Librepensadores

Humanismo y nacionalismo

Eduardo Luis Junquera Cubiles

El término “humanismo” se crea en el siglo XVI; no obstante, el humanismo como corriente de pensamiento nos acompaña desde hace más de 2.500 años. En la Grecia clásica se buscaba la belleza, perfectamente expresada en las obras escultóricas y arquitectónicas, por ejemplo, por el solo hecho de ser bella. Las cosas merecían ser hechas porque eran hermosas además de útiles. Este concepto se expresa mediante el término griego kalón, que los helenos utilizaban no sólo para referirse a aquello que podía considerarse hermoso, sino a todo lo que también poseía atributos morales. De esta manera, se entiende por completo la identificación de la belleza con la bondad y la verdad expresada por muchos filósofos griegos. Los pitagóricos, por ejemplo, pensaban que la música poseía el poder de embellecer el alma y la mala música, por tanto, podía degenerar a las personas. Hasta tal punto creían en ello que reclamaban leyes que preservaran la buena música porque la consideraban esencial desde el punto de vista moral y social. Para ellos, la música no era, únicamente, una fuente de placer, sino un instrumento a través del cual se formaba el carácter del individuo. El término psicagogía (arte de conducir y educar el alma) se adaptaba por completo al concepto de la música que tenían los pitagóricos, que la consideraban diferente al resto de las artes, además de un don proporcionado por los dioses.

Aunque Demócrito no reconocía el carácter purificador que los pitagóricos otorgaban a la música, era capaz de expresarse con estas palabras: "Los grandes placeres nacen de contemplar las cosas bellas". Pese a que el término mimesis ya existía en el léxico griego, Demócrito lo empleaba para describir la imitación de la naturaleza por el arte que era, a su vez, una idea primordial de la filosofía griega. Volviendo a los pitagóricos, estos consideraban la palabra "armonía" como sinónimo de orden y de proporción, y pensaban que era una particularidad del Universo; por esta razón le otorgaron el nombre de cosmos. Filolao (filósofo griego considerado pitagórico) decía que "la armonía es la unión de dos cosas formadas por varias sustancias mezcladas... un consenso de lo que disiente". En definitiva, para los griegos, belleza y ética estaban estrechamente ligadas.

Una expresión del humanismo en el Antiguo Testamento la encontramos en el libro del Éxodo, donde podemos leer: "No maltrates ni oprimas al extranjero, porque vosotros también fuisteis extranjeros en Egipto" (Éxodo 22,21). Esta mención al extranjero no es sino un reconocimiento de igualdad del mismo respecto al judío de entonces, lo cual es algo extraordinario teniendo en cuenta el profundo nacionalismo de los israelitas que vivieron más de 3.000 años atrás. Los judíos de aquel tiempo vertebraban su nacionalismo alrededor de su religión, que les transmitía la idea de que eran un pueblo único en la medida en que eran el "pueblo elegido" por Dios, y esta noción les proporcionaba un altísimo sentido de pertenencia. Quien escribió esa frase tenía la intención de amonestar de algún modo a quien no se percatara del dolor y del sufrimiento del otro, del extraño, del diferente, y le conminaba a participar emocionalmente de su situación, además de instarle a tener una actitud distinta hacia él.

Finalmente, tan solo somos verdaderamente capaces de comprender las aflicciones de los demás cuando hemos pasado por sufrimientos parecidos o semejantes. Para superar nuestro aislamiento, entendiendo éste como una forma de egoísmo infantil que nos impide crecer, debemos superar el egocentrismo. Superamos el egocentrismo cuando, de una forma genuina, nos interesamos por los problemas y circunstancias de los demás; es ese deseo de acercarnos a las vicisitudes de los otros lo que nos hace verlos como semejantes. En el momento en el cual, mediante el interés humano, nos identificamos con los demás y sus problemas, dejamos de percibirlos como extraños y se acaban-o por lo menos se replantean-esos sentimientos tribales que nos llevan a utilizar términos rotundos como "nosotros" y "ellos".

