Comunicación política

La caída de Cayetana: la pedantería política vuelve a fracasar

José Miguel Contreras | Eva Baroja

La caída de Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz del PP en el Congreso ha sido analizada desde todo tipo de puntos de vista. Hay, sin embargo, un rasgo en su personalidad que abre un particular análisis desde la comunicación política. Vuelve a quedar patente el fracaso del biotipo de candidatos con meritoria formación intelectual que no consiguen conectar con buena parte de la ciudadanía. Lo que para ellos es reivindicación del conocimiento, corre el peligro de ser percibido como un discurso pedante y vanidoso. Desgraciadamente para la carrera de Álvarez de Toledo, ni la mayor parte de los ciudadanos, ni los miembros de su propio partido, la han valorado tanto como ella a sí misma.

Se pueden encontrar casos similares, salvando todas las distancias ideológicas y personales, en diferentes partidos. El principal punto de conexión entre todos estos ejemplos es que suelen acabar fuera de la primera línea de los carteles electorales tarde o temprano. La principal peculiaridad que tiene el caso de Álvarez de Toledo es que, posiblemente, es la primera vez que este rol político lo hemos visto desempeñado por una mujer. Durante décadas, los casos más conocidos que podemos incluir en esta categoría habían sido siempre hombres.

Líderes en la atalaya de la intelectualidad

A lo largo de las últimas décadas, se han sucedido figuras de gran relevancia que han convertido su preparación intelectual en un rasgo distintivo de su imagen pública. A Alfonso Guerra, vicepresidente del primer gobierno socialista en 1982, siempre le gustó alardear de su vasta formación. Su particular estilo, según han relatado algunas biografías de la época, venía arrastrado de su trabajo como profesor universitario, donde alcanzó merecida fama de académico duro, exigente y, a menudo, displicente con el alumnado y otros colegas.

Julio Anguita, líder de Izquierda Unida, se hizo muy conocido por caer a menudo en la utilización de un tono altivo en muchas de sus declaraciones públicas. Sus seguidores siempre fueron enormemente leales a su figura mesiánica y sus muchos detractores le acusaron de utilizar un estilo soberbio y poco abierto a aceptar la crítica o a mostrar algún humilde atisbo de duda en sus manifestaciones.

El tránsito a la 'nueva política'

Con la llegada de la denominada nueva política, la figura del politólogo Juan Carlos Monedero volvió a recuperar ese personaje orgulloso de su preparación intelectual y que no tiene problema en exhibirla públicamente. Siempre dispuesto a la confrontación directa en defensa de sus argumentos, no elude la descalificación de aquellos a los que considera que carecen del nivel exigible para poder debatir a su altura. Al igual que les ocurría a Anguita o a Guerra, cuenta con una gran cantidad de fieles seguidores que, de alguna manera, le ayudan a reforzar su posición.

Cayetana Álvarez de Toledo es probablemente la primera mujer política que ha desempeñado en España este polémico estereotipo. Su exquisita formación académica forma parte ineludible de su personalidad y a ella le ha gustado siempre hacer uso de su capacidad de erudición para dotar de mayor nivel a sus intervenciones. Su capacidad intelectual ha sido reconocida hasta por sus rivales, aunque a buena parte de la población le cause desagrado su marcado aire elitista y despectivo hacia sus rivales, incluidos sus propios compañeros de partido.

La vanidad triunfa en otras disciplinas

Una interesante reflexión al respecto de esta original tipología política es que está muy extendida en otras actividades profesionales donde su final no suele ser siempre trágico. Hay territorios donde no es tan relevante el juicio unánime del público. El problema de los políticos es que, para tener éxito, necesitan un amplísimo reconocimiento popular. No se puede ser líder de una formación si no consigues contar, además de con el necesario respaldo ideológico, con el aprecio personal y emocional de la mayor parte de los ciudadanos.

Son conocidos multitud de casos de escritores, periodistas, empresarios, artistas o intelectuales de cualquier ámbito que rezuman narcisismo y un profundo amor por su propia persona. En términos de imagen pública, la polémica sobre su figura contribuye a su popularidad y, en muchos casos, es la base de su éxito comercial. Tienen innumerables detractores que aborrecen su pedantería y su clasismo, pero, a la vez, cuentan con un considerable número de fans que compran sus libros, adquieren sus obras y consumen todo lo que pongan en venta. El arte de la provocación es a menudo un buen negocio. En política, no parece que suceda lo mismo.

En política revestirse a uno mismo de un halo de intelectualidad acaba siendo un error, según defiende Diana Rubio, experta en comunicación política, porque “hace que resulten personas prepotentes, personas soberbias y personas que realmente no encajan a nivel comunicativo dentro de un partido”.

