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"Un infierno a cielo abierto": retrato audiovisual de la construcción del Valle de los Caídos

Las visitas al Valle de los Caídos descendieron un 16 por ciento durante 2019, año en el que tuvo lugar la exhumación de los restos mortales de Franco.

La altura de la cruz es mayor que la de la pirámide de Guiza; es cinco veces la del Cristo del Corcovado de Río de Janeiro; 60 metros mayor que la Estatua de la Libertad de Nueva York. Iguala, de hecho, en altura al propio risco de la Nava, sobre el que se asienta. Si fuera un edificio, tendría más de 40 plantas. Pero no lo es: el Valle de los Caídos es un mausoleo gigantesco, construido en torno a una explanada de más de 30.000 metros cuadrados, excavado en roca granítica en el corazón de la Sierra de Guadarrama, para albergar el cadáver de un dictador. No es una exageración que varios de los participantes en el documental Ángeles con espada definan el Valle de los Caídos como el "proyecto faraónico" de Francisco Franco. En él, Javier Rioyo ve más que una tumba ridículamente ambiciosa: es una estructura que registra de manera material la evolución histórica del régimen, sus propósitos y la vileza de sus medios. El "proyecto faraónico" era arquitectónico, sí, pero sobre todo político. 

Rioyo comenzó a trabajar en la película, que se estrena el jueves en la Seminci de Valladolid, mucho antes de la exhumación de Franco, el 24 de octubre de 2019. De hecho, parece fastidiarle un poco que su realización coincidiera con la decisión del Gobierno de trasladar la momia del dictador. Primero, porque dificultó el rodaje, que coincidió con los meses en torno a la exhumación: ante la proliferación de grupos ultra, Patrimonio Nacional puso "excesiva prudencia" en sus limitaciones y le negó el permiso para filmar la basílica, aunque está bajo su tutela. "Eso demuestra cuánto se había dejado derrotar el Estado por este asunto, que ni en tu propio edificio eres libre para decidir", protesta por teléfono. Pero también le molesta que le llamen "oportunista". Su interés no venía de la salida del dictador, que de hecho apenas se menciona en el documental. "A mí, el primer impulso para hacerlo fue el de verlo con los ojos de la sorpresa", dice. Esa cruz visible desde kilómetros a la redonda, ese esfuerzo económico en plena posguerra, ese empeño personal. Para qué. Qué significaba. 

Cuando Francisco Franco pone en marcha aquel monumento megalómano, en un Decreto de 1940, pensaba que la construcción le llevaría tan solo un año. Cuando se inauguró el mausoleo, en 1959, el proyecto había cambiado ya de arquitecto por enfermedad del primero, Falange había ido perdiendo fuerza dentro del régimen en favor de los tecnócratas, y España había olvidado convenientemente sus lazos con el nazismo alemán y el fascismo italiano para pasar a ser aceptada en la ONU y a recibir al presidente de los Estados Unidos. Para analizar sus 20 años de construcción y sus implicaciones políticas, que llegan hasta la actualidad, Rioyo cuenta con testimonios como los del historiador Enrique Moradiellos, el antropólogo Francisco Ferrándiz, el historiador y expreso de Cuelgamuros Nicolás Sánchez-Albornoz, con Lola Rabal, hermana de Paco Rabal e hija de Benito Rabal, trabajador en la construcción del Valle, o con Azucena Rodríguez, cineasta e hija de Miguel Rodríguez, también preso. 

"La idea de Franco, recién terminada la guerra, fue la de hacer un colosalismo insultante de esa guerra ganada por España y contra la anti-España", explica Rioyo, autor de películas como Asaltar los cielos o Lorca, así que pasen cien años, además de director del Instituto Cervantes de Tánger. Su única precisión a los arquitectos, además del espacio —cerca del Monasterio del Escorial y con evidentes implicaciones imperiales— fue la de una enorme cruz, a los pies de la cual se construiría una basílica. Se encargaría de hacerlo realidad el aquitecto Pedro Muguruza, falangista y amigo del dictador, responsable de edificios emblemáticos como las Cortes, la reforma del Museo del Prado o la Estación de Francia de Barcelona. Las obras se convirtieron pronto en lo que Moradiellos define como una "inversión política": con ellas y con sus elevados costes, Franco se aseguraba de movilizar recursos "en torno a un proyecto que él alentaba". El símbolo del triunfo nacional era el Valle, y el Valle era Franco. El capricho del dictador llegaría a buen puerto pasara lo que pasara. Aunque hubiera que emplear en él a presos comunes y no solo a presos políticos con condenas graves. Aunque hubiera que cambiar el proyecto arquitectónico. Y aunque incluso las familias de los soldados golpistas caídos durante la guerra se resistieran a que los enterraran allí. 