Otra expresión bíblica del humanismo -esta vez en el Nuevo Testamento- la encontramos en los Evangelios, concretamente en el libro de Juan: "También tengo otras ovejas que no son de este redil, y también a ellas debo traer. Ellas me obedecerán, y habrá un solo rebaño y un solo pastor" (Juan, 10,16). Jesucristo, por boca de Juan, expresa su deseo de reunir a toda la humanidad bajo "un solo pastor". Sólo se reúne bajo un mismo mando o gobierno a aquellos que constituyen una sola nación o pueblo, es decir, a quienes se sienten parte de un mismo proyecto o entidad. La misma idea es expresada por San Pablo en la carta a los gálatas cuando dice: "Ya no importa el ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; porque unidos a Cristo Jesús, todos sois uno solo” (Gálatas, 3,28). Los escritos de San Pablo están repletos de manifestaciones similares a ésta, que acentúan ideas humanistas que cuestionan y combaten, a su vez, cualquier concepto discriminador o excluyente tan propio de los judíos de entonces. Así, en Romanos 9,8 podemos leer: "Esto nos da a entender que nadie es hijo de Dios solamente por pertenecer a cierta raza; al contrario, sólo a quienes son hijos en cumplimiento de la promesa de Dios, se les considera verdaderos descendientes". El mismo espíritu se muestra-de nuevo en la carta a los romanos- cuando San Pablo cita al profeta Oseas: "Como se dice en el libro de Oseas:

«A los que no eran mi pueblo, los llamaré mi pueblo;

a la que no era amada, la llamaré mi amada.

Y en el mismo lugar donde se les dijo: Ustedes no son mi pueblo,

serán llamados hijos del Dios viviente»"(Romanos 9,25-26).

Si escudriñamos el contexto histórico posterior a la Baja Edad Media, comprobaremos el papel fundamental que el humanismo comienza a adquirir en aquella época. Desde este punto de vista, el Renacimiento fue el tiempo durante el cual el europeo occidental se atrevió a soñar con un hombre nuevo y percibió claramente que podía edificar un mundo con aportaciones en todos los órdenes del arte y de la cultura que le colocaran a la altura de civilizaciones como la griega o la romana. El atrevimiento de los humanistas del Renacimiento fue tal que se atrevieron a reformular teorías científicas cuya vigencia se mantenía desde hacía 2.000 años. Este fue el caso del modelo cosmológico heliocéntrico de Copérnico, que cuestionó frontalmente el concepto geocéntrico de Aristóteles.

Para comprender la importancia del Renacimiento debemos pensar en el estancamiento espiritual e intelectual en el que se encontraba el occidente europeo desde la Alta Edad Media. El hombre medieval no fue más que un mero juguete en manos de los vientos que mecen la historia. Muy al contrario, el hombre del Renacimiento pasa a ser el creador de su propio destino. El historiador suizo, Jakob Burckhardt, relataba que el Renacimiento poseía los siguientes rasgos: “Concepción del Estado como una obra de arte calculada y consciente que procura su propio interés; descubrimiento del arte, la literatura y la filosofía de la Antigüedad; descubrimiento del mundo y el hombre; descubrimiento de la noción de individualidad; descubrimiento de la estética de la naturaleza; deseo de desarrollar por entero la personalidad humana, así como su libertad individual”.

Tal vez el rasgo más importante que diferencia al hombre del medievo -tan dependiente del poder divino- del hombre del Renacimiento, es que este último intenta ser moralmente autónomo porque adquiere un altísimo concepto de la dignidad humana. En realidad, todas estas ideas se resumen en una: redescubrir la Antigüedad como fuente de inspiración del humanismo, y todas ellas fueron revolucionarias en ese período, entre otros motivos porque el pensamiento griego fue ensombrecido durante la Edad Media por las supersticiones y las guerras religiosas. Pero, con el tiempo, los europeos occidentales retomaron el formidable propósito griego de gobernar al hombre con la luz de la razón, de la inteligencia y de la ambición propia. El humanismo renacentista tiene como propósito el desarrollo pleno del ser humano.

