”.

No se trata de negar dignidad a los puestos más humildes, sino de poner sobre la mesa la legítima reivindicación de que siempre somos los mismos, los excluidos, los inmigrantes, los refugiados, los postrados, los que “no somos suficientemente competitivos”, los “descartados” por los criterios del mundo de los que tanto habla el papa Francisco, los enfermos, ya sea por razones físicas, mentales o sociales, según el concepto de salud que mantiene la OMS, los que mendigamos las “migajas” que caen de la mesa del Señor en el mundo laboral. Somos muchos los que, teniendo una discapacidad reconocida, por causas mentales, hemos sido formados en valores en los que nuestra sociedad ya no cree –como el respeto a un fairplay o a una justicia social inexistentes y pisoteadas por las estructuras de pecado de la sociedad, en expresión de San Juan Pablo II–, aprendido habilidades que podemos poner en práctica, y tenemos mucho que aportar a la sociedad actual. Salvo que se trate de una sociedad cada vez más enferma, más materialista e inhumana, donde se ha perdido no ya el respeto, sino la voluntad de conocer y de premiar lo esencial.

Al menos, en este país tan peculiar llamado España. Menos mal que, además del empleo “normal”, existe en nuestro país una gran tradición paralela para sobrevivir llamada "picaresca". Pero también aquí los más listos resultan ser los más aventajados.

Ante este panorama postcrisis hispánico, dan ganas de refugiarse en un convento cartujo durante, por ejemplo, los próximos cuatrocientos años, de manera similar a lo que cuentan de San Virila, y de aferrarse a su lema, creado, como la Orden, por San Bruno, stat crux dum volvitur urbis. O de resignarse ante otro de mis lemas latinos preferidos: Sic transit gloria mundi. Pero tampoco son buenos tiempos para el humanismo.

Da igual. Algunos de los que queremos librar nuestra lucha pacífica con los débiles, con los marginados, con los excluidos, con los descartados y con los que somos divergentes (en clara alusión a la novela de Veronica Roth) sabemos que todavía la última palabra no ha sido pronunciada; ¿o quizá sí? Como ya escribiera Borges, la historia del mundo es la historia de un solo hombre. O, como dicen las Escrituras en Mt 20:16, “serán últimos muchos primeros, y muchos últimos, primeros”.

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Pablo Luis Guérez Tricarico es socio de infoLibre

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