De la política elitista al populismo

El asentamiento de las democracias occidentales estuvo basado en buena parte de la primera mitad del siglo pasado en el protagonismo de políticos pertenecientes a élites caracterizadas por su formación intelectual y su capacidad oratoria. La mayoría de los ciudadanos no tenía acceso a la educación. Durante décadas, la democracia se sustentaba en que el pueblo dejaba en manos de los aparentemente mejor preparados la gestión de la política. Fueron tiempos parlamentarios en occidente de grandes oradores, con discursos floridos, en los que el alarde de cultismos y el abuso de la retórica eran enormemente valorados.

Desde mediada la década de los 80, empezaron a ser visibles significativos cambios sociales que son consecuencia de la extensión de la democratización y de la conformación de sociedades mejor preparadas, menos desiguales y más desarrolladas. Curiosamente, empezaron a desarrollarse nuevos mitos colectivos que se identificaban no con las élites dominantes, sino que, de forma más verosímil, representaban la realidad de los ciudadanos. Este fenómeno, muy visible en terrenos como el cine o la televisión, también llegó a la política.

En las últimas décadas, los políticos han ganado en su capacidad de conectar con la sociedad común y cotidiana. Hoy, nos hemos acostumbrado a líderes que hablan el lenguaje de la calle, a hombres que no usan siempre traje y corbata, a mujeres que ocupan puestos relevantes antes reservados a los políticos eruditos, con ilustres apellidos y aires decadentes. Algunos movimientos populistas han sobrexplotado esta corriente hasta límites extremos inimaginables, en ocasiones más allá de todo sentido común.

El endiablado trayecto entre la sabiduría y la pedantería

El problema no radica en que la gente no respete la sabiduría y no valore la capacitación. El error de la práctica de la política pedante consiste en no saber poner al servicio de los demás esa preparación. La intelectualidad no tiene por qué estar reñida con la posibilidad de conectar con toda la sociedad. La experiencia demuestra que una de las profesiones más valoradas en todo el mundo es la de los divulgadores. Es decir, aquellos individuos con gran conocimiento de una materia que son capaces de hacerla accesible a todos.

Los manuales de comunicación pública reiteran la idea de la importancia de conseguir que los mensajes sean fácilmente accesibles. En una sociedad democrática, los discursos políticos deben tener la capacidad de extenderse a todas las capas sociales. Cuando alguien decide subirse a un pedestal para mostrar al mundo su superioridad intelectual es muy difícil que consiga empatizar con aquellos a los que pretende impresionar. Antes, aparecerá como alguien engreído, egocéntrico y, finalmente, inútil.

Evidentemente, no puede identificarse tener una buena formación con caer en la pedantería. Tal y como explica Antoni Gutiérrez Rubí, experto en Comunicación política y asesor de Ideograma, “tenemos larga trayectoria de incorporación de filósofos y de académicos en la vida política española que no tienden a sobreestimarse. No es atribuible una incapacidad de los intelectuales a la vida política”. En su opinión, “las personalidades juegan un papel más importante que el hecho de que sean académicos o intelectuales”.

Manual de la práctica de la 'política pedante'

¿Cuáles podrían ser los rasgos más significativos de esta peculiar doctrina que siempre suele contar con algún destacado representante en el mundo de la política?

Tienen una destacada formación intelectual. Suelen llegar a la política desde el mundo académico o universitario, algo que, a priori, podría aportar riqueza y pluralidad al debate público. Cayetana Álvarez de Toledo es un buen ejemplo. Es doctorada en Historia por la Universidad de Oxford y su tesis fue dirigida por el reconocido hispanista John H. Elliot. En el caso de Juan Carlos Monedero, desarrolló la mayor parte de su carrera profesional como profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense y cuenta con un gran reconocimiento particularmente en Latinoamérica. También, Alfonso Guerra y Julio Anguita dedicaron años de su vida a la docencia antes de dedicarse en exclusiva a la política.

Suelen creerse en posesión de la verdad absoluta. Según Antoni Gutiérrez-Rubí, “puede que intelectualmente este tipo de políticos estén por encima de la mayoría, pero la sobreestimación de las propias cualidades y capacidades los lleva a cometer errores”. Para el asesor de Ideograma, este estereotipo de político podría encajar también dentro del concepto de hiperlíderes, quienes “acostumbran a no entender la complementariedad y consideran su legitimidad como única relevante y prioritaria”. Su tono general suele transmitir cierto aire displicente, al estar convencidos de un conocimiento superior al del resto de los mortales. El consultor Javier Domínguez pone el ejemplo de Julio Anguita y mantiene que “no consiguió la amplificación de la base social del partido porque, aunque era muy carismático, no ensanchaba la base social porque estaba enrocado en sus posturas”.