A lo largo de la historia, frente a estas ideas y sentimientos se ha construido el credo nacionalista y tribal. Cuando hablo de nacionalismo no lo estoy haciendo desde el punto de vista del ciudadano español de comienzos del siglo XXI respecto a los nacionalismos vasco y catalán o desde la perspectiva que estos puedan tener acerca del nacionalismo español. A este respecto debo decir que estoy tan lejos de los tres como lo están los dos primeros del último. Aunque los nacionalismos españoles podrían servirnos como ejemplo, preferiría no hablar de ellos.

Tampoco me estoy refiriendo a los credos sociopolíticos de carácter nacional que aparecieron tras la Revolución Francesa y que propugnaban conceptos ideológicos más rígidos que sustituyeran los endebles localismos que vertebraban las sociedades en pequeños reinos o ciudades. Las nuevas sociedades, más grandes en extensión y población, precisaban de una sólida ideología que legitimara y sostuviera a los Estados que surgieron a finales del siglo XVIII tras las sucesivas revoluciones (liberal, burguesa e industrial) que dieron inicio a la Edad Contemporánea. Desde este punto de vista, los nacionalismos de aquella época trataron de crear, con el fin último de cohesionar a los pueblos, un nuevo pensamiento oficial que dotara a los nuevos Estados de una ideología única e indiscutible. Pero también quiero dejar a un lado estos conceptos.

Cuando hablo de nacionalismo lo hago refiriéndome al nacionalismo tribal. Naturalmente, hablo de las connotaciones más negativas de ese tribalismo: la discriminación, el racismo, la xenofobia y la exclusión. Existe un nacionalismo al cual podríamos calificar como positivo, que se basa en la existencia de una sólida identidad cultural común a un grupo mayor o menor de personas que se sienten unidas por unas costumbres y unos valores culturales y sociales que comparten. Al menos de forma inmediata, este concepto otorga un cierto sentido, además de un sentimiento de seguridad a la vida de cada individuo, siempre y cuando éste se acomode a los cánones éticos y estéticos del grupo tribal en el que vive. Sin embargo, aunque este análisis excede el propósito de este artículo, debería decir que en muchos casos el individuo integrado en ese tribalismo renuncia a su propio criterio (aunque sólo sea en parte), y al hacerlo abandona, también de forma parcial, algo esencial para su desarrollo y su posterior felicidad: la espontaneidad, y quien abandona esa espontaneidad reprimiendo partes de su yo deja de ser él mismo.

El filósofo humanista alemán, Erich Fromm, decía: “Ser nosotros mismos en todas y cada una de las circunstancias es una de las cosas que más satisfacción nos produce y más realización nos proporciona”.

Ahora bien, es difícil en medio del sincretismo ideológico presente hoy en día determinar que ideología es buena o mala en sí misma. El propio Fromm, que vivió el marasmo ideológico anterior y posterior a la Segunda Guerra Mundial, decía que para distinguir una doctrina positiva de una negativa debíamos imaginarla en su desarrollo posterior y máximo. En este orden de cosas, ya hemos vivido suficientes experiencias históricas de carácter infausto que nos muestran el desdichado destino que sufre el ser humano cuando se desliza por el camino del nacionalismo, entendiendo este como tribalismo en sus peores acepciones de racismo y segregación con sus devastadoras consecuencias para el individuo. Desgraciadamente, en los últimos veinticinco años y después de la caída del muro de Berlín, han proliferado los nacionalismos tribales en Europa con los episodios de las Guerras de los Balcanes, la anexión de Crimea a Rusia, la salida de Reino Unido de la Unión Europea y algunos otros que pueden venir.

