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Cultura

El escritor librocondríaco

Mujer frente a una biblioteca casera.

Hace algunas semanas, cuando el coronavirus era una amenaza todavía lejana, en este rincón de infoLibre nos ocupamos de esa parte de la literatura que ha inmortalizado las epidemias no sólo, ni siquiera principalmente, como enfermedades devastadoras sino, sobre todo, como metáforas de la maldad, la debilidad o la corrupción. Y recuperamos esta cita de Susan Sontag: "Nada hay más punitivo que darle un significado a una enfermedad, significado que resulta invariablemente moralista".

Antes incluso, cuando la pandemia no aparecía en ninguna previsión, habíamos reflexionado sobre la literatura como enfermedad para entender en qué medida los referentes literarios resultan útiles en la tarea de caracterizar a personas y comportamientos: Edipo y Electra, Alicia, Madame Bovary, Rapunzel, Pinocho o la Bella Durmiente son nombres de complejos, síndromes y trastornos perfectamente definidos en las obras en las que aparecen y que, cuando se enuncian, no parecen necesitar de más explicación. ¿O alguien puede decir que no entienden a qué nos referimos cuando aseguramos de alguien que padece el síndrome de Peter Pan?

El de la relación estrecha que hay entre literatura y enfermedad es un asunto atractivo y complejo, así que me permitirán que, por causa de actualidad, o sólo por el placer de hacerlo, vuelva a él. No para recomendarles que, si están encerrados en casa, se obsesionen leyendo libros como Los ojos de la oscuridad, de Dean Koontz (ya descatalogada, que ha recobrado actualidad porque en ella aparece un virus asesino llamado Wuhan-400), o cualquier otro libro de epidemias, pestes y pandemias, sino para recordar las muchas historias en las que la enfermedad es protagonista, los muchos autores a los que la enfermedad ha hecho mejores e incluso, simplemente, ha hecho.

Escritores enfermos ha habido muchos: Chejov era asmático, y Proust, que en sus obras y en su correspondencia proporciona infinidad de detalles sobre su estado de (mala) salud, sufría probablemente de un síndrome llamado Ehlers-Danlos. Aquí mismo, Ángel González se acercó a la poesía cuando se recuperaba de una tuberculosis, dolencia a la que Francisco Umbral, que también la padeció, dedicó Las ánimas del purgatorio, "una novela de una tuberculosis que yo tuve a los veinte años. Un año, una enfermedad, una cama, una tuberculosis, y parece que no pasa nada, pero pasan muchas cosas". Cuando explicaba el libro, Umbral decía que hay "un tempo muy lento, muy minucioso, todo se trata con mucho detalle y mucho primor: hay muy poca acción, pero muy significativa y muy cuidada".

La tuberculosis, hay que admitirlo, luce un desmedido pedigrí intelectual, ha sido un recurso habitual, bien sea para hablar del mal físico, de la dolencia, bien para servirse de ella como "metáfora de otros malestares del individuo y de la sociedad y de las amenazas que pesan sobre ambos", como sucede en La montaña mágica, de Thomas Mann. Y ese prestigio literario no se ve afectado por el hecho de que, como escribe la señorita del 14, una de las protagonistas innominadas de Pabellón de reposo, de Camilo José Cela, "los últimos instantes de la tuberculosis no son, en verdad, tan hermosos como han querido presentárnoslos los poetas románticos".

La enfermedad narrada

Depresión (Plath), trastorno bipolar (Virginia Woolf), epilepsia (Dostoyevski), esquizofrenia (Artaud), por no hablar de alcoholismo o drogadicción… La enfermedad puede ser musa y maldición, también detonante de una vocación que quizá, de otro modo, nunca habría prosperado.