Caen en la indisciplina si no se siguen sus directrices. Suelen ser los llamados versos sueltos de los partidos, porque les cuesta sujetarse a la rigidez argumental que reina en las formaciones políticas. Nada más abandonar la dirección de Podemos, justo antes de las elecciones del 2015, Juan Carlos Monedero dijo en una entrevista en Antena 3: “Lo que me hace honesto como intelectual, me convierte en problemático para la política”. El fundador y número tres acababa de dimitir porque había dejado de estar de acuerdo con la estrategia de un partido que, a su juicio, había perdido frescura y se había olvidado de sus orígenes. El mismo día de la dimisión, Pablo Iglesias dijo en rueda de prensa: “Juan Carlos no es un hombre de partido, es un intelectual que necesita volar”. Según Javier Domínguez, la indisciplina es algo que “llama poderosamente la atención en estos casos en contraste con el absoluto seguidismo que tienen los políticos que no han hecho otra cosa en su vida que medrar en los partidos”.

Reúnen numerosos seguidores acérrimos y un muy elevado número de detractores. Este biotipo de líderes suele contar con una fiel hinchada. Se ha visto estos días, tras la caída de Álvarez de Toledo. Su sepelio político ha ido acompañado de encendidos elogios. El problema es que acaban por vivir aislados en su propia burbuja, junto a su estrecho círculo de convencidos. Este hábitat les impide entender y asumir el rechazo generalizado de quienes no comparten su manera de entender las relaciones políticas y personales. A menudo, la ciudadanía no se identifica con ellos, ya que, tal y como explica la experta en comunicación política Diana Rubio, “únicamente hablan a nivel individual y a lo único que son fieles es a sus propias ideas”. Cayetana Álvarez de Toledo, a pesar de subir a las tribunas públicas como portavoz del PP, reivindicaba siempre representarse a sí misma por delante de todo lo demás.

El PP, bajo los chuzos de punta

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Transmiten prepotencia y poca humildad. Según Diana Rubio, “comunicativamente se caracterizan por la falta de elegancia política, el egocentrismo y la arrogancia”. Estas son tres características que, a juicio de Rubio, si se hiciese una encuesta entre la ciudadanía, “la mayoría no querrían que definiese la personalidad política de sus líderes”. Muy polémicos fueron los insultos de Álvarez de Toledo a los universitarios que le hicieron un lamentable escrache en la Universidad Autónoma de Barcelona o algunas sonadas frases históricas de Alfonso Guerra como: “El día que nos vayamos, a este país no lo va a reconocer ni la madre que lo parió” o “en el PSOE presentamos de candidato a una cabra y gana la cabra”.

Suelen generar conflictividad dentro y fuera del partido. Se trata de personalidades muy fuertes que no pasan desapercibidas, porque además hacen todos los esfuerzos para que así sea. Suelen convertir en polémica cada una de sus intervenciones públicas. Cuentan con ello y buscan ese protagonismo. Dentro de su propio partido, acaban por convertirse en esclavos de su propio personaje y terminan por provocar continuos roces y enfrentamientos. Según el consultor Javier Domínguez, “por un lado, cierran la puerta a posibles pactos con otras formaciones y, por otro, pisan callos en la estructura del partido. Es lo que le sucedió a Alfonso Guerra al final de su trayectoria política, cuando había cogido tanto peso que ya se hablaba de los guerristas”. El conflicto estalla cuando ese personalismo choca incluso con la figura del líder al que se supone que debía respaldar. Le ocurrió en tiempos a Guerra y acaba de suceder con Álvarez de Toledo.

El abismo de la pedantería. El halo intelectual que les rodea hace que a menudo fuercen un discurso político cargado de tecnicismos, circunloquios y alejado del lenguaje cotidiano. En este sentido, Gutiérrez-Rubí puntualiza que “hay que tener en cuenta que un partido político es una organización democrática, no es una academia donde el que más sabe casi siempre es el que enseña. En la vida política, las ideas conviven y se comparten. El gran riesgo radica en que la barrera que impone el uso de un lenguaje elitista sea interpretada por el ciudadano como simple y llana pedantería. En este caso, la caída por el abismo es inevitable. La gente deja de escuchar lo que quiera decir y sólo verá a un político enredado en gustarse a sí mismo.

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