En realidad, los nacionalismos crean patrias nuevas en cualquier rincón del mundo: cualquier excusa como la lengua, la raza, la tradición o la religión -entendida como uno más de entre los rasgos culturales y no como una forma de amor y de entrega al prójimo- se utiliza para crear barreras y exclusión, puesto que los nacionalistas adolecen de un pensamiento perverso que consiste en adjudicar al extranjero, al diferente, al que no pertenece a la tribu, el papel de malo o esencialmente pervertido, principalmente en el orden moral. Este pensamiento, que en algunos momentos de la historia y en algunos países lo ha impregnado todo (incluyendo un cuerpo jurídico extenso contra la minoría estigmatizada y perseguida), niega de forma explícita que las virtudes y los defectos sean cuestiones individuales y que, por ende, no pueden atribuirse a ningún grupo o nacionalidad. Esta concepción del otro como perverso ahorra a la clase dominante y mayoritaria muchas disquisiciones morales puesto que los lleva a ignorar sus propios defectos. El peligro de estas ideas es que penetren en las minorías y que sean ellas mismas las que terminen por no considerarse depositarias de derechos plenos o, peor aún, que acaben por afiliarse a los rasgos más marginales y extremos de su propia cultura o grupo. Desde este punto de vista, el nacionalismo es intrínsecamente maligno porque posee una ideología aniquiladora en la medida en que sólo se considera como ser humano completo y merecedor de derechos a quien pertenece al grupo o nación.

Históricamente, todos los pueblos han desarrollado y fortalecido una mitología que idealizaba sus propias virtudes mientras exageraba o inventaba defectos del enemigo al que se enfrentaba en cada momento. En el pasado, las naciones se han cohesionado con esos mitos, pero toda esta carga puramente emotiva y simbólica no puede tener cabida en una sociedad verdaderamente moderna y progresista. A este respecto debo decir que el deseo de integrar a las minorías asimilándolas, es decir, intentando que abandonen algunos rasgos estéticos, culturales, religiosos o tradicionales de su grupo, tan solo es un reflejo del miedo y de una cierta incapacidad de las mayorías para convivir con las diferencias.

El nacionalismo es uno de los rasgos más execrables del ser humano, principalmente porque las personas que adolecen de este defecto no valoran y juzgan a los demás-si es que alguien posee el derecho a hacerlo-por lo que hacen en un determinado momento, sino por lo que entienden que esos individuos son de forma permanente e invariable. El juicio hacia "el otro", por tanto, estará siempre condicionado en función de los valores del propio grupo, que rara vez concede al "diferente" el derecho a ser él mismo. No importa que el "extraño" sea una persona trabajadora, honesta, culta o que posea cualidades artísticas, si no forma parte del clan se le estigmatizará de inmediato y para siempre, y en todo momento deberá demostrar su inocencia y su validez. El que no pertenece a la tribu, en definitiva, provoca desconfianza y suspicacias de todo tipo. Esta absurda invención del extraño como intrínsecamente malo o pervertido tiene su contrapunto en el apoyo incondicional, irracional e inalterable que se otorga al que pertenece al mismo grupo. Por supuesto que el "camarada" puede ser una persona inmoral o despreciable, que no por ello dejará de recibir amparo y apoyo por parte del clan.

El nacionalista siempre sabe lo que conviene a otros pueblos o individuos y lo que estos "deben" hacer en cada momento y circunstancia. No es relevante, claro, lo que el "extranjero" considere acerca de ninguna cuestión, incluyendo aquellas que le afectan directamente porque el nacionalista tiene en su criterio una solución "mejor" para cualquier problema o dilema. El nacionalista adolece de formas de pensamiento reduccionistas, similares a las que tradicionalmente han defendido los partidos de ultraderecha, es decir, ideas que proporcionan soluciones simples para resolver problemas extremadamente complejos: "la culpa de que nuestra sociedad haya empeorado la tienen los extranjeros"; "las personas de fuera son deshonestas y perezosas"; "quien no comparte nuestros valores tradicionales es un peligroso inadaptado antisocial", etcétera.