Veinte familias vascas logran el reconocimiento de su derecho a exhumar a sus parientes en el Valle de los Caídos

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Pero en dos décadas todo puede cambiar. "Al principio de la posguerra, los franquistas estaban convencidos de que iban a arrasar los suyos, los nazis y fascistas, y muy convencidos por tanto de que aquello estaba muy bien", apunta Rioyo. "Pero cuando se pierde la II Guerra Mundial ya la cosa cambia. Y se da cuenta de que le tienen que meter al Valle de los Caídos la idea de concordia, algo totalmente postizo y que no estaba de ninguna manera en  la idea inicial". La circular que solicita restos fúnebres para llenar los osarios no impondría la condición de que los muertos fueran adeptos al régimen, solo de que fueran católicos. "Entonces se empeñan en que vayan presos repúblicanos, que sus familias no querían llevarlos voluntariamente ni mucho menos. Los miles que están allí enterrados son muertos secuestrados de cementerios, en fosas, o sacados de fosas comunes", señala. Se estima que hay 33.850 fallecidos en el Valle de los Caídos, según las anotaciones de los monjes benedictinos —aunque los investigadores creen que podrían ser más—, de los que 12.000 son desconocidos. Republicanos o no, no se sabe. Porque si no se pidió el permiso de las familias de izquierdas, muchas veces tampoco se pidió a las de derechas. Las familias de los fusilados en Paracuellos, a las que sí se solicitó el traslado, se negaron rotundamente. Muchos otros no pudieron hacerlo.  

Pero en Cuelgamuros no está solo la memoria de los fallecidos trasladados allí a la fuerza. También está la de sus trabajadores, forzosos y libres. Como la del historiador Nicolás Sánchez-Albornoz y el escritor Manuel Lamana, que lograron fugarse en 1948 en un periplo que Rioyo narra con el ritmo de una película de atracadores. O la de Benito Rabal, experto minero, uno de los trabajadores libres que fue contratado para dirigir las primeras labores en el cerro: allí crecerían sus hijos, acudiendo a la escuela en la que enseñaba un preso, compartiendo la vida con los encarcelados republicanos. O la de Miguel Rodríguez, preso por enredarse en una trifulca con falangistas, al que acabarían encomendando la creación de un grupo de las Juventudes Socialistas Unificadas en Cuelgamuros. "Aquello era un infierno a cielo abierto, que no era el infierno de Carabanchel, era un poquito menos infierno", dice su hija, la cineasta Azucena Rodríguez. Sánchez-Albornoz se detiene en "la perversión del sistema": presos que se veían obligados a construir el mausoleo de quien les apresaba, para albergar sus restos, que acabarían además junto a los de aquellos cuya muerte había causado. Y que debían, además, sentirse agradecidos. Mientras, el régimen se beneficiaba de la propaganda nacionalcatólica, y las empresas encargadas de la construcción hacían el agosto con una mano de obra prácticamente esclava. 

Javier Rioyo tiene claro cómo imagina él el futuro del Valle de los Caídos: no con una demolición, ni con un abandono a las fuerzas de la naturaleza, como defienden algunos de los entrevistados, sino con una recuperación (laica y democrática) del monumento, que serviría como museo. "Es interesante lo que han hecho en Alemania y en otros sitios; esto fue de alguna manera un campo de concentración. Es un edificio ofensivo para muchos, no es un edificio de reconciliación. Pero explicar cómo se hace, quién lo hace, por qué se hace... eso ya es una forma de contar la historia de España". Eso supondría, dice, poner punto y final a un espacio de glorificación del franquismo, donde él se ha topado con la familia Franco y a donde acudían hasta hace poco, por ejemplo, voluntarios italianos que lucharon en la Guerra Civil, "para hacer su misa, levantar el brazo y gritar vivas a Franco". En la era del pesimismo y la desazón, Rioyo se permite incluso el optimismo: "Creo que lo veremos pronto, sé que hay un proyecto que ya está en marcha". Los expresos y las familias de fallecidos no tienen tiempo que perder. 

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