Hay enfermos que necesitan convertir su enfermedad en una narrativa, que se proponen contar su dolencia tras pasarla por el filtro de la creatividad… y entonces, la enfermedad aporta innumerables elementos a la literatura y la literatura le devuelve un mundo mixto de realidad y ficción que la enriquece y consuela. Así lo defendieron Begoña Cantabrana, Sara González‐Rodríguez y Agustín Hidalgo (Universidad de Oviedo). Es verdad, aseguran, que se escriben y publican libros sobre la enfermedad y la muerte por motivos diversos: por altruismo, para entender el hecho mismo de enfermar, como mecanismo de resistencia o por razones profesionales… Pero, al mismo tiempo, la divulgación de las enfermedades puede tener una serie de efectos beneficiosos a nivel social, entre ellos, la normalización de la dolencia.

Piensen, por ejemplo, en lo mucho que ha hecho la literatura, más que la medicina y que los medios de comunicación, por el conocimiento de las enfermedades raras: El curioso incidente del perro a medianoche nos permitió entender mejor el síndrome de Asperger, y Wonder puso en el mapa el de Treacher Collins. No negaremos que, en ocasiones, la difusión novelada de ciertas patologías edulcora la durísima realidad de quienes las padecen, pero eso no resta trascendencia al cambio de actitud: acuérdense de Alba Saskia, que hace un par de años quedó entre los diez finalistas del premio Planeta con Con un par de alas, basada en su propia experiencia como víctima del síndome de Brown-Vialetto-van Laere, una rara enfermedad neurodegenerativa. "Quería mostrar la lucha diaria de una discapacidad pero sin transmitir pena", declaró.

Enfermos no imaginarios

Juan Gracia Armendáriz es el autor de lo que él llama la "trilogía de la enfermedad": La línea Plimsoll (2008, "la descripción de una depresión, que es una enfermedad del alma"), Diario del hombre pálido (2020, la confidencia de un hombre que necesita un riñón) y Piel roja (2012)

"Siempre quise escribir un diario y creo que fue un acierto, no del todo consciente, insisto, adoptar la estructura fragmentaria de ese tipo de textos", declaró a propósito de la segunda obra. El diario ofrece muchas posibilidades al escritor, "nadie lo obliga a construir un molde tradicional, puede jugar con el tiempo, con la perspectiva, con el espacio narrativo, como en cualquier ficción. Eso sí, me impuse dos condiciones: a) lo que contara debía ceñirse a las experiencias vividas o recordadas, y b) respetar la intimidad de mis compañeros de cautiverio hospitalario y del personal médico bajo nombres ficticios".

Lo importante no es la forma, lo importante es contar. Contar como contó (en un periódico) Henning Mankell tras recibir su diagnóstico: cáncer.

La misma enfermedad que impulsó a Lobo Antunes a escribir ("en cuanto el médico lo llamó cáncer las campanas de la iglesia empezaron a doblar y un cortejo se extendió en dirección al cementerio con el féretro abierto y un niño dentro") Sobre los ríos que van.

La misma enfermedad que animó a Christopher Hitchens ("tras realizar una buena cantidad de trabajo en mi corazón y mis pulmones, los médicos […] me habían dicho que mi siguiente e inmediata parada tendría que ser con un oncólogo. Alguna clase de sombra se proyectaba en los negativos") a escribir Mortalidad.

Los héroes modestos

Los héroes modestos

La misma que Eduardo Mendicutti exorcizó con humor en Mae West y yo. "La enfermedad es siempre una experiencia muy rara porque te descoloca ―explicó―. Por eso, al convertir esta experiencia en ficción, lo que haces es vincularte otra vez con lo que te rodea y te ha preocupado siempre".

Todos escriben y escriben todos porque "indagar en el dolor no es peligroso, sino que es inevitable". Lo dijo Marta Sanz, experta en estas lides, tras publicar Clavícula. "Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no me ha pasado. La posibilidad de que no me haya pasado nada es la que más me estremece", leemos; es el inicio de una suerte de expedición. La novela, así lo explica quien la firma, explora "ese momento en el que el dolor confluye en un punto donde es imposible separar lo físico de lo psíquico, social y económico", un punto que ella considera "especialmente femenino".

No quiero contribuir a la depresión general, pienso ahora que quizá hubiera sido mejor escribir sobre libros para escapar de la enfermedad… Pero, si escribir es terapéutico, tal vez leer sobre dolencias también lo sea. En tiempos de encierros lectores, la literatura como herramienta.

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