El nacionalista, muy rara vez se replantea su escala de valores o sus diferentes puntos de vista sobre distintos asuntos como la religión, las costumbres sociales, la política y, por supuesto, su concepto de todo aquel que viene de fuera, al que considera "inferior" o, de alguna forma, corrupto en esencia. Naturalmente, es más cómodo, aunque sea un engaño más o menos consciente, pensar de manera rígida porque todo replanteamiento puede conllevar cambios y oponemos una gran resistencia a cualquier alteración que amenace nuestros principios firmemente establecidos. Es una postura muy confortable la de permanecer con el pensamiento mayoritario de nuestra comunidad, puesto que se precisa un coraje especial para enfrentarse a la masa y no todos emprenden ese difícil camino. Lo más condenable e irritante del pensamiento nacionalista es su incapacidad para la autocrítica, ya que sus adeptos se consideran a sí mismos como los únicos poseedores de la verdad y la moral, y conciben en los que no pertenecen al grupo todos los defectos que abominan. No hay mejor manera de olvidar las propias miserias que centrarse en las de los otros. En el caso de los políticos nacionalistas, el reduccionismo y la demagogia son sus principales señas de identidad porque nada hay para ser considerado un ídolo por parte de los electores nacionalistas como declararse representante genuino de los valores patrios.

El nacionalismo no ha de tener, necesariamente, un carácter racial o religioso, sino que puede ser un sentimiento que aglutina a las gentes alrededor de los rasgos culturales de una nación. Tal es el caso, por ejemplo, del etnocentrismo del que adolece Estados Unidos. Paradójicamente, aunque el racismo haya sido y es una lacra presente en la sociedad estadounidense, todas las razas de este país se agrupan en torno a su idea de como “deben” ser EE. UU. y el mundo. Por supuesto que esta idea está más afianzada en los poderes y las élites estadounidenses-empresarios, políticos y militares-, que defienden con ferocidad su dudoso concepto de democracia y justicia que en el pueblo americano, cuya capacidad crítica ha sido capaz de cuestionar y hasta de rechazar infinidad de acciones llevadas a cabo por sus dirigentes desde la guerra de Vietnam hasta nuestros días. Este nacionalismo extremo de los líderes del país explica el hecho de que la política exterior estadounidense no cambie de estrategia sea cual sea el partido que gobierne y sea quien sea el líder que dirija esta nación. Desde el punto de vista del humanismo y del hecho de que la humanidad es un cuerpo indivisible-pese a las mil barreras, fronteras y diferentes artificios que hemos creado para dividirla-, resultan infantiles las imágenes de dirigentes norteamericanos reclamando justicia con lágrimas en los ojos cuando su pueblo o su ejército se han visto agredidos, mientras se muestran indiferentes ante el sufrimiento de las personas de cualquier otro país, principalmente cuando el bienestar de esas naciones se considera incompatible con los intereses económicos o geoestratégicos de Estados Unidos; algo "lógico" si pensamos que el nacionalista tan solo siente obligación moral hacia el que pertenece a su etnia o nación.

Naturalmente, este nacionalismo no es exclusivo de EE. UU. ni forma parte, únicamente, de este período de la historia. Idénticos comportamientos podemos observarlos en innumerables ocasiones en las relaciones de unos países con otros. Los damnificados, finalmente, son siempre los más débiles: los ciudadanos de los países con menos poder que se ven relegados a permanecer en un rincón de la historia condenados a vivir la vida que otros quieren que vivan.

El carácter engañoso del nacionalismo -tanto el que encarnan los llamados "patriotas" de cada país, como el de aquellos que desean la independencia de su región respecto a un Estado más grande- se manifiesta en la creación de mitos acerca del pasado y del futuro, ambos idealizados: "Qué felices fuimos cuando éramos independientes" o "cuando seamos libres [en el sentido de emancipación] no existirán apenas problemas".

Es un fenómeno ampliamente extendido en las ideologías y corrientes de pensamiento que acompañan toda revolución política, el hecho de centrar su actividad intelectual en combatir todo aquello que entienden como reaccionario o despótico. Sin embargo, en muchas ocasiones, en la elaboración de estas teorías se va construyendo un nuevo radicalismo contra el cual, finalmente, también habrá que luchar. El nacionalismo, en tanto ideología, sólo separa a unos seres humanos de otros; no busca la justicia ni la igualdad ni defiende ideales de progreso y de verdad. En su máximo desarrollo, como bien ha demostrado la historia, tan solo ha aportado división entre las personas y los pueblos, cuando no guerras, y es motivo de sufrimiento, discriminación y aislamiento de las minorías dentro de cada país.

Una de las manifestaciones más execrables de la mayor parte de los nacionalistas -que demuestra la naturaleza perversa de su ideología- es la glorificación de la fuerza y la exagerada y emotiva jactancia por las conquistas militares de su país y por cualquier hecho del mitificado pasado que demuestre el carácter belicoso y agresivo de su nación; en definitiva, existe una lamentable presunción y un sentimiento de orgullo ante los sucesos de brutal sometimiento hacia otros pueblos, a los que no perciben como semejantes. Ninguno de nosotros hablaría con orgullo de una riña familiar que hubiera terminado con la agresión física de un miembro hacia otro, sino que trataríamos de ocultar este incidente porque todo lo violento adquiere un carácter vergonzoso y condenable. Si no hacemos lo mismo respecto a nuestros países cuando estos detentan una historia guerrera y agresiva es porque aún estamos en una edad oscura en la historia humana, en la cual todavía experimentamos una cierta fascinación por primitivos atavismos relacionados con los sentimientos de dominación y de poder, y porque no termina de alumbrarse una nueva era de verdadera hermandad entre los pueblos.

Con esto no quiero decir que no debamos sentir un cierto orgullo de pertenecer a una civilización, a una cultura o a un país. Todas las naciones han aportado algo de valor para la cultura universal, ya sea en el ámbito de las artes, los descubrimientos, las ciencias o en cualquier otra faceta que ha contribuido al progreso de los pueblos a nivel local o a nivel universal. Pero tras el nacionalismo rara vez está el verdadero orgullo de pertenecer a una cultura con todos sus rasgos, más bien hay un sentimiento aldeano de soberbia y egocentrismo que sólo busca la singularización del grupo; y para que un colectivo sea distinguido, forzosamente habrá otro que será, en mayor o menor medida, discriminado. Tras el "somos diferentes", normalmente se esconde el "somos superiores, luego tenemos derecho a detentar privilegios sobre vosotros". El sentimiento de pertenencia es necesario y nos proporciona seguridad, pero lo verdaderamente deseable es sentirse apegado y comprometido con la raza humana y no, únicamente, con un subgrupo de la misma.

El nacionalismo en cualquiera de sus formas de racismo, discriminación, rechazo o exclusión es causa principal de algunos de los problemas más graves de nuestro planeta y es uno de los obstáculos para llegar a un mundo verdaderamente justo e igualitario. Los principales foros de poder que controlan el mundo son nacionalistas o racistas, por lo cual son excluyentes y no inclusivos. Su fin último no es la búsqueda del bien común, sino mantener la supremacía de los países ricos y dominantes, y dentro de estos países la primacía de unas clases sociales sobre otras. Hay una oposición real entre el nacionalismo y la realización plena del ser humano, entendiendo ésta, al menos, como realización de toda la humanidad sin distinciones de ninguna clase. Aunque el nacionalismo tiene en su objetivo de independencia respecto al extranjero su arcadia particular, tan solo es, finalmente, una nueva forma de dominación-adquiera la apariencia que adquiera-del hombre sobre el hombre.

Si establecemos diferencias entre unos seres humanos y otros por cuestiones de nacionalidad, raza, religión, condición social, orientación sexual o género, es que no creemos realmente en el ser humano. Por encima de nacionalismos, ideologías, patrias y demás artificios está el derecho natural que se funda en la dignidad inalienable de la propia naturaleza humana, que descansa, a su vez, en la idea suprema de que todas las personas somos iguales. Como seres humanos compartimos un mismo destino e idénticos derechos, principalmente el derecho a ser felices y a desarrollarnos por completo, y lo hacemos porque, independientemente de nuestras diferencias, conformamos una unidad y una sola raza, la raza humana, y tenemos unos deberes éticos de unos hacia otros. Desde este punto de vista, la felicidad de un individuo no será posible sin un sentimiento de amor y de solidaridad hacia el resto de seres humanos. No podemos ser felices en nuestra vida personal si todas nuestras circunstancias nos favorecen, pero si cerca de nosotros ―y cerca es el mundo entero― hay otras personas que sufren y padecen. Ser conscientes de que aún estamos en una edad oscura será el primer paso para salir de ella.

Me gustaría hacer un último apunte porque con frecuencia confundimos las causas de un problema con sus síntomas: uno de los fundamentos del nacionalismo que está más profundamente enraizado en la mente de las personas y, por ende, en la conciencia mundial, es la aceptación de una suerte de jerarquía de razas que a todos debería avergonzarnos. Claro está que esta aceptación no se halla recogida en ningún marco jurídico ni es algo de lo que se hable frecuentemente-al menos de un modo franco-, pero su impronta condiciona profundamente el sentido de pertenencia de cada uno de nosotros, el debate acerca de las razas y la percepción que las personas tienen de aquellas que pertenecen o no a su grupo étnico. Es una cuestión enormemente delicada, pero creo que vale la pena hablar sobre ella. Esa jerarquía, aunque carece de fundamento científico, es reconocida implícita o explícitamente y en mayor o menor medida por la mayoría de la población mundial y supone admitir -aun siendo erróneo- una supuesta "superioridad" de las razas blancas europeas sobre los otros grupos étnicos.

Es frecuente ver personas de todas las etnias en cualquier rincón del mundo, especialmente en el continente americano, que presumen de pedigrí (si es que podemos aplicar esta palabra a la especie humana), es decir, de sus orígenes europeos aludiendo a la nacionalidad de sus antepasados franceses, alemanes, españoles o ingleses. Pero nadie alardearía de sus orígenes africanos ni, aunque en menor medida, de sus antepasados árabes o asiáticos (también existe una jerarquía peculiar respecto a Asia: no tiene el mismo prestigio ser japonés que ser turco, por ejemplo). Este pensamiento tiene como consecuencia, entre otras cosas, que aquellos considerados "inferiores" puedan experimentar de forma permanente sentimientos que socavan su autoestima y los lleven a percibirse como ciudadanos de segunda o tercera categoría al comprobar como su cultura y la civilización a la que ellos o sus ancestros pertenecen no es respetada ni tenida en cuenta en el resto del mundo, especialmente en Occidente. El origen, a su vez, de este modo de pensar se halla en la evidente superioridad tecnológica que Europa adquiere a partir del Renacimiento, y esa superioridad parece otorgar una “categoría” mayor a los que poseen ascendencia europea. Es evidente que el hecho de que todo un continente se oriente hacia el trabajo y la producción tecnológica no demuestra superioridad alguna, pero esta cuestión sirve de justificación para los defensores-que no son pocos-de estas teorías. El hecho de no haber completado una revolución industrial y tecnológica no es indicativo de nada. Es absurdo suponer de un modo explícito que las personas de todos los países del mundo puedan responder del mismo modo a los mismos estímulos, y que la productividad y la riqueza material dependen de la raza y no de circunstancias culturales, socioeconómicas, políticas, climáticas, etcétera.

España dum dum

Por otro lado, no ha existido cultura sobre la Tierra, ni aun aquellas que consideramos más refinadas, que no haya adolecido de rasgos de brutalidad: los griegos, por ejemplo, sentaron las bases de la cultura occidental, sin embargo, consideraron el esclavismo como algo imprescindible. La obligación de atenerse a unas normas mínimas de corrección social y política es lo que impide a la mayoría de las personas hablar de estas cuestiones, pero me parece fundamental llamar la atención sobre esta anomalía porque los problemas comienzan a solucionarse cuando hablamos de ellos. Esa jerarquía no escrita es causa fundamental de discriminaciones porque no entendemos como injusta y perversa la marginación de aquél a quien no percibimos como igual a nosotros. No existe idea tan descabellada que no tenga su grupo de fieles seguidores y, por supuesto, ésta no ha sido la excepción. Mientras esta patraña acientífica del escalafón de las razas tenga vigencia, siempre habrá un necio que se crea con derecho a menospreciar a otro ser humano de forma sutil sin necesidad de usar el racismo como argumento explícito. De tal modo esta anomalía está presente en la conciencia mundial, que incluso las personas de ascendencia europea que realmente no son racistas adolecen en ocasiones de un cierto paternalismo en sus relaciones con personas de otras razas, lo cual indica un sentimiento de superioridad solapado que nos impide evolucionar y profundizar en el concepto de un único hombre no sujeto a clasificaciones y etiquetas que dependan de su pertenencia a una raza. Hasta que este racismo -en el sentido estrictamente literal del término- no sea expulsado de nuestra cultura, no daremos paso a un nuevo tiempo, por mucho que tratemos de enmascarar esta situación.

Más de cien años nos separan de la Primera Guerra Mundial. En aquel tiempo, como ahora, Europa había disfrutado de un enorme período de paz antes de que estallara el conflicto. A causa del nacionalismo, el comienzo de la guerra fue recibido con alborozo en las calles de Francia y Alemania, países en los que existía el convencimiento de que la conflagración no se prolongaría por mucho tiempo. Nadie era capaz por aquel entonces de imaginar que la maquinaria de guerra podía hacerse tan devastadora y sanguinaria hasta el punto de convertir casi en amables, por comparación, el resto de guerras que la humanidad había padecido hasta entonces. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, el continente ha sufrido una grave contienda causada por el nacionalismo extremo: la Guerra de los Balcanes de los años noventa. En 2014, Europa vio como el conflicto de Ucrania adquiría proporciones cada vez más alarmantes. La disputa entre ucranianos y pro rusos poseía varios rasgos del nacionalismo del que hemos hablado: nada importaban los muertos si no pertenecían al propio bando; la defensa del correligionario fue irracional e incondicional; se estableció de forma clara el pensamiento dicotómico que admitía y potenciaba frecuentemente expresiones excluyentes como nosotros y ellos; ninguna de las dos facciones defendía ideas relacionadas con los derechos humanos o laborales; tampoco se hablaba de progreso, hermandad, fraternidad o bienestar común; tan solo escuchábamos continuas apelaciones a cuestiones abstractas como "la madre Rusia" o "el orgullo de ser ucraniano". Claro que nadie nos explicaba entonces los motivos de ese orgullo patriótico ni en el bando pro ruso ni en el ucraniano. El conflicto aún no se ha cerrado, pero podemos aventurar que la victoria de cualquiera de las dos facciones conllevará de inmediato, como poco, la exclusión de la otra de los ámbitos de decisión y de poder a las que habrá que sumar una dolorosa estigmatización social en un futuro a corto y medio plazo. Me pregunto si esa es la humanidad a la qué aspiramos y la qué deseamos dejar a nuestros hijos y veo con tristeza lo poco que el hombre aprende de la historia. Parafraseando a Plauto: "Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro". Los miedos y los tópicos constituyen las principales barreras para que los hombres se conozcan y comiencen a ser hermanos en vez de lobos. ____________________

Eduardo Luis Junquera Cubiles es socio de infoLibre

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